En la oscuridad de la noche
- raulgr98
- 19 ene 2023
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Tlaxcala, finales del siglo XVI
-¡Déjala! Ya está muerta-supliqué a Don Manuel, quien insistía en seguir profanando el cuerpo de la desamparada hija del campesino al que habían asesinado hace unas horas. El capitán me miró con furia, pero cedió y se acomodó las calzas. Como castigo, comandó que el resto de la compañía se apartara, pues solo yo debía apilar los cadáveres de la familia para quemarlos junto con la choza donde vivían.
Cuando salimos de la capital éramos siete, comisionados para reclamar el tesoro que aquel pueblo tlaxcalteca se negaba a entregar como tributo. Yo no entendía por que exigíamos oro de nuestros aliados, si ya habíamos obtenido tanto de los enemigos vencidos, pero órdenes eran órdenes.
Tras un par de días de viaje, llegamos a Tepetitac, donde el gran señor Maxixcatzin nos recibió en su gran casa, como invitados de honor. Comimos y bebimos tres días con sus noches, y eventualmente el señor hizo que sus sirvientes nos entregaran un único cofre, y ni siquiera lleno por completo. Creyendo que el hombre no entendía nuestro castellano, Don Manuel le sonrió condescendiente y nos dijo a los demás que al día siguiente iríamos casa por casa, pues los indios seguramente escondían su fortuna en la tierra o bajo las tablas.
El señor entonces rio con voz grave y pronunció amenazas en náhuatl que me pusieron la piel de gallina, aun sin saber su significado. Abandonando la morada, mi corazón seguía intranquilo, por lo que le pedí al guía de nuestro grupo, Xicohtécatl que tradujera la advertencia.
-Dijo que tuviéramos cuidado con lo que le hiciéramos a su pueblo, especialmente tras caer la noche, pues sus dioses aun tienen poder en estas tierras y velan por los suyos.
Cuando se lo comuniqué al capitán, este desdeñó la amenaza con un gesto, acusándola de simple superstición y dio instrucciones de comenzar el saqueo. Revisamos hasta la más humilde de las moradas, y a mis ojos ninguno poseía la mayor riqueza, si acaso un par de reliquias familiares, pero el hambre por el oro era mucha y nos llevamos todo; aunque sin hacerle daño a sus habitantes. Las horas pasaban y el viento corría alrededor nuestro, como si hasta el aire mismo siguiera nuestros pasos. Cada vez más aterrado, miraba por encima de mis hombros en cada esquina, pero mis sentidos nunca confirmaron mis presentimientos, ni siquiera cuando dejamos atrás la ciudad para adentrarnos en el bosque que la rodeaba
Cuando por fin se ocultó el sol, supliqué a mis compañeros que regresáramos al pueblo para pasar la noche, pero Don Manuel insistió en que aún nos faltaba por inspeccionar a un miserable campesino que vivía con su familia apartado de todos. En cuanto vimos la choza, tras una hora de caminata, entendí que aquel hombre no poseía nada de valor, pero la inspeccionamos aún así.
Furioso de no haber encontrado recompensa, el capitán se fijó entonces en las hijas del hombre y el deseo se apoderó de él, y de todos los demás, salvo nuestro traductor y yo. El campesino, desesperado por proteger a los suyos, clavó un machete en la garganta de Fernando y la violencia se apoderó de todos. Tan solo unos minutos después, tras breves ráfagas de fuego, Pedro se embriagaba con el pulque del campesino, sin importarle que el jarrón estuviera manchado de sangre, el resto de los soldados usaban a las mujeres a su antojo y todos los varones, incluso los niños, yacían muertos.
Todo esto aconteció aquel día, pero no es semejante atrocidad la que me obliga a contarles esta historia, sino lo que sucedió después. Cuando la familia y la casa eran sólo cenizas, un temible aullido nos despertó a todos del trance en el que estábamos, y más de uno tembló pues aquel era el ruido más espantoso que habíamos escuchado jamás. Por fin convencido que debíamos regresar, Don Manuel nos ordenó iniciar el camino de vuelta, pero entonces nos percatamos que sólo quedábamos cuatro: Xicohtécatl se había escabullido, probablemente en cuanto inició el conflicto, pero Pedro tampoco estaba; pues seguramente había salido a desahogar su ebriedad.
