El último hombre de Valdivia
- raulgr98
- 10 oct
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Una casa a orillas del río Pánuco, 1531
Un fraile sevillano agonizaba en un lugar sin nombre; intuyendo que estaba condenado a que su última morada se perdiera en el tiempo, y que su sepulcro nunca fuera encontrado. Tres pueblos le había encomendado su real majestad, para que se labrara nombre y fortuna, pero aquellas tierras pronto regresarían a la corona, pues no existía heredero que preservara su apellido. Y sin vástagos que lo recordaran ¿quién quedaría para contar su historia? ¿El pérfido marqués de Oaxaca? Aquel lujurioso embustero parecía decidido a borrarlo del recuerdo, atribuirle el triunfo de aquellas hazañas diez años atrás sólo a la mujer que lo sedujo, quizá para favorecer al codicioso bastardo que tuvo con ella.
“No”, entendió el fraile moribundo, sin fuerzas para levantarse del catre, “de mí apenas quedará la sombra de un recuerdo”. Presa de las fiebres malignas de aquel nuevo mundo, tenía apenas cuarenta y dos años, pero parecía un anciano carcomido por grandes pesares, con la piel colgando de sus huesos cansados. De la tentación que la Nueva España, como la llamaban ahora, representaba para los castellanos, no le quedaban dudas; pues fue testigo con sus propios ojos de los grandes palacios revestidos de oro y las esplendorosas coronas de joyas. Él estuvo ahí cuando cayó la Gran Tenochtitlán, pero no le importaba que aquel testimonio se perdiera, pues muchos fueron los que conocieron la derrota y la gloria. La historia que en verdad temía que se perdiera era de los días anteriores a la conquista, pues nadie como él conoció la verdadera naturaleza de aquellas tierras, que no le despertaban más que horror.
El fraile moribundo, en su delirio, volvió a tener veintiún años, y recordó la excitación con la que él también, ingenuo, ambicioso y recién ordenado, se había dejado tentar por las historias de las fantásticas tierras al otro lado del Océano. Junto con cincuenta hombres, el joven imberbe vio por primera vez las aguas turquesas del Caribe bajo las órdenes de Núñez de Balboa, y aunque en su interior ya presentía que aquel calor lo mataría un día, al llegar a Santa María la Antigua del Darién*, cerca estuvo de llamarla su hogar. Debió haberse quedado satisfecho con la vida de un predicador en aquella comunidad, pero deseaba más, y no tardó un año en abordar otro barco, comandado por el gallardo Juan de Valdivia, quien prometía gloria sin igual a quien fuera tan valiente como para seguirlo a Cuba, y puede que incluso más allá.
“Y Dios castiga a los orgullosos” pensó más de una vez, por muchos años, pues al tercer día de travesía, unos vientos que parecían arrojados por el mismo Averno embistieron la carabela con tal furia que tras un débil combate se fue a pique, con todo el oro y las almas de más de la mitad de los tripulantes.
—Nos aferramos a un batel, cuyas amarras de alguna manera pudimos soltar —le gustaba contar a los pocos que gustaba oírlo— veinte de nosotros sobrevivimos a la tempestad, incluyendo a dos de las damas a bordo, pero sólo ocho llegamos a la costa. Ahí fue donde nos encontraron.
Años después, el fraile aún tendría pesadillas con las muecas de los guerreros salvajes: casi desnudos, con la piedra y la madera como únicas armas, aún así peleaban como poseídos por Luzbel. Y sus rostros desfigurados, con agujeros en las orejas y marcas de tinta por todos el cuerpo, los hacían a su mirada casi monstruos. Incluso en su vejez, al cerrar los ojos, el náufrago habría de volver a ver la cabeza hendida de un muchacho más joven que él, abatido por una roca, a oler la sangre del descuartizado capitán Valdivia, quien apenas logró acabar con uno de los guerreros antes de ser sometido, a escuchar los sollozos de una de las damas mientras la sujetaban para arrancarle el corazón con una daga negra.
