Heroínas de guerra
- raulgr98
- 28 nov 2024
- 4 Min. de lectura
Nueva York, enero de 1940
Siete mujeres se reunieron en una de las tiendas de Rockefeller Center. Cuarenta y uno tenía la más joven, sesenta y nueve la mayor, que las había convocado ahí. Viudas, casadas y solteras, de ambos lados del Atlántico, lo único que tenían en común era que el teatro había sido el amor de sus vidas, al que le habían entregado todo. Tres actrices, una directora, una escritora, una bailarina, una productora...
Aquella mañana de frío invierno, ninguna quería estar ahí, pero sabían que era inevitable, y que no podían seguir ignorando la realidad. Las heridas de veintiséis años atrás aún no terminaban de cerrar, y de nuevo vivían presas del miedo. Para muchas, los muertos de la Gran Guerra aún seguían frescos, pero de nuevo los países, dirigidos por hombres necios y ambiciosos, marchaban a la devastación. Cierto era que Estados Unidos aún no entraba a la guerra, pero todas sabían en sus entrañas que era solo cuestión de tiempo para que el retorcido Tío Sam enlistara a sus maridos, a sus hermanos, a sus hijos.
Lo peor de una nueva guerra para ellas no era el temor a la muerte, sino la agónica espera; condenadas a quedar en casa temiendo que un uniformado llegara a tocar su puerta, con la temible carta y una bandera enrollada; pero no había nada que hacer. Eran muy pocas las mujeres que prestaban el servicio, y aunque les permitieran ir a pelear, con su edad, ninguna de ellas hubiera sido aceptada.
Y aún así, algo debían hacer. Así fue como lo expuso Rachel, la más veterana de entre ellas, quien llevaba meses en negociaciones secretas.
"No nos dejarán formar parte de este gobierno, pues oficialmente no está en guerra; pero la Sociedad Británica de Apoyo nos aceptará, si estamos dispuestas".
La decisión fue unánime, y así, aquella mañana nevada, nació la División de Teatro Americano, de la Sociedad Británica de Apoyo. Rachel Crothers fue su primera presidente, Louise Helms Beck la vicepresidente, Antoinette Perry la secretaria. Josephine Hull, Gertrude Lawrence, Theresa Helburn, Vera Allen, todas ellas decidieron ese día unirse a la guerra, recurriendo a sus menospreciadas habilidades.
El programa de actividades que aprobaron las siete mujeres era extenuante, pero necesario. Junto con decenas de voluntarias, recaudaron todo el dinero que pudieron en cientos de ciudades, y con sus propias manos tejieron toda la ropa que pudieron para enviarla a Europa. Con los donativos, levantaron albergues para darle techo y comida a los miles de refugiados que llegaban a la ciudad cada día. En un mes, mil abrigos fueron confeccionados, mil ochocientos kilos de café comprados, buques enteros se llenaron de suplementos médicos.
Y la trágica profecía se cumplió, pues el país entró a la guerra, y mientras despedían a sus familias, en las mujeres de la División de Teatro no hubo angustia sino una voluntad redoblada de hacer todo lo que se pudiera. Dos años después de fundado el movimiento, en una reunión, fue Antoinette quien dijo:
"Dinero, armas, ropa, medicina. Eso y más hemos logrado, pero los soldados siguen siendo humanos, y la guerra quiebra el espíritu antes que el cuerpo. Somos mujeres de teatro, y en esta crisis, somos más necesarias que nunca".
Hubo dudas y temores, pues ante tanta tragedia ¿quien tiene humor para una obra de teatro? Se compró un club abandonado en la calle 44, y puesto que no había el dinero suficiente, aquellos que se sumaron no recibieron ningún salario. Aún así, doscientas mujeres y setenta y cinco hombres respondieron al llamado. Bajo la supervisión de las siete mujeres que fundaron todo el proyecto, "Cantina Escenario" abrió sus puertas a más de mil soldados desesperados de encontrar un alivio antes de embarcar.
De Nueva York se mudaron a Filadelfia, a DC, a Hollywood, Chicago y San Francisco; después a Londres y a París, abriendo cada vez más teatros improvisados para soldados y refugiados. Por sugerencia de Antoinette, un esfuerzo sobrehumano se hizo, a veces violando la ley, para cantar y bailar en el frente de guerra. Muchos de los soldados que vieron esos espectáculos nunca volvieron a casa, pero en cartas inmortalizaron el recuerdo de aquellas puestas en escena como su última noche feliz.
Pero la noche de estreno de la primera de aquellas funciones, orgullo y felicidad no fue lo único que sintió Antoinette Perry. En el intermedio, entre las risas y los aplausos, un sudor frío bajó por su espalda, y el brazo izquierdo le quedó adormecido. No le dijo a nadie, pues quedaba mucho trabajo por delante. Ni siquiera fue al médico, pues estaba lista para cuando Dios decidiera llamarla a su lado. Antoinette Perry, Tony para sus amigas, continuó viendo la función, satisfecha con la revelación, en el espíritu aliviado del público, de que no se necesitan armas para pelear una guerra.
¡Bienvenidos pasajeros! Antoinette Perry vivió para ver el final de la guerra, pero no mucho más, pues fue la primera de aquellas siete mujeres en fallecer, en junio de 1946, de problemas cardiacos. Sus compañeras, cuya fundación aún hoy financia teatro por todo el mundo, no tardaron en honrarla, pues al año siguiente de su muerte se realizó la primera entrega de un premio diseñado para reconocer la excelencia en el teatro de Broadway, al que Perry dedicó su vida, un premio que por casi ochenta años ha llevado el nombre de la mujer que ganó una guerra con una canción.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
Que interesante el origen de los Tonys. Nunca lo imaginé.