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il Prete Rosso

Venecia, 1723


El alba aun no llegas, pero ya hay un hombre caminando junto a los canales, la pálida luz de las estrellas reflejándose en el agua estancada. Camina con la cabeza baja, meditando sobre sus fracasos.


Por que se trata de un fracasado. Cuando a los otros niños de su tiempo los bautizaban a los tres días, a él fue la mañana misma que vino al mundo, tan pocas posibilidades de sobrevivir le veían. Su padre era un humilde barbero, que los había sacado de la pobreza al enseñarse música a sí mismo, pero de sus seis hojas, sólo uno era tartamudo, sólo uno no podía cantar.


Podía tocar, sin embargo, y escribir también. Los amigos de su padre decían que era un prodigio, y celebraron cuando a los trece compuso una liturgia. ¿Y de que le había servido? Nada más que un compositor mediocre, uno más de las decenas que buscaban patronazgo a lo largo y ancho de Italia. Todos decían que era un milagro que hubiera vivido tanto tiempo, pero ¿para qué se había salvado?


Su madre creía que para entregarse a Dios, así que lo inscribió en el seminario al día siguiente que cumplió quince. Diez años de confinamiento, de estudio, desperdiciados. Se sabía todos los salmos, leía latín con fluidez, era el alumno modelo; pero cuando se ordenó y le asignaron su primera misa, se atragantó en la primera lectura, y para el evangelio el pecho le dolía tanto que ni la primera fila lo entendió. El monaguillo dio el sermón por él y la Iglesia lo regresó a casa.


Habían pasado veinte años de eso, y aunque técnicamente seguía siendo un sacerdote, ¿debía portar la sotana pese a no haber completado ni una liturgia? El sol ya se asomaba, y el hombre solitario miró su reflejo en el agua: encorvado y encogido, la seriedad de su faz hacia juego con los negros ropajes, y lo único que desentonaba era su cabello rojo, que había distinguido a su familia por generaciones. "Il prete rosso" murmuró con una triste sonrisa. El padre rojo le decían, y aunque para muchos era un apodo afectuoso, ¿no es acaso la mejor seña del fracaso de un hombre que lo más conocido de ti sea un rasgo del que no tienes ningún control?


Viendo las aguas del canal, por un instante consideró arrojar las composiciones que cargaba consigo, que los cientos de óperas y composiciones se perdieran disueltas en el agua. Y por dos instantes más, consideró arrojarse él mismo, y permitir que el mundo se librara de él. Compositores sobraban, violinistas más, y nadie necesita a un padre mudo.


"Anna te necesita" creyó oír susurrar a una voz.


El padre se detuvo en seco. Anna Giró, una encantadora muchacha que había conocido en Mantua, su prima donna. Había llegado a esa casa como tutor de violín de su hermana mayor, pero bajo ese techo Anna fue la que demostró un talento sin igual. La niña quería ser cantante, pero no había óperas para su tipo de voz, así que él se las había compuesto, y la había tutorado los últimos años. Giró llegaría lejos, pero solo si se mantenía a su lado como tutor. Caminando al borde del canal, negó. No era suficiente. Además, a Anna le iría mejor sin él; su carrera ya empezaba a despegar, y el padre le estorbaría: la quería como a una hija nada más, pero conocía a la gente, las habladurías de un romance prohibido no tardarían en comenzar.


"Entonces hazlo por los niños" dijo el viento.


"Por los niños", contestó y apremió el paso. Una hora después, se encontraba a las puertas del Hospital Devoto de la Piedad, uno de los mejores orfanatos de la ciudad. Su permanencia ahí había sido complicada por decir lo menos, sus métodos eran tan revolucionarios que año con año la junta votaba si despedirlo o renovar su contrato. Aun así, en aquel lugar era el único donde había sido feliz. La Historia no recordaría a un humilde maestro de música, pero los huérfanos cuyos ojos brillaban durante las lecciones lo guardarían en su corazón por la eternidad. Y ese, pese a su melancolía, era un legado digno.


El sacerdote no recuerda quien le abrió la puerta, ni los gestos groseros de los administradores. Cuando reacciona está en el piso del salón de clases, con cincuenta niños sobre él, abrazándolo, riendo juntos. Hasta reír le duele, pero extrañaba a sus pupilos y se suma al juego. Después de recuperar el aliento, mediante una combinación de señas y susurros, que Paola traduce al grupo, responde sus preguntas.


"¿Le gustó Mantua?"


"Fueron tres años productivos. Es una ciudad hermosa. Compuse mucho, y creo que algunas se van a publicar en Amsterdam, pero nada relevante..."


"¿A dónde más fue?" "¿Nos extrañó?"


"Como no tienen una idea. Unos días en Milán, otros en Roma. pero mi corazón deseaba regresar a casa".


"¿Es cierto que tocó para el papa?"


"No es tan importante como parece. Muchos tocan para Su Santidad, en unas semanas se olvidará de mi nombre..."


"¿Se quedará con nosotros?"


"Eso no lo sé, pero paseando por los campos de Mantua pensé en ustedes, y les traje una sorpresa, sólo para ustedes".


Y de entre su equipaje sacó cuatro composiciones humildes, secretas. No pensaba publicarlas, pues realmente creía que no eran la gran cosa, pero a sus niños les encantaba oír historias con música, y el sacerdote les había traído cuatro cuentos: cada uno describiendo el estado de ánimo de una estación.


Colocó la primera, "Primavera" en el atril y llamó a los niños y niñas del coro para que leyeran las palabras a ritmo. Con calma, de su viejo escritorio sacó el violín que le había esperado durante tres años y se lo puso al hombro. Sonriendo por primera vez en mucho tiempo, Antonio Vivaldi comenzó a tocar.

¡Bienvenidos pasajeros! Antonio Vivaldi, el padre rojo, el sacerdote mudo, fue un músico adelantado a su tiempo. Aunque después de su regreso a Venecia tuvo una época de mucho éxito en las cortes europeas, terminó muriendo solo y en la miseria, su trabajo olvidado por siglos hasta ser redescubierto el siglo XX; que lo encumbró como uno de los compositores maestros del barroco. Y de todas sus composiciones, la más famosa es Las cuatro estaciones, la que le escribió a sus huérfanos, y de la que nunca esperó mucho.


Los historiadores se debaten el origen de sus dolencias, la mayoría creen que se trataba de un asma severa, en ese entonces sin tratamiento. Vivaldi cargó toda su vida con ese malestar, al que le atribuía sus fracasos. Para los lectores presentes, su vida, aunque trágica, nos ofrece una lección: hay ocasiones en los que estamos tan obsesionados con sobresalir, con dejar un legado, que perdemos la perspectiva del presente y nos dejamos dominar por nuestras ansiedades y temores. Si enfocamos nuestras dichas a los placeres sencillos, a hacer felices a los demás, no sólo tendremos vidas más plenas, sino que quizá seamos capaces de crear sin saberlo algo con lo cual ser recordados.




Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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