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Elegir el castigo propio

¡Bienvenidos pasajeros! Disculpen el retraso en la publicación de relatos, el día de ayer no tuve mucho ánimo de escribir. Tratando de encontrar en qué inspirarme, encontré un viejo libro de mitología, y puesto que nunca he hablado aquí de las culturas de América del Norte, quise aprovechar el día para recrear una historia de las primeras naciones canadienses que me llamó la atención, un castigo a la crueldad gratuita.

Elegir el castigo propio


En una de las planicies canadienses


A Nanabozho siempre le había gustado divertirse; pero lo que habían hecho los acusados rebasaba todos los límites. El dios-conejo sabía que los otros espíritus del mundo lo consideraban poco más que un embaucador y un bromista; olvidando que él, con su ingenio, había colaborado en la creación, él le había puesto motas al cervatillo, y púas al puercoespín. Él, que había dado nombre a las plantas y a los animales, amaba a todas sus criaturas, y le dolía la tragedia que se extendía ante sus ojos: plumas aplastadas, nidos destruidos, cascarones destrozados.


Las aves lo habían convocado, clamando justicia por sus huevos rotos, y el dios-conejo les preguntó por qué presentaban su queja hasta ese día, si llevaban desde los días de la creación anidando en el suelo, y tal tragedia no había acontecido antes.


—Creíamos que teníamos amigos, Nanabozho —le contestaron— los zorros nos advertían siempre que la manada se acercaba, para mover nuestros nidos. Pero hoy el aviso no llegó, y los búfalos nos han arrebatado el futuro.


Nanabozho, apiadado, tomó a las aves en sus manos y sopló sobre sus huesos, volviéndolos tan huecos y ligeros como sus plumas, permitiéndoles elevarse en el aire para reconstruir sus vidas en las copas de los árboles. Enfurecido, convocó a los búfalos y a lo zorros, para que dieran sus explicaciones.


Cuando los tuvo ante él, el dios-conejo dudó, pues pese a sus crímenes también amaba a esas criaturas, y los había bendecido con sus dones. El búfalo era el ser más fuerte de la Creación, orgulloso y bravo, y el zorro tenía una inteligencia sin igual, bromistas como él mismo, pero las jugarretas del espíritu nunca habían causado tal perjuicio.


Pensó que rogarían, que se mostrarían humildes y arrepentidos, pero las dos criaturas intentaron usar los regalos en contra del espíritu:


—Nos hiciste fuertes y poderosos —se defendieron los búfalos— la Tierra tiembla ante nuestras pisadas. Si no embistiéramos en las planicies, para que todos contemplaran nuestra grandeza, ¿de qué otra forma honraríamos el don que nos has dado?


— ¿Y de qué sirve la inteligencia, oh Nanabozho, si no viene acompañado de respeto? —replicaron los zorros— Ni una vez las aves agradecieron el servicio que les prestamos. ¿Por qué hemos de pagar las consecuencias de un día que no realizamos una labor por la que no somos valorados?


Otro espíritu quizá habría caído, pero el dios-conejo había hecho suficientes bromas para encontrar las sonrisas ocultas. Los zorros eran tan taimados como él, y si no habían dado el aviso, no fue por despecho, sino por una enfermiza curiosidad, reírse a las espaldas de las aves tras haberlas puesto en un aprieto. Y los búfalos, podrían hacer sus demostraciones de fuerza en cualquier lado, pero habían pasado sobre los nidos ¿Por qué? Tal vez sólo les parecía divertido.


Nanabohzo estaba indignado. No era ingenuo, sabía que había situaciones en las que la crueldad era algo necesario, pero esta había sido inútil, vacía. Y aún así, los amaba demasiado para imaginar penas y tormentos. No, si el crimen había sido una maldad arbitraria, la justicia también tendría que serlo...


Haciendo una mueca terrible, Nanabohzo tomó una rama y se alzó sobre la cabeza de uno de los búfalos. No tenía intención de provocarle dolor, pero la reacción determinaría la sentencia. El instinto, siempre irónico, hizo que la bestia más orgullosa sobre la tierra agachara la cabeza, tratando de evitar un golpe que nunca llegó. El espíritu habló:


—No les quitaré los regalos que les he dado, pero nunca más los portarán con altanería. Correrán por las planicies con la cabeza gacha, pues hoy hago permanente esta jorobas que el miedo ha provocado. ¡He hablado!


Se giró entonces Nanabohzo, pero no vio a los zorros, que habían huido, creyéndose capaces de escapar del castigo. No tardó en encontrarlos, escondidos en agujeros fríos y oscuros que habían cavado en la tierra. El dios-conejo sonrió, pues pese a toda su astucia, los zorros habían sido incapaces de comprender que ellos también habían escogido su propio castigo.


— ¡Qué criaturas tan listas son, capaces de construir sus propios hogares! Pues ahora vivirán bajo tierra, entre el frío y la humedad, y sabrán en verdad lo que es que criaturas ingratas les pasen por encima ¡He hablado!


Desde entonces los zorros duermen apretujados en madrigueras, sin que nadie vuelva a confiar en ellos, y aunque los búfalos aun gobiernan bajo las planicies, cargan por siempre la vergüenza de su crueldad.

Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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