El último regalo del último emperador
- raulgr98
- 23 may
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Ciudad de México, 11 de febrero de 1913
“Que vida tan desdichada tan desdichada es la del cuco” pensó con ironía Francisco Luis, pues él, como aquellas aves talladas en madera, llevaba más de veinticuatro horas viviendo dentro de un reloj. Ni una ráfaga se había lanzado el día anterior, pero aún así no se atrevía a salir, pues durante toda la jornada había visto y escuchado, desde su escondrijo, como decenas de rebeldes se apretujaban en la guarida de los traidores.
Nada lo retenía en la torre del reloj mas que la pugna entre su consciencia y su instinto de preservación: al oeste estaba la vida y la paz, pero también la mancha de la deserción. El deber lo obligaba a ver al este, a Palacio Nacional, pero para volver tendría que pasar por la Ciudadela. Miró de reojo su brazo izquierdo, mal vendado, donde una bala lo había rozado dos días atrás. Le dolía, pero no creía que estuviera infectada, aún. Quizá podría hallar un médico si se alejaba del cerco, pero en esos días, era difícil saber quienes estaban por los alzados y quienes por los leales. Además, si tomaba la decisión de huir, aunque fuera para buscar sanación, algo le decía que nunca volvería al frente.
No es que Francisco Luis fuera cobarde; a sus veintiún años, había matado y visto morir a muchos hombres, desde que se enlistó para servir con Emilio Madero al inicio de la Revolución, en su natal Coahuila que cada vez le parecía más lejana. Se preguntó qué estaría pensando su coronel en ese momento, si la noticia ya le había llegado, al fin y al cabo, su hermano era el presidente a punto de ser derrocado. El coronel era jefe militar del estado, y Francisco Luis sabía que, si se lo pedía, el gobernador Carranza accedería a darle asilo al presidente y los suyos; pero algo le decía que Madero no aceptaría abandonar la capital. Y eso era lo que mantenía a Francisco preso en la torre del reloj, no el miedo a ser asesinado, sino el temor a una muerte inútil, desperdiciada a las órdenes de un comandante que no sabía lo que hacía.
Una parte de él aún creía en Madero, con la misma devoción con la que se había enlistado en la guardia presidencial tras el final de la guerra. Ese mismo amor hacia el primer presidente por el que había votado en su corta vida lo había llevado a defender con saña Palacio de los traidores que habían intentado tomarlo, pero desde que el comandante supremo había vuelto de Chapultepec, sólo se habían tomado malas decisiones. Por supuesto que Madero no había sido responsable defender las heridas de Villar y el general secretario, pero si hasta los oídos de él, un simple soldado raso, habían llegado rumores de la reputación de Victoriano Huerta, la confianza que el presidente había depositado en él le parecía imposible de creer.
Y si había algo de lo que nadie más que Madero tenía la culpa, era de la estúpida idea de mandar a más de la mitad de la guardia presidencial a intentar negociar con los alzados. A veces, a Francisco Luis le costaba creer que alguien tan blando para la violencia hubiera sido capaz de iniciar una revolución. No llegaron a intercambiar dos palabras con los amotinados, pues la comitiva fue recibida con fuego de metralla. El soldado lo había previsto desde antes de abandonar Palacio, pero las órdenes se cumplían, no se discutían. Por el resto de su vida, el guardia presidencial se preguntaría por qué había corrido en dirección al cruce de Bucareli y Atenas ¿se había confundido en el caos, pero con intención de regresar con el presidente, o una parte de él había perdido las ganas de defenderlo, y quería dejar la guerra atrás? También, no por primera vez, se cuestionó sobre sus compañeros de infortunio: ¿alguno si habría dado vuelta atrás? ¿Cuántos capturados, cuántos desertores, cuántos muertos tendidos en el suelo?
