En el seno de la viuda
- raulgr98
- 11 may 2024
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Cerro de Coatépec, en algún lugar de México
La penitencia de la doliente nunca terminaría. Como todas las mañanas, la mujer subía de rodillas la colina y hasta el crepúsculo barría los escalones del templo. Un tarea eterna, monótona, pero una que hacía con gusto, pues lo hacía por salvar a sus hijos.
Cuatrocientos varones había alumbrado, junto con su primogénita, la fría y hermosa Coyolxauhqui, pero su marido muchos más había engendrado. Cuando hermanos celosos lo descuartizaron, de todos los hijos de Mixcóatl, el gran cazador, sólo uno, el noble Quetzalcóatl, había actuado para vengarlo. Cuando los cielos juzgaron a los hijos de la viuda, ésta se rasgó las vestiduras y suplicó piedad, o al menos que ella pagara la condena de sus criaturas. Desde entonces, todos los amaneceres barría el templo de su hijastro, hasta que la vergüenza de su cobarde descendencia fuera purgada.
Pero aquel día, la desesperación le ganó, y por un instante se atrevió a rezar por el fin de la condena. Fue solo un momento, y después continuó la eterna tarea. Unas horas después, cuando el sol casi se ponía sobre el horizonte, vio algo descender de los cielos. Era minúsculo, pero brillaba con los últimos rayos de luz. Cuando la viuda lo sostuvo en sus manos, le sorprendió su suavidad, y descubrió que era una esfera verde, roja, azul y dorada, hecha de las plumas más hermosas que había visto nunca, un regalo de los dioses por su abnegado sacrificio.
Emocionada por el obsequio, y no deseando perderlo, con toda la delicadeza que pudo abrió sus vestimentas, y colocó la esfera en su seno izquierdo, cerca de su corazón, donde esperaba que, en el refugio entre sus pechos, quedara protegida del clima y el viaje. Deseosa de compartir su dicha, bajó la colina tan rápido como su prudencia se lo permitió, y convocó a toda su progenie.
—Regocíjense hijos míos, pues el día del perdón ha llegado. Del cielo ha caído un regalo, tan hermoso que sólo puede venir de los mismos dioses.
Mas cuando la viuda intentó mostrarles el plumaje, descubrió que la esfera había desaparecido. En vano la buscó por horas, desnudándose y registrando la totalidad de su forma, pues del regalo no quedaba rastro alguno. De sus hijos, la mayoría la miraba con fastidio, otros con apatía, como si nunca le hubieran creído, pero su hija, la más cruel de todos, la observaba con odio, pues la creía responsable por haber perdido la oportunidad del perdón. Esa noche, la mujer durmió entre sollozos.
El milagro ocurrió con el amanecer. Al momento de comenzar el ascenso, la viuda se acuclilló, presa de un dolor que no sentía en eras, el de un furioso guerrero pateando sus entrañas. Aunque no podía explicarlo, la madre de cuatrocientos y una lo entendió al instante: de alguna manera había quedado encinta.
Recelosa del rencor de sus hijos, por varios amaneceres intentó guardar el secreto, continuando su penitencia con terribles esfuerzos, pero una noche, mientras se bañaba en el río, Coyolxauhqui descubrió el vientre abultado de su madre. No importó ninguna explicación, ni los juramentos de castidad que proclamó, para la pálida joven, su madre había roto el duelo por el bravo Mixcóatl, y como la más vulgar de las mujeres concebido un hijo de otro hombre. Ahora, a aquella que le dio la vida solo la veía con asco.
Coyolxauhqui repudió a su madre en la oscuridad, y antes de que el sol saliera ya había convencido a sus hermanos de sacrificar a la sacrílega, la traidora, derramar su sangre en el altar del cazador y restaurar así su honor.
Escuchando cuatrocientos tambores de guerra, y sabiendo que en aquella tierra no habría lugar seguro para una viuda embarazada, la mujer corrió colina arriba, la única dirección que le quedaba. Sudorosa y cansada, con los pies sangrantes y la mirada cansada, se abrazó a los escalones del templo del Quetzalcoatl y, con el vientre ardiendo de dolor, suplicó un segundo milagro. Ahí sintió la primera contracción.
No había pasado ni un mes de la concepción, pero en la entrada del templo, la viuda parió a su último hijo. Dolió como ningún parto dolió a una mujer antes o después, pues lo que alumbró fue un hombre adulto, fornido y viril, portando ya el chimali, el tlahuitolli y el macuahuitl: las armas de su pueblo. Desnudo salvo por el penacho que indicaba su regio destino, lo único que lo distinguía de un mortal perfecto era la pierna izquierda, cubierta de los más bellos plumajes, verdes, rojos, azules y morados. Cuando tomó una serpiente y la encendió en llamas, la poderosa Xiuhcoatl, la viuda entendió que había traído al mundo al hijo del sol, una nueva clase de dios, y sólo tuvo tiempo de nombrarlo antes de que el guerrero se lanzara en busca de venganza.
—Colibrí en la izquierda.
Así fue como Huitzilopochtli, último de los hijos de Coatlicue, vino a este mundo, iniciando la cacería de su hermana y cuatrocientos hermanos, con cuyos cuerpos decapitados construyó a la luna y las estrellas.
¡Bienvenidos pasajeros! Esta semana quise narrar un mito sobre la maternidad, y tras repasar mis relatos pasados, me sigue sorprendiendo lo poco que he trabajado a Mesoamérica. Coatlicue no sólo es la madre del dios mexica de la guerra, sino la divinidad de la fertilidad, y según los antiguos, señora de la tierra. Con el nombre de Tonantzin, los últimos creyentes la veneraron como madre de todos, y fue en ella que la virgen de Guadalupe se reflejó, perpetuando la veneración a la madre de piel morena en esta tierra. La relación con Guadalupe es un paralelismo interesante, pues, como en tantas otras culturas alrededor del mundo, la figura de la mujer que queda encinta sin la aparición de un padre y da a luz a la creación, a un salvador (ya sea de muerte o de amor), o a una nueva divinidad, se repite; y contrario al caso de Grecia, Egipto y Persia, es imposible que los creyentes de Coatlicue y María hayan coexistido, en uno de los fascinantes casos en los que historias muy similares surgen sin interacción.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
Sí, siempre me ha parecido increíble este paralelismo.