La deuda de Juárez
- raulgr98
- 21 mar
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Colima, diciembre de 1871
Incluso en ese momento, viendo al general calentándose en el fuego, con una muda limpia de ropa y una taza caliente en la mano; una parte de Filomeno creía estar soñando; pues le costaba creer que pasaría la Navidad con quien fuera su enemigo en dos guerras, pero tales eran los vaivenes de la política.
¿Cómo había llegado a eso? Él creía que tenía la vida resulta. Su cambio al bando republicano había sido justo a tiempo para ganar la amnistía, y su reputación le había alcanzado para ser coronel de la guardia, y después diputado local. Pero en su maldita imprudencia, había usado la tribuna para hablar bien del general Díaz, el mismo rebelde proscrito al que ahora le habría las puertas de su casa.
—Y en el camino encontramos las mismas piedras, una y otra vez, pues el círculo no tiene fin —murmuró para sí.
—Es muy tarde para filosofía, Bravo —refunfuñó el general, directo y brusco.
—No es tal, general. Solo pensaba en la ironía de, trece años después, volver a ser enemigo de Juárez.
Como única respuesta, Porfirio Díaz gruñó, pero tras unas horas de silencio, viendo el crepitar de las llamas, se sintió obligado con su anfitrión. Gracias no era una palabra que le brotara con naturalidad, pero contar historias de guerra era una buena manera de reconocer el valor, y había un chisme que había escuchado cinco años atrás, y que se moría por comprobar.
— ¿Es cierto que cuando fuiste capitán de sus guardias, la emperatriz te llevó a su lecho? ¿Por eso Maximiliano te relevó del servicio?
—No hablaré de Carlota, ni con usted ni con nadie, señor —respondió Filomeno Bravo, cortante. Todos sospechaban que había mucho oculto tras su despido, pues era joven, galante y atractivo, con más de metro ochenta de altura y una faz que podría pasar por europea, pero lo que el soldado había vivido con la princesa belga en la intimidad, se lo llevaría a la tumba, y verdad y leyenda quedarían para siempre entremezcladas.
Pragmático, Díaz concedió, y el resto de la velada fue desperdiciada en charlas triviales, pues ninguno de los dos quería hablar de la rebelión, iniciada en La Noria, y cuyo trágico destino parecía tan evidente, que el alzado no tenía opción más que esconderse en casa de un hombre con el que apenas había cruzado palabra; pero cuya carrera había seguido por años.
—Si le soy franco, Bravo; creí que poseería usted más labia.
— ¿Por ser el supuesto amante de la emperatriz? Sabe bien que a los soldados se nos enseña a no hablar de más.
—No, no por eso. ¿Sabe cuando escuché hablar de usted por primera vez? En la guerra de tres años, la primera vez que me comisionaron fuera de Oaxaca, me tocó leer un reporte sin importancia. Era abril del cincuenta y ocho, si la memoria no me falla, y no era más que un simple parte de ejecuciones, un puñado de oficiales conservadores fusilados en Zacatecas. Si le soy sincero, había sido una campaña tan insignificante que lo habría olvidado a la semana, de no ser por un pequeño detalle: sin mayores explicaciones, en una nota anexa se decía que a uno de los capitanes no sólo se le había conmutado la pena, sino que se le había puesto en libertad, y pensé “lengua de plata ha de tener este Filomeno Bravo, para ser el único oficial de salvar la vida cuando ya está frente al paredón”.
Filomeno suspiró, pues no creía que alguien recordaría su historia, perdida entre las gestas de las grandes figuras, pero supuso que había llegado el momento de contarla.
— ¿Cuando conoció usted a Juárez, general?
—Era un muchacho, estudiaba en el seminario; y me llevaron a escuchar un discurso del gobernador. Fueron sus palabras las que me convencieron de abandonar mi formación, y estudiar leyes. Incluso me dio la mano, pero dudo mucho que lo recuerde.
