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Juego de niños

Berlín, febrero de 1885


El gran salón parece limpio a primera vista, pero las telarañas se esconden en los rincones, temblando ante el estruendo del conflicto en el centro. Cuando se invitaron a aquel lugar a jugar, algunos llevaron adultos, pero estos ya habían salido, pues creían que los ocho niños podían arreglarse solos.


La casa era de A, uno de los más jóvenes, quien estaba desesperado por ser tomado en serio por los niños grandes; sin embargo, la cita de juegos la había organizado B, quien quería quedarse el carrito más grande. El resto del grupo lo integraban el pequeño I, el chico nuevo; E y P refunfuñaban en un rincón, celosos de los otros niños, pues otrora habían sido los líderes del grupo pero eran ignorados desde que F y R habían dado el estirón: criaturas corpulentas y codiciosas, el inseparable par de bravucones tomaba ahora todas las decisiones. El grupo lo cerraba el foráneo, O, un moreno callado al que nadie quería realmente, pero aguantaban porque sus padres se conocían del colegio.


El asunto del día: varios años atrás O había encontrado unos maravillosos carritos brillantes de madera, y poco después E y P se habían topado con otros igual de especiales. Como siempre, F y R habían querido jugar con ellos, pero simplemente eran demasiado pocos. O eso creían hasta que B había hallado un saco entero de ellos, que ahora se extendía abierto en el piso frente a ellos, decenas y decenas de carritos relucían en la alfombra, sin dueño hasta aquel día, listos para ser compartidos por el grupo.


O al menos eso era lo que A creía, por eso había ofrecido su casa para reunirse. Si todos los amigos eran iguales, ricos y de buena familia ¿por que no deberían ponerse de acuerdo juntos y tener el mismo número de juguetes? Debió haber sospechado que algo iba mal cuando O, E y P pusieron los que ya tenían con el resto, pero sabía que no habían tenido opción: la idea de juntar lo viejo y lo nuevo había sido de F, y R la había secundado. Cuando aquellos dos se ponían de acuerdo en algo no había quien los contrariara.


B había llevado gruesas brochas y botes de pintura, insistió en que cada uno debía escoger un color y ahí mismo escoger sus carritos y pintarlos, para que nadie más pudiera quedárselo nunca. "Un plan muy civilizado" había rematado y todos habían estado de acuerdo.


Pero lo que no fue civilizado fue la discusión que siguió: aunque a B le habían dejado pintar el carro más grande, pues era el único que había pedido, sin mayor problema; repartir el resto rápidamente había acabado en un concurso de improperios y jaloneos. Cuando A pisó accidentalmente a F, él y su fiel compañero lo tiraron al piso de un empujón y tomaron todas las brochas, diciendo que ahora ellos serían los que pintarían los carritos para que "todos tuvieran los que merecieran".


Con P se conformaron en regresarle los que había llevado a la reunión, ni más, ni menos; pero era mejor que la suerte de E, a quien F le había quitado uno por "haberlo mirado feo la semana anterior". Al pequeño I le arrojaron cinco (aunque tres de ellos eran muy pequeños) y cuando A recibió los suyos descubrió que eran cuatro. Primero se puso contento, pues tres de ellos eran muy bonitos, y sonriendo se quedó esperando la siguiente ronda de repartición.


Pero no hubo tal, porque cuando se asomó al tapete descubrió que F y R habían pintado de rojo y azul todo lo demás. Furioso de haber sido timado en su propia casa, cerró los puños, tentado de golpear a aquellos abusadores, pero un grito y un lloriqueo lo distrajeron de su impulso, pues fue ahí cuando descubrieron que no estaban solos, pues un noveno niño se había colado en la sala.


Nadie lo conocía por nombre, pero lo habían visto pasear sin rumbo por las calles, y nadie se había tomado la molestia de saludarlo siquiera. Escondido entre las sombras, sin haber participado en el reparto, había esperado una oportunidad y le había arrebatado a I, el más pequeño de los amigos, su carro más grande y bonito, además de otro aprovechando la confusión. A intentó ayudarlo a atrapar al intruso anónimo, pero en su frenesí acabaron tropezando uno con otro para deleite de los niños mayores, que se carcajeaban ante tal humillación sin mover un dedo para ayudarlos.


Sin despedirse, F y R tomaron su enorme tesoro y se fueron silbando; E y P habían salido desde antes, sin que nadie se diera cuenta. Aun en el tapete, B destrozaba su posesión, dejando astillas por todo el piso, pues lo único que le interesaba era coleccionar las llantas, dejando los restos desperdigados. A e I se levantaron y sintieron como O les tocaba el hombro, hasta entonces se percataron que él no había recibido nada, y ni siquiera le habían regresado los que había llevado. El foráneo nunca les había caído bien, pero se habían hartado de los abusadores y juntos los tres empezaron a urdir un plan para vengarse y de paso ganar más juguetes.


Solo hasta entonces regresaron los adultos y vieron el desastre, pero no le concedieron importancia. No era la primera vez que los amigos peleaban, y ninguno se había lastimado de verdad. Además, sólo eran niños, sus pequeñas peleas siempre se resuelven con una sonrisa, porque los infantes no guardan rencor y tarde o temprano maduran.


Salvo por el hecho que no eran niños, sino grandes naciones, y el montón de juguetes que deseaban poseer era un continente entero y las almas que en él habitaban. ¿Y la criatura anónima? Aunque apenas había podido recuperar dos piezas, era el dueño original de todo, al que el grupo había robado durante años sin siquiera notar su presencia; pero no por eso era menos real.


Su nombre era África.

¡Bienvenidos pasajeros! El relato de esta ocasión es una interpretación de la Conferencia de Berlín, en la que Alemania, Italia, Francia, Reino unido, España, Portugal, Bélgica y el imperio Otomano tomaron un mapa y arbitrariamente se repartieron el continente africano. Aunque españoles, otomanos y portugueses ya tenían algunos dominios en las costas, esto apenas representaba el 10% del continente.


Para cuando terminó la conferencia, los otomanos habían perdido sus posesiones y todo el continente (salvo Etiopía y Liberia, que resistieron la ocupación italiana) estaba bajo dominio europeo. El reparto, sin embargo, favoreció de manera desproporcionada a dos naciones, y esto desencadenó una serie de alianzas y reclamos que eventualmente llevaron a la Primera Guerra Mundial.


Decidí usar niños en este relato, no porque crea que la colonización fuera un proceso inocente, sino porque los colonizadores desdeñaron a los habitantes originales, su historia y los derechos humanos de la población, y con ese desdén e inmadurez, caprichosa y codiciosamente se repartieron la vida de personas como si de un juego se tratara, y probablemente como algo así lo veían, el juego más importante, destinados a hacerlos ricos y poderosos sin importar quienes perdían con sus decisiones.





Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío


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