Los llevaron amarrados a una de sus ciudades, pero al poco tiempo sólo quedaban dos: el atemorizado fraile y uno de los marinos más veteranos, al que conocía desde hacía mucho tiempo, pues zarparon juntos de España. Fueron entregados como esclavos a un gran señor, y temeroso de su vida, al fraile no le quedó más que obedecer, con una humildad fingida. Al marino siempre lo trataron con más deferencia, pues accedió a enseñarles las artes de la guerra, pero él siempre fue el marginado, usado para los más humillantes trabajos. Fueron los ocho peores años de su existencia, perdiendo más la esperanza con cada adoración a aquellos temibles ídolos, y aunque hizo todo lo que pudo para mantener íntegra la vida del buen cristiano, no pudo evitar, con el paso de los días, aprender su lengua, y gracias a la intervención de su compañero de infortunio, con el tiempo llegó a ser tratado con lo más cercano que aquellos seres tenían a la cortesía, y vio más ligeras sus cargas.
Sólo de algo se enorgullecía de sus años de cautiverio, y es que mantuvo sus votos. Siempre rechazó a las mujeres infieles que el señor insistía en mandarle, terriblemente hermosas, con inocencia en las facciones y deseo en las formas. No así el marino, que poco tardó en yacer con aquellas aves de tentación, y renunciando a su fe, se llegó incluso a desposar con una, con lo que de nuevo se convirtió en hombre libre.
Con una devoción que ni él mismo podía explicar, siguió el conteo de los días y las noches, quizá en un esfuerzo por conservar la cordura. Así es como preservó un registro del paso de los años, y supo con absoluta certeza el día cristiano en el que se enteró, cuando estaba a punto de dar por perdida cualquier oportunidad de salvación, de la llegada de nuevos castellanos. Nunca entendió como, pero aquellos hombres habían escuchado rumores de hombres barbados viviendo entre los mayas, y no tardaron en llegar cartas donde el capitán general en persona manifestaba su gran alegría y los invitaba a unirse a su empresa.
— Debemos irnos con este Cortés, Gonzalo. ¿Que acaso no entiendes que estamos salvados? —le dijo a su compañero, tan trastornado por aquel mundo de tentación que había accedido a mutilarse. Pero incluso de esas faltas hay regreso, se aferraba a pensar.
—Irás tú Gerónimo, que nunca pudiste abrir tu mente a lo que esta tierra tenía que ofrecer, pero yo no iré con ese hombre.
—No seas necio. Tu lugar está con los tuyos, aquí nada te pertenece.
—Tengo tres hijos, fray, ellos me pertenecen. Y yo a ellos. No los abandonaré.
—Engendrados por el pecado son esas criaturas. Pero sé que Dios perdonará la debilidad de tu carne, si no le das la espalda hoy. En España te espera una esposa cristiana, hijos legítimos. A eso que llamas tu familia sólo te trae vergüenza, puedes ser libre del mal.
—Mi decisión es final, Gerónimo. Convenceré al señor de que te deje partir, si ese es tu deseo, pero me hizo sentir parte de ellos. Mírame, fray y sé honesto ¿me recibirían de vuelta los españoles con mí aspecto? No, ve con Dios, que yo aquí encontré un hogar.
Fue la última vez que habló con él, pues apenas estuvo pagado el rescate, el fraile volvió con los suyos. Cortés lo mandó bañar, vestir y perfumar; y él a cambio entregó lo único de provecho que tenía que ofrecer, el conocimiento de la lengua impía. “Los caminos del señor son misteriosos”, recordaba haber pensado, “estos años de tormento tuvieron que servir de algo, y mis servicios serán recompensados en este mundo y en el otro”. Pero el capitán general no era un hombre agradecido. Primero, lo forzó a compartir sus labores de traducción con una mujer infiel, a la que no tardó en llevarse al lecho, y cuando la seductora aprendió la lengua cristiana, prescindió por completo de él. Sí, eventualmente consintió en que se le otorgaran un puñado de aldeas, pero el “honorable marqués” nunca le volvió a hablar.
“Pero yo sigo aquí, y él regresó humillado a España” pensó fray Gerónimo, de regreso en su agonía, “desplazado por un virrey que no participó en las guerras por esta tierra. Dicen que la mujer que usurpó mi lugar murió ya, de lo que me sirve, pobre y viejo como estoy. Soy el último de los hombres de Valdivia, y cuando me haya ido, nadie quedará de aquel desastre”.
