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Fecha especial

¡Bienvenidos pasajeros! El día de hoy es una fecha especial, pues cumplo veinticinco años. Mirando atrás, siempre he estado rodeado de historias, siendo las que mi mamá me traía del trabajo en colecciones de cuentos, las que mi papá inventaba en las interminables mañanas de tránsito, o las que mis maestros contaban en tardes de recreo a aquellos que no deseaban jugar. En mi casa conocí versiones infantiles de clásicos, que me abrieron la puerta a una literatura más amplia, y en las bibliotecas de los colegios (y en la computadora de una oficina) encontré nuevos relatos que me hicieron escoger la Historia como mi profesión. Pero llegó el día en que, quizá movido por la curiosidad, o una evolución de los juegos que inventaba en mi recámara, leer historias no fue suficiente y encontré la felicidad en crearlas; y en enseñar a través de ellas. El día de hoy les traigo un relato especial, el primero mío en ser publicado, que me demostró que tenía un camino delante mío.

El mártir


Con sólo mirarse una vez en el espejo, Pepe supo que pronto se reuniría con Dios. Su vida no le importaba; él había nacido para morir aquel día, pues libraría a su patria del demonio más grande que jamás hubiera nacido, y Cristo su rey, quién le había mostrado su destino, lo recibiría con los brazos abiertos en el paraíso.


Las carcajadas de aquel diablo resonaban por todo el lugar; el muy cerdo reía y reía, vanagloriándose de cómo una vez más se volvía a coronar, destruyendo los sueños de la buena gente de México. Pepe nunca podría olvidar cuando de niño lo vio en Coahuila, permitiendo que su horda de salvajes profanara la casa del Señor en una guerra que ellos no habían pedido, una guerra que continuaba viva 14 años después. En esa época de caos y crimen, el muchacho había encontrado consuelo únicamente en el rezo, esa conexión mágica con lo divino le había dado un propósito y lo había llevado con buenos amigos; la mayoría de los cuales había ya enterrado por culpa del hombre al que se había propuesto matar.


“Nosotros sólo queremos ir a la Iglesia, rezar como Dios manda sin tener que escondernos como ladrones”, decía siempre el Padre Agustín en aquellas tristes reuniones de fieles, siempre en secreto. Pepe quería creerle al sacerdote, tenía fe en que las cosas mejorarían. Todo cambió el día en que mataron al padre; el que a un hombre tan justo, tan santo, lo hubieran asesinado como a un animal le hizo perder toda esperanza, se cansó de ver morir a hombres de bien mientras los pecadores se daban banquetes. Clamaba al Cielo pidiendo justicia, repetía el mismo salmo una y otra vez: “Deus ultionum, Domine, Deus ultionum effulge. Exaltare, qui iudicas terram, redde retributionem superbis. Usquequo peccatores, Domine, usquequo peccatores exsultabunt?


Effabuntur et loquentur proterva, gloriabuntur omnes, qui operantur iniquitatem? Populum tuum, Domine, humiliant et hereditatem tuam vexant…”


El día en que aquellos que aún seguían vivos se enteraron que el asesino del padre Agustín tenía la oportunidad de acabar con la obra de Cristo, la adorada madre Conchita afirmó que Dios quería muertos a los asesinos, todo se solucionaría con ellos en el infierno. “Sería bueno ver quién se encarga de eso”, dijo la santa mujer; y en ese instante Pepe se vio como un apóstol, entendió cuál era su destino; así como Cristo había dado su vida por la humanidad, él entregaría su alma por la Iglesia al acabar con aquel que la quería destruir.


Pepe desenfundó la pistola que la madre le había conseguido y la guardó en su chaleco, al cargarla no pudo evitar recordar aquel domingo tres días atrás, cuando se ofreció a cumplir esa tarea y los fieles lo llamaron héroe del cielo. El guerrero de Dios había ido al encuentro de su enemigo en su discurso en la estación de ferrocarriles. Terminada la vanidosa oda a sí mismo, el perfumado se dirigió al centro de su partido, donde los aduladores que habían crecido bajo su tiranía le habían preparado una comida. Decidido, Pepe lo siguió por el Paseo de la Reforma, pasando por la calle Juárez y hasta el parque Asturias pero nunca disparó, no fue por cobardía, sino porque aquella misión que se le había confiado era demasiado importante como para fallar.


Desesperado por la falta de oportunidad, Pepe se dirigió a su casa a rezar, pidiendo que se le permitiera librar al mundo del mal; pero no recibió respuesta. Al contrario, al día siguiente le fue imposible encontrarlo; a pesar de que lo buscó en su palacio, en su partido; en cualquier lugar que se le ocurrió que podría estar, él estuvo; pero no tuvo suerte, parecía que Dios no quisiera justicia por la muerte de sus siervos. Cuando el sol ya se ocultaba, Pepe recordó que aquel anticristo tenía una casa en la Avenida Jalisco, por lo que se encaminó a ese nido de víboras a esperar al líder de todos ellos. Durante horas montó guardia y aquel hombre al que esperaba nunca apareció, pues seguramente se había embriagado con sus amigos en algún restaurante caro de la ciudad; no conformes con los lujos que ya habían logrado usurpar. Aburrido, el apóstol garabateó a las personas que veía pasar, llegándole en ese momento la iluminación; él, que siempre había sido hábil con el lápiz, tenía ahora la excusa perfecta para acercarse a su objetivo y regresarlo para siempre al abismo. Esa noche, lo último que hizo antes de dormir fue comprar un buen cuaderno y un lápiz nuevo.


