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La confesión del titán

No había nada más aterrador que los alaridos de un inmortal. Que existiera algo capaz de producir tal dolor a un ser con tanto poder, incapaz de ponerle fin triunfando o muriendo, era casi inconcebible. El héroe no quería tener nada que ver con aquel asunto, pero para recuperar su propia libertad, necesitaba la información del encadenado.


Los grilletes eran de bronce puro, forjado en las fraguas del mismo Hefesto, pero el prisionero no parecía lo que uno llamaría "divino": lo que antaño fueron suntuosos ropajes ahora eran jirones manchados de sangre y barro. El hombre, poco menos que desnudo, tenía sus rizos enmarañados, empapados en sudor. Su rostro, que quizá antes pudo haber sido llamado hermoso, estaba marcado de cicatrices, y las cadenas retorcían sus extremidades hasta límites que no parecían posibles. Lo peor era el olor, y el héroe se preguntó qué clase de magia antigua debió utilizarse para que la carne de un inmortal pudiera pudrirse. Hedores insoportables emanaban de la herida del día anterior, e incluso en la oscuridad nocturna, podía alcanzar a verse como el hígado volvía a crecer con repugnantes sonidos.


—Hijo de Zeus —dijo el cautivo— apiádate de mí. Revierte la injusta condena de tu padre. Sé lo que buscas, semidiós, y te aseguro que no obtendrás de mi boca consejo alguno hasta que esa águila que devora mis entrañas cada amanecer yazca muerta a mis pies.


Negociaron por unos momentos, y los más solemnes juramentos se hicieron. El héroe mataría a un nuevo monstruo con el alba, pero al recibir la información que buscaba, reveló el embuste que había urdido.


—Di mi palabra de que abatiré a la criatura, pero no hay promesa que me obligue a desatarte, y ya tengo todo lo que requería de ti. Me pregunto cuánto tardará el Olimpo en mandarte otra tortura, hijo de Jápeto.


—Luces como mortal, pero ahora me doy cuenta que la fuerza no es lo único que heredaste de tu cruel padre. ¡Habla, ingrato, o vete! ¿Qué más quieres de mí?


—Una historia, nada más que eso. Confiesa, Prometeo, ¿por qué acabaste aquí?


—Siempre he querido a los mortales, yo mismo tallé a los primeros. Les di un regalo para que crecieran más allá de la ignorancia en la que los dioses los tenían sometidos...


—Todo saben la historia de cómo robaste el fuego...


— ¿Pero acaso sabías que ese robo fue tan sólo una recuperación? Pues el hombre ya dominaba la flor roja antes de que el Olimpo se las arrebatara.


— Entonces es cierto que hay algo más, que tu afrenta fue otra...


Y así, para liberarse, y con Heracles y el viento como únicos testigos, fue que Prometeo confesó.


Apoyé a los dioses en su lucha contra Cronos, eso lo sabes, y por eso es que me libré por un tiempo del castigo que se impuso a muchos de mi familia. No en vano soy el titán de la previsión: me percataba que los míos se habían vuelto soberbios, auto complacientes, ciegos a las verdades más evidentes. La nueva raza de inmortales me intrigaba, como ninguna otra criatura había despertado mi curiosidad. Eran más fuertes que los titanes, más bellos, más poderosos ¿serían acaso más listos también? ¿O como todos los líderes que les antecedieron, su ego les impediría ver más profundo?


Los hombres eran entonces criaturas inocentes, asustadizas, pero desde entonces yo veía su potencial. Y aunque tu padre los desprecie, salvo cuando quiera yacer con ellos, él también se daba cuenta que esos debiluchos se extenderían por todo el cosmos. Fue por eso que, para dejar en claro quién era el rey, los tomó bajo su protección, pero exigió que una parte de sus alimentos fuera entregado a los dioses como ofrenda. En lo que debió pensar que era un gran acto de magnanimidad, hasta los dejó dividir el animal en dos, para que él escogiera que parte devorarían y cual entregarían al Olimpo.


Era mi oportunidad de descubrir si esta nueva casta era digna de ser servida, y preparé un inocente juego. Cuando los hombres mataron al buey, lo asaron y lo partieron, yo me ofrecí par llevar al palacio de Zeus las dos porciones que habían preparado: la carne y los huesos. La primera la envolví en un saco hecho de la piel del estómago, correosa y maloliente. A los segundos los bañé en grasa y envolví de piel recién curtida, de la más alta calidad.


Lo único que Zeus tenía que hacer era abrir los sacos, usar su raciocinio y su mirada para evaluar las ofrendas, pero alás, los dioses, pese a su poder, son esclavos de las pasiones, y en cuanto olió la grasa, el señor de los cielos no se pudo resistir. Eligió el saco que tenía mejor aspecto, y sin saberlo escogió para que se le consagrara la parte más inservible del animal, mientras que el ser inferior se nutriría con las mejores piezas.


Ni siquiera el rey de Olimpo se atrevería a violar el juramento solemne que le hizo a la humanidad, pero el poderoso no soporta sentirse engañado. No sabía que yo lo había planeado todo, así que descargó su ira con los hombres. "Suya será la carne de las bestias" dijo "pero tendrán que comerla cruda". Y fue ahí donde les privó del fuego que siempre le debió pertenecer a mis criaturas.


No fue hasta el infame robo que el poderoso Zeus comenzó a intuir que había sido mi ingenio el que lo había puesto en ridículo, y es esa afrenta la que me tiene aquí encadenado, víctima de una tortura eterna. Pues lo único más grande que la arrogancia de un poderoso, es la ira con la que responde cuando algo le recuerda su imperfección, y que puede ser aún vencido.

¡Bienvenidos pasajeros! Esta pequeña historia es, de los mitos que giran alrededor de la figura de Prometeo, la menos conocida, pero mi favorita. Aunque su función principal es revelar el origen de los rituales de sacrificio a los dioses griegos, hay un aspecto que me parece más fascinante, y es uno de los primeros ejemplos de la expresión de "no juzgar por las apariencias" y una muestra de cómo la ingenuidad está presente incluso entre aquellos que gozan de mayor estatus.








Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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