Fuego en la plaza de Nom Pen
- raulgr98
- 4 oct 2024
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Nom Pen, 1975
Mis compatriotas están apilando madera en la plaza de Nom Pen. Como una maquinaria bien aceitada, tras años de guerrilla en la selva y el monte, la disciplina entre los victoriosos es total, cada quien cumpliendo su tarea. Algunos tenían que vaciar los hospitales, otros bajar las banderas, algunos más buscar disidentes. Por instrucciones firmadas por Pol Pot en persona, la capital, como todas las otras ciudades de nuestra gran nación, debía ser evacuada por completo.
Las órdenes eran claras, la reconstrucción sólo sería posible si todos hacíamos nuestra parte, traer gloria a Camboya. El sacrificio era necesario. Así se lo intentaba hacer saber a la familia de tres de aquel apartamento, que me miraban suplicantes, aferrándose a sus libros, su ropa, su hogar.
"¿Por qué, Yothea*?" me preguntaba el padre de familia, sus ojos agrandados por los cristales de unos enormes anteojos de fondo de botella. "¿Qué hemos hecho nosotros contra los jemeres rojos?"
¿Me preguntas por qué? Estoy tentado de increparle. ¿Por qué es tan difícil para esta gente entender que todos debemos trabajar de la mano hacia el futuro? Jemer rojo me llaman con disgusto y desconfianza, creyendo quizá que me insultan pero ese nombre no significa para mí nada más que orgullo, pues combatí al lado de aquellos que estos felices citadinos consideran salvajes de arco y flecha. Mis manos son roja una y negra la otra, pues están tatuadas en ellas la bandera de la resistencia, de la libertad.
¿O es que acaso creen que antes estábamos mejor? No lo saben, no pueden saberlo. No lo han vivido. No saben lo que es crecer en una choza sin techo o piso, hijo de granjeros que tienen que quitar el pan de sus propias bocas para evitar que el hambre se lleve al último hijo que les queda. No saben lo que es que el príncipe triplique las cuotas al cultivo de arroz, sin importarle por un segundo que eso signifique que no nos quede excedente para venderlo, o siquiera para comerlo. No saben lo que es depender de la compasión de soldados vietnamitas, recién llegados de la frontera, para tomar el primer sorbo de agua en tres días, mientras nuestro señor gasta dinero en fiestas cada noche, en banquetes y festines, ciego y sordo al sufrimiento de su pueblo.
Y esos vietnamitas a los que el príncipe y sus amigos extranjeros tanto odian vienen con historias de un mundo mejor, en el que elegimos a quienes nos gobiernan, en el que el fruto de nuestro trabajo sea para nosotros. Algunos me llamarán criminal por haberme enlistado entre los revolucionarios, pero sean honestos ¿podrían culparme? ¿Qué alternativa te queda cuando una semana después de enterrar a tu madre, tras su agonía por la malaria que no puedes curar pues no tienes dinero, ves a tu padre arder en el bombardeo cruel, indiscriminado de los malditos americanos, que prenden fuego a cien civiles por cada comunista que logran aniquilar.
Aunque se me ha instruido que no debo sonreír, ni mostrar debilidad, casi me compadezco de aquella familia, ignorante del verdadero dolor. Eso es hasta que el padre me toca el brazo, y reparo en detalles que nunca antes había visto: su mano es suave y sin callos, pues el hombre no ha trabajado un día en su vida, más que detrás de un escritorio, y aún así lo tiene todo. Lo tiene todo, pues el vestido de su mujer parece casi nuevo, con letras occidentales bordadas cerca del escote y el hijo es gordo, que seguramente nunca ha dormido con el estómago vacío. ¡No! ¿Por qué habría de tener compasión de esta gente? ¿Acaso ellos se apiadaron de los muertos y los infortunados? ¿Cuando ellos alzaron la voz por los indefensos con menos suerte?
Quitándomelo de encima, llamo refuerzos, mientras repito la patriótica proclama:
"Nuestra gran nación ha sufrido mucho por la guerra y el fuego. En la nueva y gloriosa Camboya no ha lugar para la ciudad, centro de la depravación occidental. Hasta que lleguemos al brillante futuro, todos deberán ir a los sembradíos, restaurar con sus manos los campos que nos dan vida como un solo pueblo".
