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La casa del gobernador

Santo Domingo, 1499


Cinco cadáveres colgaban de la casa del gobernador. El viento hacía que sus miembros podridos reventarán contra la piedra blanca, y el olor a muerte llegara hasta el puerto, pero la autoridad se negaba a darles sepultura. Eran una advertencia para los demás.


La mujer tenía que pasar bajo su sombra todas las mañanas, para ir a vender el pescado que su marido atrapaba al mercado. Hacía mucho que sus facciones se habían perdido, pero rastros de barba permanecían, y ella recordaba la tez blanca con la que los habían colgado, antes de ser quemados por el sol. Eran hombres del almirante, venidos de allende el mar.


En el pueblo decían que habían intentado un motín, furiosos por las promesas incumplidas de su líder, quien les juró que en la isla encontrarían oro y plata por montones. Los rumores decían que habían sufrido mucho antes de morir, pero ella no los compadecía en absoluto, eran los mismos extranjeros que habían disparado contra ellos seis meses atrás.


La canasta de la mujer estaba vacía, las dos semanas que su esposo había pasado en el agua no habían servido de nada. Por tres meses consecutivos, se verían obligados a mendigar para sobrevivir, pero ese día era aún peor: era noche de pago de tributo, y no tenían ni una moneda para los extranjeros que amaban oírlas cantar.


Apenas podía recordar los días anteriores a que llegaran, siete años atrás. Si quedaba uno de cada tres de quienes habían amanecido aquel día, serían muchos. A su padre se lo había llevado una peste extraña menos de un año después que los barcos llegaran, a su madre la habían llevado a rastras a la casa del gobernador, y murió pariendo al hijo de su violador. A dos de sus hermanos se los habían llevado al otro lado del mar encadenados, y el tercero…


Ese día se cumplían seis meses de la muerte de su pequeño, al que el hambre a la que estaban sometidos se había llevado antes de que aprendiera a caminar. Su esposo actuó con resignación, pero su hermano siempre había sido un imprudente. En la noche de tributo, se reunió con sesenta descontentos y le prendieron fuego a la tienda del cobrador. El gobernador pudo renunciar a un par de monedas, dejarles conservar un poco más de comida, pero prefirió enviar a los soldados. Con sus escupe fuego, la “gloriosa batalla” duró menos de diez minutos, y sesenta cuerpos fueron llevados a la casa del gobernador con el alba. Dicen que algunos seguían vivos, pero no importaba. Todos sabían que si entrabas a aquella casa, nunca saldrías en una pieza.


Antes de que el sol se pusiera, los soldados habían juntado a hombres, mujeres y niños para presenciar un desfile, iban a soltar a los prisioneros. En efecto, las puertas de la casa se abrieron, y cien hombres salieron cargando a sus padres, hermanos e hijos: uno llevaba un par de piernas, otro un brazo, otro más se tropezaba con cuatro cabezas…los obligaron a presenciar la marcha de los cuerpos desmembrados, mientras el gobernador hablaba sin parar de traición y lealtad. No ordenó arrojar los pedazos al mar hasta que el último de sus familiares vomitó sobre el adoquín.


En otro tiempo el mero recuerdo la habría hecho llorar, pero todas su lágrimas se habían secado y el corazón endurecido. Sin detenerse, siguió su marcha hacia el mercado, pero nunca llegó, pues el jaleo de la gente la empujó de nuevo a la plaza.


“¡Un ladrón!” “¡Un ladrón!” “Llevan a un ladrón a la casa del gobernador.


A la mujer aquellos grotescos espectáculos no le divertían, pero se dejó llevar por la muchedumbre, y justo antes de que las puertas del palacio se cerraran, cruzó mirada con el pobre infeliz, ensangrentado por los golpes. Era su marido.