A Francisco Luis nunca le había gustado en particular la arquitectura, pero en el día y medio que llevaba atrapado ahí, le había tomado aprecio a la torre del reloj: a la piedra gris, a la campana bajo la cual dormía, a la puerta de hierro en la cara norte y los medallones blancos en las otras tres. Por lo que había leído en los medallones y placas, había sido un regalo al presidente Díaz por el centenario de la independencia, un obsequio del emperador Puyi, en agradecimiento por el tratado de amistad entonces recién firmado, entre México y la lejana China. A veces, al soldado le costaba creer que ya hubieran pasado tres años del centenario, y que tantas cosas hubieran cambiado. Díaz no había sido presidente por mucho tiempo más después de las celebraciones, y si los periódicos no se habían equivocado, al día siguiente se cumpliría un año de qué el emperador perdiera también su propio trono. Al menos el reloj, como el ángel, permanecía en pie, y completo, al contrario de muchas otras obras de la gran festividad, como el palacio legislativo o el nuevo teatro nacional, cuya construcción la guerra había detenido.
En la retirada, alguna extraña intuición lo había llevado a tomar la mochila de un compañero acribillado, y aunque había perdido su arma en la refriega, le quedaba su contenido: retazos de tela vieja, con la que se había vendado, un bonito par de binoculares y unas cuantas hojas en blanco acompañadas de un lápiz. En sus horas de soledad, más de una vez pensó en poner su testimonio por escrito, pero le apenaba, pues no creía que un simple soldado tuviera algo significativo que contar.
Una de las cosas buenas de vivir en un reloj era que perder la noción del tiempo se volvía imposible. Por eso, Francisco Luis siempre habría de recordar que a las diez en punto fue cuando los cañones de la Ciudadela rugieron al unísono, despedazando tantos civiles como pudieran en su irrefrenable curso a los muros de Palacio Nacional. Desde su torre, Francisco Luis presenció la devastación, que sólo se detuvo cuando un hombre uniformado salió rodeado de su escolta. Cuando pasaron por debajo del reloj, alejándose del centro, el vigía reconoció al oficial como Félix Díaz, líder de los alzados, y por siempre lamentó el haber perdido su arma dos días atrás.
Al siguiente respiro de los cañones, Francisco Luis distinguió otro sonido, el de los cascos de los caballos, y los distinguió incluso antes que los traidores. No pudo reconocer a los oficiales, pero la formación era un estándar para una carga de caballería: cuatro columnas, con una batería de cañones en la retaguardia. Demasiado estándar…
“¡Qué está haciendo Huerta!” quiso gritar “Solo siendo muy animal se podía creer que pudiera tomarse una fortaleza montados a caballo y caminando por un lugar barrido por las ametralladoras”. Pero cualquier sonido que pudo proferir fue ahogado por la ráfaga de fuego que sembró la muerte entre un destacamento mal armado y mal formado.
Francisco Luis sabía que debía salir de su escondite, para reintegrarse a los soldados, quizá regresar con los sobrevivientes, o al menos morir con honor, pero no podía dejar de mirar el crudo espectáculo, y eso fue lo que le salvó la vida. En medio de la muerte, alcanzó a ver como unos cuantos soldados se dirigían a los cañones, dispersos por la plaza, pero en medio del caos, no tendrían tiempo de apuntarlos, dispararían al azar…
Corriendo como si la muerte le respirara ya en la nuca, Francisco Luis bajó las escaleras de piedra y cruzó la puerta de hierro instantes antes de que una bala de cañón perdida partiera la torre en dos, justo debajo de uno de los sellos blancos. Una piedra suelta golpeó al soldado en la nuca, quien quedó inconsciente en la calle de Bucareli mientras escuchaba el último repicar de la campana al impactar contra el pavimento.
Cuando despertó, el sol ya comenzaba a ocultarse, pero Francisco Luis no tenía manera de saber qué hora era, pues de su hogar por los últimos días sólo quedaban ruinas, piedras resquebrajadas era lo único que quedaba del reloj, el último regalo del último emperador de China. Los disparos se habían detenido, y puesto que de alguna forma se las había ingeniado para aferrarse a los binoculares, se movió a una esquina y observó la Ciudadela: un grupo de leales había rodeado el edificio y la plaza, rodeados de cadáveres, con un cerco ¿por qué no los acribillaban? Era imposible que los traidores hubieran agotado ya su parque.
