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La conversión

Costas del mar Caribe, septiembre de 1511


Nunca lo supieron, pero la tormenta los había sorprendido a sólo unas millas de Santiago*. En un día claro, quizá habrían podido ver la salvación, mas en el caos de la tempestad, con el navío hundiéndose, las olas rugiendo y los hombres gimiendo, aquellos que no eran arrastrados al olvido de las profundidades sólo podían pensar en sostenerse de los maderos que aun flotaban. Tratando de escapar de la furia, los dieciséis apretados sobrevivientes se alejaron sin saberlo de toda colonia, y para cuando los cielos se calmaron era muy tarde, el océano era lo único que se extendía en cualquier dirección.


Gonzalo, soldado curtido en batalla y veterano de la expedición de Nuño de Balboa, no temía a la muerte; pero por momentos creía que había perdido la razón. Trece días flotando en aquel madero, sin más comida que la suela de sus propios zapatos y ninguna esperanza de encontrar el camino de regreso. Casi desnudos, todo pudor había desaparecido entre aquellos vagabundos, que por una semana habían dependido de sus propios orines para que la sed no se los llevara. Y aun así habían perdido a casi la mitad. A los primeros los habían entregado al mar, pero conservaban los dos cadáveres más frescos, pues tarde o temprano tendrían que comer. A Gonzalo la brisa del mar le había dado una fe que nunca conoció en tierra, pero el mismo mar estaba a punto de arrebatársela de nuevo. Las nubes se teñían de rosa en el crepúsculo y el soldado se levantó para maldecir al azul de arriba, al azul de abajo y a su propia suerte. Fue entonces que la vio, y pronunció una palabra que creía haber olvidado:


— ¡Tierra!


Pero alas, poco duró el alivio y la alegría. Apenas descendieron de la improvisada balsa los diez europeos que aún respiraban, sintieron decenas de ojos vigilándolos desde la vegetación. Aunque no distinguía bien sus rostros en la creciente oscuridad, no era la primera vez que Gonzalo se encontraba con un salvaje, y los podía imaginar a la perfección, sus rostros alargados, sus orejas perforadas, sus cuerpos pintados y marcados. Ninguno de los náufragos estaba armado, y aunque tuvieran algo en las manos carecían de fuerzas para empuñarlos. Aun así, dos intentaron enfrentar a los desconocidos, y en unos instantes la arena se tiñó de rojo, aunque fuera demasiado oscuro para notarlo.


Gonzalo y sus compañeros de infortunio pasaron aquella noche de luna nueva atados alrededor del fuego. A la mitad les dieron de comer pescado y semillas extrañas, así como agua de río que al soldado le supo mejor que el vino de un rey. A la otra mitad, los arrastraron hasta una gran roca entre alaridos y les abrieron el pecho con dagas negras, mientras cantaban y danzaban. “Monstruos, demonios”, murmuraban sus compañeros, el fraile Gerónimo con más fervor que el resto, y fue a él a quien Gonzalo le susurró una promesa:


—Permaneceremos juntos. Y algún día, alguien nos encontrará. Volveremos a casa.


Un sol naranja surgió por encima del mar, y Gonzalo comenzó a percatarse de nuevos detalles. Los horrores de la noche permanecían con él, pero aquellas costas no parecían en nada un infierno. La arena era casi tan blanca como la nieve; y abrazaba sus pies descalzos sin quemarlos. Respirando la sal del océano mientras el viento agitaba su barba, el soldado observó por primera vez el mar que lo había mantenido cautivo por tantos días: si en el horizonte era el azul profundo al que estaba acostumbrado por sus años de marinero, la más cercana a la playa relucía con los rayos de sol, y Gonzalo quedó sin respuesta con la claridad del color, pues el agua era del mismo tono que las piedras más preciosas que alguna vez hubiera visto.

 

Sus captores confirmaron la firmeza de las amarras, y obligaron a los cuatro españoles a caminar por varios kilómetros en la playa, hasta llegar a unos botes. Ahí, los entregaron a quienes los comandaban, y tras cambiarlos por semillas, pescado y pluma, los entregaron diciendo — ¡Zamá! ¡Zamá!**—. Gonzalo no entendía aquella lengua extraña, pero el comercio de esclavos era un símbolo universal. Rio con amargura ante la ironía, pues había escapado de la tempestad para convertirse en la misma carga que llevaban antes del naufragio.

 

Gonzalo no dijo palabra alguna durante el trayecto, pensando ya en maneras de escapar de aquellas tierras. A regañadientes admitía que la hermosura de la costa lo había tomado por sorpresa, pero no dejaba de ser región de bárbaros, lejos de cualquier atisbo de cultura. Una noche más pasaron en el mar, cerca de la costa, y en el segundo amanecer los cuatro españoles vieron el lugar donde serían vendidos, alzándose sobre unos peñones.


 —Dios mío —dijo Fray Gerónimo, incluso él avasallado— parece Sevilla.


Pero Gonzalo sabía que lo que estaba viendo era aún más hermoso: dos imponentes castillos de piedra azul, con los bordes rematados de rojo. Y aunque no alcanzaba a aún a ver más allá, podía intuir la sombra de muchas construcciones más. ¿Cómo era posible que los indios pudieran erigir eso? Quizá no eran unos salvajes después de todo…


Para cuando llegaron a la playa, Gonzalo ya no pensaba en planes de escape, ni siquiera pensaba en nada, pues aquella visión le había quitado más que las palabras. Dejando que el agua turquesa le llegara hasta la cintura, contemplaba la que estaba seguro era la ciudad más bella del mundo, y aunque una parte de él sabía que el cautiverio le esperaba, lo único que deseaba era conocer más de aquella visión junto al mar.


La promesa de Gonzalo al fraile Gerónimo de Aguilar se cumplió. Aunque uno permaneció esclavo y el otro se volvió cacique, permanecieron juntos. Y en otro amanecer anaranjado, llegaron noticias por mar, de otros europeos que querían llevarlos de vuelta a casa; pero el viejo soldado se negó, abrazando a sus hijos mestizos, pues él ya se hallaba en su hogar.


Años después, las lenguas castellanas dijeron que fueron las mujeres americanas las que hicieron a Gonzalo Guerrero dar la espalda a los suyos, tatuarse y horadarse. Otros dirían que fue la desesperanza o el miedo. Hay quienes dicen que no explicaba su vida sin pelear, y unos cuantos insinuarían influencia del maligno; pero fueron el mar turquesa y la arena blanca las que lo sedujeron. Fue la ciudad junto al mar la que transformó al castellano en maya.

 

*Actual Jamaica.

**Ciudad del amanecer, nombre original de Tulum.


¡Bienvenidos pasajeros! Tulum es por mucho mi yacimiento arqueológico favorito, y me parece uno de los lugares más bellos de México; la combinación del mar y la historia en un solo lugar es sobrecogedor para mí. Por eso, en el relato de hoy quise describirla desde los ojos de un náufrago europeo, por siempre celoso de aquellos que pudieron verla en su esplendor, antes de que el tiempo le arrebatara su color.




Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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