Pero por primera vez en muchos años, pensó de nuevo en Gonzalo, y se preguntó si acaso no quedaba todavía otro protagonista de la desgracia. “Imposible”, concluyó, “era mayor que yo, ahora debería tener más de sesenta. Esta tierra no es buena para los europeos, ninguno podría vivir tanto”.
Una muchacha entró a la habitación y mojó su frente con un paño frío. Era muy joven, de rostro dulce y facciones delicadas, y al moribundo le recordó a los hijos del marino.
—Luisa —susurró, sin saber que serían sus últimas palabras.
Le hubiera gustado decirle que la quería, decirle hija aunque fuera por una vez, pero las palabras se quedaron atoradas en su garganta. Quizá Dios tuviera sentido del humor, pues lo último que vería era el recordatorio que Gerónimo y Gonzalo al final no fueron tan diferentes, el fraile también había compartido lecho con una india, la hija de un noble tlaxcalteca, y engendrado con ella a un producto de dos mundos.
En el último estertor antes de reunirse con su creador, agonizando junto a un río, Gerónimo de Aguilar se preguntó qué habrá sido de aquel otro náufrago, que nunca regresó a casa.
Actual Honduras, cinco años después
Mas Gerónimo de Aguilar no fue el último de aquella fatídica expedición que se reunió con su creador, y dónde el primero no vio sino un hipócrita horror, el segundo encontró magia y belleza. Jamás escribió su versión de los hechos, tan solo de oídas se sabe algo de él, pero una cosa es cierta: que algo más que lealtad a su amo, y el calor de una mujer, debió encontrar Gonzalo Guerrero entre los mayas, pues tras una terrible batalla, mientras contaba los cuerpos, el sanguinario Pedro de Alvarado, que no conocía la saciedad, encontró una visión que estrujó su frío corazón:
A la sombra de una palmera, contempló incrédulo el cadáver de un salvaje, con un dardo de ballesta enterrada en el ombligo y el pulmón destrozado por un tiro de arcabuz. Se trataba de uno de aquellos malditos indios que habían llegado en canoas desde el norte, aunque de nada sirvieron contra la superioridad de los hombres del rey. Usaba los mismos retazos de tela que los otros bárbaros, demonios desnudos, y había profanado su cuerpo al oradarse las orejas y tatuarse la piel con símbolos profanos. Pero aquel salvaje no era como los muertos que lo rodeaban, su piel, quemada por el sol, aún parecía más clara que la de los otros indios, y su rostro era como el de ningún otro de los vencidos: con una barba espesa, gris como la ceniza, y que le llegaba más allá del pecho.
Si no hubiera sido imposible, Alvarado lo hubiera tomado por español, pero mientras reía por aquel pensamiento tan ridículo a su memoria llegó la historia de los Montejo, de un hombre blanco que había enseñado a los salvajes como combatir a los cristianos. Por primera vez en más de quince años, el conquistador pensó en el marino renegado, aquel que se negó a seguir al capitán general cuando lo mandó llamar. “¿Será acaso el mismo?” pensó, pero pronto su mente regresó al oro y la sangre, pues de aquel hombre no sabía ni siquiera el nombre.
Así fue que Gonzalo Guerrero, el último hombre de Valdivia, encontró su final a orillas de un río. Bajo la palmera teñida de carmesí sus hijos lo encontraron, y el cuerpo sobre unos troncos fue arrojado con amor al río Ulúa, para que la corriente lo llevara a su travesía final, de regreso al mar por el que un día llegó.
*En la actual Panamá.
¡Bienvenidos pasajeros! Cerramos una semana que habló de la conquista y el mestizaje cultural hablando de dos personajes secundarios de la conquista, pero que reflejan una inevitabilidad de la historia de México, los elementos hostiles, discondartes y contradictorios no pueden evitar entremezclarse, con resultados tan dramáticos como interesantes.
Hasta el próximo encuentro…
Navegante del Clío
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