Furia ciega
- raulgr98
- 13 jul 2023
- 4 Min. de lectura
¡Bienvenidos pasajeros! En esta ocasión continuamos la historia de Heracles, empezando la segunda mitad de los trabajos.
Furia ciega
Creta, un mes después
Desde su trono, el rey Minos observaba la arena en el centro de palacio. Completamente solo, salvo por el viejo inventor que comenzaba ya a diseñar un laberinto, aguardaba que los dioses decidieran el destino de los combatientes. De un lado, un héroe vestido tan solo con una piel de león. No lo conocía y su vida carecía por tanto de valor alguno, si perdía no lo sentiría, pero podría congraciarse con el rey de Micenas, quien había enviado al desconocido. Del otro, una bestia se alzaba imponente: de un pelaje blanco perfecto, un cuerpo fornido más grande que el de un elefante y cuernos tan largos como el brazo de un hombre. En otra vida, Minos había amado a aquel animal, un regalo del dios del mar; pero caro había pagado aquel afecto, pues Poseidón había decidido vengarse de él por negarse a sacrificarlo. Ahora, lo único que sentía por aquel imponente ser era vergüenza y desprecio, pues el maldito toro había engendrado una criatura con su enloquecida esposa, y ahora el rey de Creta tenía a un monstruo por hijastro, algo tan repulsivo que había debido traer de lejos a Dédalo para construir la prisión que el anciano dibujaba a sus espaldas.
Sí, quizá no fuera tan malo que el héroe triunfara, si tan solo fuera para vengarse de la causa de su vergüenza. Terminara como terminara, al menos la plebe se entretendría con un buen espectáculo. De un lado, el gran toro de Creta exhalaba humo de sus fosas nasales, mientras sus ojos rojos ardían de furia. Pero por el otro el héroe temblaba, con los ojos cerrados. Quizá la función no duraría tanto como Euristeo había prometido.
En efecto, el héroe temblaba, pero lo que supuraba en su interior no era miedo, sino odio en estado puro. Heracles odiaba el mar, y no podía creer que se había embarcado en un asqueroso navío sólo para cumplir una más de las tareas de su primo. Tres veces ya se había refugiado en una tinaja de bronce, y aun así, se ufanaba de ser más hombre que él, exigiéndolo castigos imposibles, denigrantes. Y aún así estaba condenado a hacerlos, quizá hasta la eternidad.
Entonces fue que los vio, en la oscuridad de su mente, a todos los que había perdido, mirándolo sangrantes, agonizantes, suplicantes: Anfitrión, Ificles, Folo, Quirón. Los asesinos de todos estaban siempre atrás de ellos, riéndose del semidiós como en su momento se había reído el viejo maestro de Lira. Y como mató a aquel miserable, Heracles cargaba con un rugido y se abalanzaba sobre las sombras. Sentía bajo sus puños la presión de los huesos al chocar contra algo duro, pero nunca quedaba un cadáver del cual burlarse, así que se limitaba a girar y enfrentar otro fantasma.
Fue entonces que vio a los que más extrañaba: Megara y los niños, con el miedo aun reflejado en sus rostros muertos. Y sobre cada cadáver, una figura se alzaba. El primero se descubrió el rostro, era Euristeo, con un gesto burlón.
"Los establos los limpió el agua no tú" decía "así que este trabajo tampoco cuenta. Te siguen faltando seis".
—¡Cállate! —rugió, y le pegó al miserable rey hasta que sintió un hueso romperse, y la cara de su primo quedó hecho papilla.
La segunda figura se reveló entonces, era una mujer hermosa pero fría. Heracles estaba casi seguro que nunca antes la había visto, pero el odio en su mirada le era familiar. No la conocía, pero en su corazón sabía que aquella dama era responsable de muchos de sus dolores. Esquivando el aire por puro instinto, saltó y le cayó encima, desterrándola de un bofetón. La última culpable había sido castigada.
O al menos eso creía, pues entonces la tercera aparición se quitó la capucha, y Heracles vio que el desconocido que le devolvía la mirada era su mismo rostro. Lo entendió por fin. Quizá no había sido su mente la que había matado a su familia, pero sí su arrogancia, su ira, su ambición de gloria, era la que había provocado todo.
Entonces perdió el control.
Cargando contra su reflejo, le gritó todas las maldiciones que se le ocurrieron, y con cada palabra un puñetazo descendía sobre su contrincante.
—¡Tú....tienes....la.....culpa....de....todo! ¡Te...odio! ¡Muérete!
Entonces, Heracles se sobresaltó al no escuchar ruido a su alrededor, y el silencio lo volvió a la realidad. Recordó entonces dónde estaba y a que había ido, pero no entendía porque la arena se había callado. Entonces detectó unos gritos ahogados, después aún más silencio, y finalmente, estallidos y aplausos. Toda Creta vitoreaba, y fue entonces que finalmente abrió los ojos.
El gran toro de Creta, la bestia más imponente de Minos, se arrodillaba a sus pies con docilidad. Su blanco pelaje seguía impecable, y los cuernos intactos, pero el monstruo se había convertido en un ser sumiso: en su furia, sin verlo siquiera, Heracles lo había domesticado a golpes.
Antes de ponérselo sobre los hombros, pidió un permiso especial al rey para llevárselo vivo, a la cual este accedió bajo condición que nunca lo trajera de regreso. Silbando de camino a los muelles, el semidiós sonreía al imaginar el susto que Euristeo se pegaría cuando viera al animal vivo. Tal vez esas tareas eran un castigo, pero nada le impedía divertirse con ellas de vez en cuando.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
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