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La dama encerrada

Querétaro, 13 de septiembre de 1810


La puerta se cerró tras ella de un golpe, y poco después escuchó el rasgar de la llave contra el cerrojo. Miguel estaba tan furioso que le costó varios intentos concretar el encierro. Su marido no le había dicho cómo se había enterado, ni podía ella adivinar quién había sido el delator. Antes de encarcelarla en su propia habitación, Miguel sólo había hecho una pregunta, cargada de rencor.


— ¿Es mía?


¿Cómo saberlo? Miguel exigía que cumpliera con sus obligaciones militares cada tercer noche, mientras que sus encuentros con Ignacio habían sido furtivos, aislados. Su niña, una recién nacida, aún no mostraba los rasgos que podrían dilucidar el misterio. Pegada a la puerta, escuchaba a su marido desahogarse con uno de sus amigos. Ella no reconocía la otra voz, pero debía ser alguien cercano, para exponer ante él la vergüenza que se cernía sobre su casa.


—Creí que pretendía a la mayor de mis hijas, la de quince. Hubiera aprobado esa relación, pero ahora...


Las voces se apagaron, seguramente Miguel había cerrado el estudio. En la soledad de su habitación, la dama no hacía más que pensar y pensar sobre el último año. Suponía que las tertulias literarias estaban acabadas, pues fueron ahí dónde conoció a Ignacio. ¿Sentía remordimientos? Miguel había sido mejor marido que otros, pero cuando la conoció era tan sólo una huérfana, aún en el colegio ¿quien se hubiera opuesto a dejarse cortejar por el funcionario en ascenso? Y ella había cumplido, en los bailes y los banquetes, la esposa modelo, y ni una vez le había reclamado las limitaciones de ser su mujer. Viejo y gordo, doce años mayor que ella, nunca le había negado su lecho, pese a no desearlo ni cuando se desposaron, casi dos décadas atrás. A ocho embarazos había sobrevivido, Miguel tenía a sus herederos, ¿por que no podía ella encontrar la felicidad en los pequeños momentos? No es como que su marido no hubiera conocido otras mujeres. Y en cuanto a Ignacio, era más joven, guapo, gallardo, con toda una carrera por delante, y sólo cuatro meses menor que ella ¿quién podía culparla? De conversación ingeniosa y corazón sincero, ella había sanado las heridas de su viudez, infectándolo ya por ocho años, y si el sentimiento había surgido, este había sido sincero. En un mundo más justo, ese valiente criollo habría sido su marido...


Soñando con las vidas que no fueron se encontraba, cuando los puñetazos del funcionario hicieron eco en la madera.


— Tengo que hacer unas detenciones. No intentes nada, Le di la tarde a la servidumbre, y el gendarme no atenderá tus gritos.


En el silencio de la soledad, pasaron las horas, hasta que cayó la madrugada, pero la prisionera no podía dormir. No le preocupaba lo que le sucediera a ella, Miguel amaba demasiado su carrera como para repudiarla, pero si Ignacio volvía a la ciudad...


Entonces oyó los pasos en la habitación de abajo, que su marido rentaba al alcaide de la ciudad. Pérez había regresado a casa. Nunca habían sido amigos íntimos, pero era otro que acudía a las tertulias, y como una especie de juego, habían inventado un código.


Concentrando su fuerza, se levantó de la cama e impactó el tacón de su zapato contra las tablas del piso. Una vez...dos veces...tres veces. La respuesta no tardó en llegar, pues su interlocutor salió a la calle y se colocó bajo el balcón.


— ¿Está usted bien, doña? Don Miguel parece poseído, acaba de arrestar a Epigmenio y a Emeterio, ¿cree usted qué...?


Pero Josefa no tenía tiempo para escuchar las historias del alcaide. El gendarme era celoso en sus rondines y no tardaría en pasar de nuevo frente a su casa. Pensando en Ignacio, y la que quizá fuera su primera hija, le interrumpió.


— Escuche Pérez, más de una vida está en sus manos y debe partir esta misma noche. Cabalgue hasta San Miguel y dígale... Dígale al capitán Allende que nos descubrieron.


¡Bienvenidos pasajeros! Ignacio Pérez cabalgó por dos días para transmitir ese mensaje, pero con sus pensamientos absortos en detenciones, el adulterio nunca cruzó por su mente. Cuando encontró por fin al capitán de dragones, por una feliz coincidencia, el inocente jinete comunicó que lo descubierto había sido la conspiración criolla que se gestaba en las tertulias literarias. Allende moriría nueve meses después, sin conocer a su presunta hija ni que su ilícito había sido descubierto, ignorante de que la insurgencia había iniciado por un malentendido.


O al menos esa es la versión de la historia que yo escuché hace años en la antigua casa del capitán, en lo que ahora es San Miguel de Allende. ¿Será verdad o será mentira? Nunca sabremos con certeza que significado había detrás del mítico aviso de la Corregidora, pero me parece una reflexión valiosa imaginar cómo los grandes acontecimientos pueden ser también producto de coincidencias y arbitrariedades.




Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío







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