Pero lo más extraño eran las personas con ropa de civil que se acercaban a la zona de guerra. Que los aristócratas apoyaran un golpe de Estado no era ninguna sorpresa, nunca habían querido la revolución, pero que tuvieran el descaro de arruinar sus finas ropas acercándose a un campo de batalla mostraba una devoción, o un odio, que no esperaba. Llevaban canastas llenas de comida, agua y dinero, quizá medicamentos incluso, y los guardias leales los dejaban pasar para entregarlos a los rebeldes.
Aquello sólo tenía una explicación posible, conspiración, y súbitamente, Francisco Luis encontró de nuevo su voluntad. Aprovechando la oscuridad, el soldado corrió en dirección a Palacio, deslizándose entre cuerpos de soldados y civiles, sin tiempo para detenerse. De haberlo hecho, quizá se habría percatado de algo que no descubrió hasta días después: que entre los muertos se encontraba la mayoría del cuerpo de rurales, en posiciones demasiado expuestas para ser un accidente.
La paranoia era tal que, al llegar a las puertas, lo recibieron con brusquedad, y lo llevaron amarrado a uno de los cuartos del piso inferior. Pasó horas detenido hasta que alguien fue a verlo, el Ojo Parado en persona. Sin molestarse siquiera en identificarse, le gritó al jefe del servicio secreto su descubrimiento:
— ¡Están dejando pasar víveres y dinero a los alzados! ¡Quien comanda el cerco es un traidor!
El hermano del presidente no le contestó, sino que lo miró fijo por unos instantes con su único ojo bueno, y abandonó de nuevo la estancia. Unos minutos después, un soldado llegó a desatarlo, y en los instantes que la puerta estuvo abierta alcanzó a escuchar gritos, y le pareció creer que una era la del presidente. Habló poco con el soldado que lo liberó y le proporcionó su primera comida en días, pero por él alcanzó a saber que los muertos se calculaban en más de medio millar, y que el bombardeo no se había detenido hasta las seis.
Cuando ya era noche cerrada, Ojo Parado volvió a visitarlo.
—Urquizo ¿verdad? Reconozco el acento, eres uno de los de Emilio. Es una fortuna, pues sólo el que le dijera que peleaste con nuestro hermano hizo que el presidente creyera en tu testimonio, pues Huerta lo negó todo.
— ¿Lo pondrán bajo arresto licenciado?
Y Francisco Luis vio como su interlocutor apretaba los puños, con una furia tal que por un instante pensó que lo golpearía, pero el licenciado se las ingenió para conservar la calma.
—El general sigue al mando. Afirma que es una treta para concentrar a los traidores en un solo lugar antes de lanzar la ofensiva final, y yo no tengo pruebas para desmentirlo. Aún.
—Los oficiales entran y salen a su antojo, hoy vio a Félix Díaz salir de la Ciudadela, a las doce treinta y cinco —dijo, recordando al fiel reloj destrozado en la calle Bucareli.
—Diez minutos después de que Victoriano salió de aquí —dijo para sí el jefe del servicio secreto. Tras pensar unos minutos, le estrechó la mano a Francisco Luis.
—Gracias por su servicio. Lo trasladaremos a una oficina. Si sucede lo impensable, necesitamos que quede registro de la traición, y usted es nuestro mejor testigo. Escriba lo que vio hoy soldado, y si sobrevivimos, me aseguraré que tenga la recompensa que merece.
Así acabó Francisco L. Urquizo el día, bajo la luz de una vela, con el brazo izquierdo en cabrestrillo y la derecha sosteniendo una pluma. Ni en sus sueños más increíbles se imaginó convertido en escritor, pero tal pareciera que ese sería su destino, y sus primeras frases las dedicó a una más de las victimas de aquellos trágicos días: el reloj chino de la calle Bucareli, obsequio del último emperador.
¡Bienvenidos pasajeros! Espero que hayan disfrutado de este nuevo relato en la serie sobre la Decena Trágica, ahora desde la perspectiva de un soldado que sobreviviría a la Revolución y encontraría la fama eterna como uno de los más reconocidos autores de novela histórica de México del siglo XX.
Hasta el próximo encuentro…
Navegante del Clío
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