El trineo, el santo y el holandés
- raulgr98
- 14 dic 2023
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Nueva York, 22 de diciembre de 1823
Aquella noche, salí de la Iglesia Episcopal atribulado. Por primera vez, en diez años corría el peligro de llegar tarde a casa. Podía salir en este momento a tomar un carruaje, pero le había prometido a los niños regalos, cuatro fierecillas a las que amaba con todo mi corazón, pero quienes cada vez más se resistían más a mi influencia. Una pandilla de rebeldes, eso era lo que eran, y con las fiestas tan cerca, sólo Dios sabría que travesuras tramarían si faltaba a mi promesa. Pero si me retrasaba aun más en las tiendas, y abandonaba a Catherine a merced de las criaturas un instante más del necesario, cuando apenas podía con nuestros tres bebés, sería ella la que no me perdonaría. No sé cual es el plan de Dios al bendecirnos con siete hijos, más los que vinieran después, pero a veces dudaba estar a la altura del desafío.
Y todo por la condenada conferencia. Soy miembro de la Sociedad Librera de Nueva York, y vendo inmuebles en Chelsea; pan en la mesa nunca me ha faltado, pero en mi orgullo de vanagloriarme de lo que sé, accedí a dar clases de literatura oriental, y de estudios bíblicos, en el Seminario. La enseñanza es una actividad natural en mí, pero aquel día las preguntas se habían extendido demasiado, y perdí el control de la clase.
"San Nicolás" pensaba mientras caminaba. El obispo de Mira, en Oriente, en los días del Imperio Romano. Patrono de mercaderes, marineros, estudiantes, ladrones arrepentidos, prestamistas y niños, y al parecer de media docena de ciudades de Moscú a Liverpool. Por norma no me centraría tanto en la tradición ortodoxa, pero el santo había fallecido el 6 de diciembre, y en Europa lo asociaban a las fiestas por siglos. Absurdo, nunca entenderé cómo darle oro a las huérfanas para que eviten la prostitución se parece a darle juguetes de manera a los niños.
Las preguntas de los estudiantes habían sido difíciles, pero el predicador fue más problemático que todos ellos, un sermón de tres horas sobre la pérdida de las tradiciones...
"Por siglos hemos honrado a nuestro Señor en la víspera de Año Nuevo" decía furioso "Esto de la Navidad es una influencia perniciosa de esos católicos, mentirosos e ignorantes, que inundan nuestras calles".
Pensando en santos y paganos compré muñecas y un par de caballos tallados, pues había decidido que incurrir en la furia de mi mujer era preferible a la tormenta de decepcionar a nuestros hijos. Frente a la marquesina de la última tienda, sentí el frío en mi hombro: mientras pagaba había comenzado a nevar otra vez. A lo lejos, un pregonero decía que por las condiciones de los caminos, los carruajes estaban saturados y el servicio se suspendería pronto.
Ni siquiera me atreví a consultar la hora. Desesperado, en mi ingenuidad creí razonable correr a casa, pero el adoquín estaba escarchado de hielo y caí sobre mi propio peso en la acera congelada. Un hombretón barbado, con un acento extranjero, río ante mi desgracia, pero me ofreció su rechoncha mano para levantarme.
Era un holandés, rechoncho, con la cara enrojecida y una extensa barba, tapizada del blanco de la nieve. Observaba con curiosidad los papeles, llenos de grabados de San Nicolás y otras figuras, que mi caída había desperdigado. El extraño me recordaba a los cuentos de mi abuelo, sobre Padre Navidad, el gigante de verde que repartía comida con una antorcha encendida. Tras agradecerle su amabilidad, el hombretón sonrió y me ofreció un peculiar servicio para volver a casa.
Debo confesar, no le entendí bien cuando me lo propuso, así que imaginarán mi sorpresa cuando, veinte minutos después, me aferraba a las tablas de un trineo con una mano, mientras con la otra sostenía las compras decembrinas, rezando porque no resbalara ninguna, Mi corpulento amigo llevaba las riendas y azuzaba a ocho renos que corrían a toda velocidad entre el hielo y la escarcha. Cascabeles atados a la madera bastaban para alertar a los transeúntes de nuestra cercanía. El inglés del holandés era muy cerrado, y entendía sólo una de cada tres frases, pero su alegría era innegable. Entre carcajadas profundas me contaba de su vida, su trabajo y su familia, hasta que llegó a los grabados del obispo que había alcanzado a ver cuando los recogió:
"Me recuerda a Sinterklaas" dijo "En mi tierra trae regalos a los niños, y a todos los demás unos días después. Lo celebramos en tres días".