Frustrados, nos adentramos aún más en el bosque, gritando el nombre de nuestro compañero, hasta que llegamos a un claro. Ahí, el capitán nos ordenó a Ignacio, el más joven de nosotros, y a mí que custodiáramos el cofre con el tributo, que habíamos cargado y llenado toda la jornada, mientras él y Juan seguían buscando al perdido. Pasó casi una hora, y los dos custodios nos comenzamos a aburrir, por lo que exploramos los alrededores. Yo ya me encontraba de regreso con el cofre cuando el niño Ignacio, blanco de miedo y con los ojos desorbitados me tocó el hombro y me señaló unos arbustos en el extremo de donde estábamos. Agarrando mi arma me acerqué con cautela, detectando pronto un olor espantoso, pero lo peor fue lo que mi vista encontró: lo que quedaba del cuerpo de Pedro, descuartizado y con los miembros rotos. Caí sobre mis rodillas y contuve el impulso de gritar, pues ninguna bestia que el español conociera podría haber causado una destrucción así.
Me sacó de mi estupor un nuevo grito, alarido que conocía demasiado bien por mis días en la guerra, un sonido que sólo puede hacer un hombre muriendo. Poco después, escuché disparos en la lejanía y regresé al centro del claro, donde Ignacio y yo nos cubrimos nuestras espaldas, sujetando las armas con temblorosas manos. Por el extremo este, una figura entró corriendo, sudada y con las ropas desgarradas y el rostro desencajado. No fue hasta que escuchamos su voz que lo reconocimos.
-¡Es el demonio!-gritaba Don Manuel al borde del colapso-¡Dios mío protégeme de...!
Nunca supimos como terminaría la oración del capitán, pues entonces una enorme sombra saltó sobre él y de un mordisco le arrancaba la entrepierna. Paralizados como estábamos de temor, permanecimos inmóviles sólo viendo como aquel ser lo desgarraba con dientes y garras, zarandeándolo de un lado a otro hasta que finalmente puso fin a su agonía desgarrándole la garganta.
Tras acabar con su presa, el monstruo se acercó a nosotros y por fin distinguí su forma. Se trataba de un enorme perro, de negro pelaje y furiosos ojos rojos, una aparición espectral. Cojeaba de la pata trasera izquierda, pues Don Manuel había acertado a dispararle, aunque no le hubiera servido de mucho. El perro saltó hacia mí y por mero instinto disparé.
Grande fue mi sorpresa cuando me descubrí a mi mismo con vida, pues había logrado impactarle. El perro se retorcía furioso, lamiéndose la pata derecha, a la que le había arrancado dos garras con mi tiro. Cuando me miró, entendí que detrás de la mirada del animal había inteligencia humana, con odio y satisfacción, y aquello me asustó más que la ferocidad que había mostrado. Me preparé para disparar de nuevo pero el ser entonces, a una velocidad sorprendente tomando en cuenta sus heridas, se internó entre los árboles y desapareció.
Decidido a salir de ahí tan rápido como pudiera, me volteé para decirle a Ignacio que abandonara el cofre y las armas, pero vi al muchacho tirado en el suelo. Cuando me acerqué, vi que sus ojos seguían abiertos pero el cuerpo estaba frío. No tenía ninguna herida, pues la simple visión del perro era lo que lo había matado del miedo.
Sin tiempo de llorarlo, corrí hacia el pueblo, sin detenerme hasta haber cruzado el umbral del palacio de nuestro anfitrión. Olvidando cualquiera de mis modales, presa del pánico, subí las escaleras y toqué la habitación privada del señor, gritando.
-¡Lo lamento, lo lamento! Si me deja quedarme aquí esta noche, partiré con las primeras luces y nunca volveré no buscaré represalia alguna. El oro está en el bosque, puede mandar a buscarlo mañana mismo, no me llevaré pieza alguna-y al no escuchar respuesta arranqué en llanto y supliqué-¡No hice nada! ¡Juro que yo no los maté!
Entonces se abrió la puerta y Maxixcatzin me recibió, desnudo salvo por una venda ensangrentada en la pierna. Sonrió mientras me inspeccionaba y entendí entonces que todo el tiempo supo nuestra lengua, y estaba consciente de lo que habíamos dicho y hecho desde que llegamos a su casa. Para mi fortuna, parece que quedó satisfecho con mis ruegos, puesto que asintió y estrechó mi mano.
No fue hasta la mañana siguiente, cuando el señor salió a despedirme, fue que me di cuenta que a aquella mano le faltaban dos de sus dedos.
¡Bienvenidos pasajeros! La historia que les traigo esta semana recupera la leyenda del nahual, hombres capaces de convertirse en animales y una de las criaturas más conocidas del folklore mexicano.
En la tradición hispana, que se formó durante la colonia, la naturaleza de estos seres era malvada y su magia surgida de pactos satánicos, pero en las culturas indígenas, particularmente la tlaxcalteca, el nahual era un siervo de Tezcatlipoca, quien descubría al animal interior que todos llevamos dentro y lo usaba para proteger a los suyos. Por lo tanto, para esta historia he decidido recrear la versión española de la leyenda, pero alterando el contexto para involucrar también los elementos prehispánicos, sin que por eso deje de ser un cuento de horror.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
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