—Yo también lo conocí muy joven, tenía diecinueve en ese entonces, y era teniente. Mi familia siempre había sido liberal, aunque buenos católicos, y bajo su bandera me enlisté, pero tres meses de guerra me habían bastado para darme cuenta de lo errado que estaba. Aquellos hombres en el gobierno sólo deseaban el poder, y bajo el amparo de éste pisoteaban las buenas costumbres, ofendían a la fe y abusaban del pueblo. Por eso unos veinte hombres y yo decidimos pasarnos al otro bando. Nuestra primera misión, ir a Guadalajara, tomar el palacio donde se refugiaba el presidente y pasarlo por las armas.
— ¿Guadalajara? ¿Fuiste tú el oficial que casi fusila a Juárez? Tuviste su vida en tus manos, me cuesta creer que el viejo Prieto te haya podido convencer de perdonarlo. Siempre creí que aquellos hombres habían sido unos cobardes.
—No fue por cobardía, general; y tampoco fue del todo por la intervención del ministro Prieto. No negaré que me impactó cuando se interpuso entre Juárez y mis hombres, pero cuando se puso la mano en el corazón y gritó “los valientes no asesinan”, no fue su oratoria lo que me motivó.
— ¿Entonces? Podrías haber cambiado todo aquel día.
—Lo sé, y lo sabía también aquella madrugada. No hubiera sido la primera vez que arrebataba una vida, no era eso lo que hizo dudar mi mano; y tampoco fue el arrojo de los condenados, aunque les debo reconocer que no suplicaron. Fue que siempre que he matado, lo he hecho en el campo de batalla, o por la orden de un oficial tras una captura en buena lid, nunca después de una emboscada, nunca cuando acababa de cambiar de bando. Si justifiqué mi traición diciendo que era para defender la fe, me sentí atado de manos, pues esa misma fe me impedía ahora ejecutar a sangre fría a quienes había capturado por sorpresa. Seguí siendo conservador, y así fue como después me enfrenté a usted, pero hay honor entre enemigos, por eso lo dejé ir.
—Juárez lo habría fusilado.
—Lo sé. Ese hombre tiene una idea muy cerrada de la justicia, y la misericordia no está en su vocabulario. Pero si hay algo que tolera menos que mostrar debilidad ante lo que percibe como agravios, es sentirse en deuda con otro hombre. ¿Quiere saber cómo salvé la vida un mes después de Guadalajara? No pronuncié palabra alguna, sólo entregué un papel, que aún conservo. Después de que le perdoné la vida al presidente, me pidió pasar rápido al estudio mientras los suyos preparaban la huida. Al despedirnos, insistió en estrechar mi mano, y al hacerlo, me deslizó esta pieza de papel. “Un solo uso”, recuerdo que me dijo, “después de eso, seremos como dos desconocidos”. Y por eso mismo no tuve ningún problema en ser imperialista, y aunque acepté su paz lo recibo hoy en mi casa, pues en Zacatecas quedamos a mano, y yo no le debo más de lo que él me debe a mí. Frente al pelotón, le entregué esta nota al oficial que me iba a fusilar, y aunque ya no era útil la conservé como recordatorio de que Benito Juárez en un ambicioso frío e impío, pero sabe saldar sus deudas.
Y entonces Porfirio Díaz tomó el desgastado trozo de papel, manchado y arrugado por los años, pero aún legible. Bajo la inconfundible firma del eterno presidente contra quien se encontraba en rebelión, se alcanzaba a leer una sola máxima, cuatro palabras que habían salvado a un enemigo de la muerte:
“Reciprocidad en la vida”
¡Bienvenidos pasajeros! Muchos de ustedes sabrán bien que Benito Juárez nunca ha sido santo de mi devoción, y me parece irritante la cantidad de leyendas que se cuentan alrededor de su figura, una de las más famosas, aquella que menciono en el relato de hoy de cómo casi pierde la vida. Sin embargo, en su natalicio no pude resistir la tentación de escribir sobre él, y releyendo esas viejas leyendas me sentí inspirado a investigar sobre la perspectiva de los otros que vivieron aquellas historias, resultando en la deuda saldada que les cuento hoy. Como presidente tengo muchas cosas malas que decir de Juárez, pero siempre lo respeté como jurista, e historias como estas me recuerdan la complejidad de los seres humanos, que son capaces de muchas crueldades, pero también de seguir códigos personales de justicia.
Hasta el próximo encuentro…
Navegante del Clío
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