Gracias a la amabilidad de un desconocido, del que apenas pude despedirme, llegué a mi casa antes que mi retraso fuera demasiado evidente, pero no había manera de engañar a mis curiosos niños. Catherine había encendido la chimenea, y ni siquiera la oferta de regalos evitaba que los mayores preguntaran por qué había llegado tarde. Para evitar dar sólo excusas, en un impulso dije que me había enterado de una historia mágica, maravillosa; pero no encontraba las palabras para hilar el supuesto relato. Lo más que conseguí fue que me dieran unas horas para ponerlo por escrito, y que se los leería después de cenar al calor del fuego.
Y aquí estoy, en la soledad de mi estudio, tratando de encontrar una historia que cautive su imaginación. Pienso en San Nicolás, en Padre Navidad, en el tal Sinterklaas de mi amigo, tres figuras que dan regalos, las tres en estas fechas. Sin embargo, la imagen que más permanece conmigo es la del holandés después de dejarme en mi puerta: un gordo risueño agitando la mano en mi dirección desde un trineo jalado por renos, en un crepúsculo de invierno. Inspirado por esta visión, comencé a escribir:
Twas the night of Christmas, when all thro' the house,
Not a creature was stirring, not even a mouse;
The stockings were hung by the chimney with care,
In hopes that St. Nicholas soon would be there;
The children were nestled all snug in their beds,
While visions of sugar plums danc'd in their heads,
And Mama in her 'kerchief, and I in my cap,
Had just settled our brains for a long winter's nap—
When out on the lawn there arose such a clatter,
I sprung from the bed to see what was the matter,
Away to the window I flew like a flash,
Tore open the shutters, and threw up the sash.
The moon on the breast of the new fallen snow,
Gave the lustre of mid-day to objects below;
When, what to my wondering eyes should appear,
But a miniature sleigh, and eight tiny rein-deer,
With a little old driver, so lively and quick,
I knew in a moment it must be St. Nick.
More rapid than eagles his coursers they came,
And he whistled, and shouted, and call'd them by name:
"Now! Dasher, now! Dancer, now! Prancer, and Vixen,
"On! Comet, on! Cupid, on! Dunder and Blixem;
"To the top of the porch! to the top of the wall!
"Now dash away! dash away! dash away all!"
As dry leaves before the wild hurricane fly,
When they meet with an obstacle, mount to the sky;
So up to the house-top the coursers they flew,
With the sleigh full of Toys—and St. Nicholas too:
And then in a twinkling, I heard on the roof
The prancing and pawing of each little hoof.
As I drew in my head, and was turning around,
Down the chimney St. Nicholas came with a bound:
He was dress'd all in fur, from his head to his foot,
And his clothes were all tarnish'd with ashes and soot;
A bundle of toys was flung on his back,
And he look'd like a peddler just opening his pack:
His eyes—how they twinkled! his dimples how merry,
His cheeks were like roses, his nose like a cherry;
His droll little mouth was drawn up like a bow,
And the beard of his chin was as white as the snow;
The stump of a pipe he held tight in his teeth,
And the smoke it encircled his head like a wreath.
He had a broad face, and a little round belly
That shook when he laugh'd, like a bowl full of jelly:
He was chubby and plump, a right jolly old elf,
And I laugh'd when I saw him in spite of myself;
A wink of his eye and a twist of his head
Soon gave me to know I had nothing to dread.
He spoke not a word, but went straight to his work,
And fill'd all the stockings; then turn'd with a jirk,
And laying his finger aside of his nose
And giving a nod, up the chimney he rose.
He sprung to his sleigh, to his team gave a whistle,
And away they all flew like the down of a thistle:
But I heard him exclaim, ere he drove out of sight—
Happy Christmas to all, and to all a good night.
No estaba a la altura de mis poemas usuales, pero le sacaría una sonrisa a los niños. Aun así, la duda sobre las palabras del predicador persistían. Mi familia se había dejado influir por los vecinos, las familias de los amigos de los niños, todos comeríamos el 25 en familia, pero puede que darles regalos ese día fuera ya demasiado católico, una afrenta a mi Iglesia. Pero si el personaje que he creado llega en la víspera.
Sonrío, y antes de volver con mi familia, tacho la primera línea y la reescribo. La velada que San Nicolás visite ahora será la noche antes de Navidad.
¡Bienvenidos pasajeros! Esta semana les quise adelantar el relato navideño, pues tengo otra idea planeada para la siguiente semana. Es para muchos sabido que muchos elementos de Santa Claus, empezando por los colores, formó parte de una campaña de Coca-Cola en el siglo XX, pero lo que yo encontré fue un poema, publicado de forma anónima (pues originalmente se avergonzaban de lo infantil del tema, aunque después varios se adjudicaron la autoría, con motivaciones similares a la dramatizada) que, hasta dónde llega mi investigación es la primera vez que se establece la víspera (o Nochebuena) como noche de regalos, y que introduce elementos como el trineo, los renos, bajar por la chimenea y la descripción física de Santa (una derivación del Sinterklaas holandés). ¿Cómo un poema puede ser tan popular que unifica sistemas de creencias dispersos hasta crear un monolito cultural global? Ese es el poder de la literatura.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
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