Mis compatriotas llegan y dos escoltan a la familia fuera del apartamento, no les dejan cargar con nada más que lo que traen puestos. El resto va de habitación en habitación, colocando en cajas todos los libros que pueden encontrar. Ninguno se detiene a observarlos, ni siquiera los que aprendieron a leer alguna vez, pues sabemos la verdad. Esos libros están viciados de corrupción, y no dicen más que mentiras para manipular y esclavizar al hombre trabajador. Por la ventana veo más y más cajas salir de los otros edificios, y a soldados que arrojan los infames libros a la pila de madera que han juntado en la plaza de Nom Pen.
La evacuación tarda dos horas más, y de repente me encuentro solo en aquel apartamento, y la ciudad está en silencio por primera vez. No vacía, pues puedo ver como miles de personas se arremolinan en la plaza de Nom Pen. Nuestro capitán toma un megáfono, y da las últimas instrucciones.
"Pronto serán trasladados a los trenes que los llevarán a su nuevo hogar. Por el camino, algunos de mis camaradas quizá separen a unos cuantos en los puntos de control, pero no deben temer. Son interrogatorios de rutina para asegurar su lealtad a Camboya. Sólo algunos de ustedes deberán responder unas cuantas preguntas adicionales, para lo que les pido, si cumplen con esta característica, levanten la mano y serán escoltados a la bodega a su izquierda.
"Todos aquellos que trabajaron en el gobierno ilegítimo del príncipe, por bajo que sea el nivel, levanten la mano por favor".
"Todos aquellos que son dueños de empresas y fábricas, la nueva forma de opresión, levanten la mano por favor".
"Todos aquellos que laboraron en los centros de adoctrinamiento capitalista, mal llamados escuelas y universidades, levanten la mano por favor".
"Todos aquellos que cobraban sueldos en un hospital, mientras las plagas se llevaban a los marginados, levanten la mano por favor".
"Todos aquellos ingenieros y arquitectos que levantaban estos monumentos a a vanidad mientras el campo sufría entre el fango y la hierba, levanten la mano por favor".
"Todos aquellos que usen anteojos gruesos, signo inequívoco de la enfermedad que es la intelectualidad cómplice del viejo régimen, levanten la mano por favor".
Desde donde estoy no alcanzo a escuchar los murmullos, sólo percibo los miles de pasos escoltados a la bodega y, de repente, el crepitar de un fuego recién encendido. El humo se extiende durante las horas que tarda la plaza en vaciarse de aquellos que no han sido señalados y sólo entonces, en el silencio, surge un nuevo ruido, que me ha acompañado todos los días desde la revolución, No lo entiendo, ¿por qué oigo disparos en una misión de reubicación?
Cuando los gritos terminan, veo salir de la bodega a mis compatriotas cargando cuerpos inertes. La mayoría son irreconocibles, pero hay uno que reconocería al instante, pues de su rostro destrozado aún penden esos enormes anteojos de cuello de botella. Incapaz de procesar lo que acaba de pasar caigo al suelo y miro primero los anaqueles vacíos, después las fotos de la familia, y después mi propio cuerpo.
Roja y negra siguen siendo mis manos, pero ahora sólo veo en ellas sangre y ceniza. A mi nariz llega un olor que no llegaba a mí desde los bombardeos, pero que nunca olvidaré. Ya no puedo contenerlo, y con una arcada vierto mis arcadas sobre el suelo de un apartamento arrancado a sus habitantes, en un edificio cualquiera, en una ciudad que pronto quedará vacía. Hay un fuego en la plaza de Nom Pen, y el humo hiede a libros quemados, y a carne quemada. Pronto, ya no sabré cual es cual.
*Soldado.
¡Bienvenidos pasajeros! El genocidio camboyano es uno de los más atroces del siglo XX, con al menos una quinta parte de la población siendo asesinada, con un mínimo de un millón de ejecuciones más los muertos en prisión o en trabajos forzados. Aún así, lo que acaban de leer no es muy diferente de lo que se vivió, hoy y ayer, en Rusia, en Palestina, en Colombia, en el Congo. Las peores historias de miedo, son aquellas que habitan en nuestra realidad.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
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