Lo juzgaron culpable y lo condenaron antes del mediodía. Salió por su propio pie de la casa, pero no corrió mejor suerte que los demás. La última vez que la mujer vio a su esposo, cojeaba desnudo hacia un barco, dónde le pondrían grilletes para venderlo en otra tierra. Su rostro hinchado sangraba, y su cuello portaba monstruoso collar: por su crimen, le habían cortado la nariz y las orejas. “¿Cómo pudo ser tan tonto?” se lamentaba su mujer, “¿a quién se le ocurre robarle monedas a los blancos?”. Una vecina lo sacó del error, no había sido oro ni plata, era una mazorca de maíz la que había hurtado del mercado, para salvarlos de la muerte a ella y a él. La mujer no se pudo contener, y mirando hacia la casa de gobernador, pronunció una sola palabra, de las pocas que había aprendido en su lengua.


—Malnacido.


Fueron por ella esa misma noche, sacándola de su hogar en la oscuridad. Mordió, pataleó, golpeó. Sabía que eran más que ella, pero no pensaba irse sin luchar. Alguien la debió haber escuchado, pese a sólo haber susurrado. ¿Quién? Cualquiera de las docenas que no habían podido pagar el tributo, y entregaban a sus vecinos por una hogaza de pan. La arrastraron por las calles, pero ella en ningún momento dejó de gritar y retorcerse, hasta que se dio cuenta de a dónde se dirigían. Entonces las fuerzas la abandonaron, su cuerpo se paralizó y una súplica desesperada se asomó por su garganta: la llevaban a la casa del gobernador.



Era mediodía y Francisco de Bobadilla descendió del galeón que lo había traído de Castilla. El clima era hermoso, pero sólo había nubarrones en la mente del enviado. Rumores preocupantes sobre el gobernador, y sobre Bartolomé y Diego, sus hermanos, habían llegado a oídos de la reina. Si Francisco descubría que eran ciertos, tenía poderes para arrestarlos a los tres y tomar posesión de La Española. La plaza estaba llena, con españoles e indios reunidos lanzando insultos y piedras al camino. Detuvo a un soldado y le preguntó por el triste espectáculo:


—Se está castigando a una transgresora —le respondió— Por órdenes del gobernador todos deben ver la humillación, y le regalan pan al que más entusiasmo demuestre de entre estos desarrapados.


Bobadilla se abrió paso entre la multitud, tratando de conectar su mirada con la transgresora: era una mujer joven, delgada, puede que algunos la consideraran hermosa. Caminaba totalmente desnuda, con su piel cubierta por el excremento que la multitud le arrojaba. No parecía que la hubieran golpeado, pero a su cabello negro le faltaban mechones, sus muslos estaban aún enrojecidos por las violaciones, y sus pechos tambaleantes presentaban huellas de mordiscos. No lloraba, pero su mirada era igual de vacía que la de la misma muerte.


— ¿Qué es eso que le cuelga del cuello?


—Su lengua señor, el hermano del gobernador se la arrancó con unas tenazas al rojo vivo.


— Espantoso. ¿Qué delito cometió esta pobre alma para merecer semejante trato? ¿Blasfemó contra Dios nuestro señor?


— No, mi señor. Algo aún peor en estas tierras. Cuestionó el origen y buen nombre de nuestro gobernador, Don Cristóbal Colón.

¡Bienvenidos pasajeros! Yo creo que la moralidad de hombres y mujeres debe juzgarse con base en la época en la que vivieron, no bajo estándares modernos, pero hay conductas que fueron reprobables incluso en su tiempo. Tal es el caso, de Cristóbal Colón, a quien se le retiró el cargo de gobernador por acusaciones de tiranía, tortura y abuso de autoridad. Todavía hoy existen sus detractores, quienes afirman que el reporte Bobadilla está plagado de exageraciones e inexactitudes, en un intento de usurpar su cargo, pero yo no les diré a ustedes que creer. Me limité a dramatizar algunos testimonios de ese reporte que conmovió e indignó incluso a la Castilla del siglo XV. Si tan sólo un poco de eso es verdad, quizá deberíamos replantearnos a que clase de persona celebramos el día de hoy.



Hasta el próximo encuentro....


Navegante del Clío

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