El día decisivo se levantó temprano y acudió fiel a los servicios secretos en Santa María la Ribera, comulgó y tomó el que sabía sería su último desayuno. Conversó una vez más con la buena madre Conchita y, dándole el adiós definitivo, se dirigió nuevamente a la casa de su enemigo. Desde la puerta lo escuchó cancelar una reunión con su mano derecha, a favor de una comida de vanidad a cargo de sus lame botas, aquellos que se llamaban a sí mismos “diputados”. Pepe tuvo sentimientos encontrados: por un lado la comida le daba la oportunidad perfecta de vengar a tantos mártires anteriores a él, pero le llenaba de amargura saber que junto al tirano no se encontraría ese día su principal aliado, un hombre aún más miserable que él, en aquel momento dirigente de México, escritor de aquellas blasfemas leyes que habían empezado una nueva guerra; un ser al que Pepe había esperado también matar. Pepe no pensaba en que éste segundo tirano era el culpable directo de las muertes, veía a su objetivo como el máximo enemigo, aquel que movía los hilos. Tanto era su odio hacia ambos que no reflexionó sobre lo que representaba el rompimiento de los planes, tal vez la alianza de aquellos “amigos” no fuera tan fuerte, ¿sería posible que la ambición fuera tan grande que se mataran unos a otros por el poder que amaban? A Pepe no le importaba, él sería el héroe de esa historia, sólo él podía matar al dueño de aquella casa.


Poco después del mediodía salió el villano de su casa en un traje tan gris como su alma, acompañado de un diputado, un gobernador, su escolta y algunos amigos. Iba confiado, hasta se burló de aquellos otros mártires que habían intentado acabar con su vida hace poco, comentando entre risas que ese día podían volver a lanzar bombas a su coche, el tirano se sentía invencible.


Tomó un taxi y aprovechó para revisar su apariencia; impecable traje marrón rematado con moño rojo, con el cuaderno en la mano y el arma bajo el brazo; así hasta parecía otro de los invitados de la fiesta. Al llegar al restaurante se sorprendió por la escasa seguridad, en verdad aquel monstruo creía ser intocable. Rodeado de tanto pez gordo, reía y tragaba casi hasta reventar. Para evitar que nada lo distrajera, Pepe tomó un cuarto de cerveza y se encerró en el baño a reflexionar sobre el largo camino que había recorrido, y lo que le faltaba por hacer, pues lo más importante aún estaba por llegar. Por un breve instante el miedo por su vida lo embargó, pero nuevamente encontró consuelo en las sagradas escrituras: “Laetabitur iustus cum vinderit vindictam manus suas lavabit in sanguine peccatoris.”


Regresó al jardín y pasó el rato dibujando a los asistentes a la comida, sin perder de vista nunca a su objetivo. En ese momento se dio cuenta que aquel diputado al que había seguido junto con su objetivo, lo observaba fijamente. El temor de que lo reconociera lo embargó, si aquel idiota se daba cuenta que los había seguido hasta allí, podía olvidarse de cumplir su misión, que lo mataran sería lo de menos. Respirando hondo, Pepe se acercó al diputado y al señor Sáenz, enseñándoles los dibujos que había hecho de ambos. El talento de los bocetos pareció tranquilizar a aquellos señores; pero Pepe observó nervioso el reloj del jefe de partido, eran ya las 14:20, no podía esperar más.


Pepe en silencio recordó el final de aquel salmo de dolor y de venganza: “et reddet illis iniquitatem ipsorum et in malitia eorum disperdet eos, disperdet illos Dominus Deus noster.” reuniendo así la fuerza para librar al mundo del mal que encarnaba el general que pretendía ser presidente de nuevo. Lentamente se acercó al enemigo con la intención de enseñarle el dibujo que había hecho de él. Cegado por el poder, la música, y la comida de “La Bombilla”, el diablo no reparó en el odio de la mirada del dibujante y únicamente rio como idiota ante la caricatura que le mostraba su asesino. Pepe aceptó con gusto la cercanía de su propia muerte y colocó el dedo en el gatillo. La banda, ajena a todo esto, tocaba “El limoncito.”


Ese martes era 17 de julio de 1928, el día en que él, José de León Toral, vengaría a los buenos cristeros y a la vez se ganaría el cielo, el día en que asesinaría al general Álvaro Obregón.


Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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2 comentarios


¡Muchas felicidades! Que cumplas muchos años más en los que nos regales viajes a momentos y lugares desconocidos. Siempre me ha encantado este relato ☺️.

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raul221063
22 dic 2023

Impecable cuento. Refleja a la perfección el sentir del mártir. Sólo habría agradecido la traducción de las partes en latín.

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