La flor y la serpiente
- raulgr98
- 18 ene 2024
- 5 Min. de lectura
Sumeria
— ¡Recuerda, oh, gran rey, que algún día morirás!
No sabía si aquella voz era ánima o demonio, o quizá una creación de su propio dolor, pero se había convertido en una obsesión, un miedo que paralizaba incluso al más fuerte de los hombres. Si era cierto que todos estaban destinados a morir, ¿qué caso tenía el vivir siquiera?
Como todos los días, el rey de Uruk pensó en Enkidu. Quince días había tardado su amigo en morir, entre tremendos dolores, por un capricho de los dioses, y los celos de Inanna, señora de los cielos y el amor. El guerrero invencible, el único que había estado a su altura, con el que había combatido antes de ser unidos por un lazo invencible. Asesino de gigantes, domador de toros, sus gestas se alzaban por encima de las de cualquier mortal ¿y para qué? Para que el tiempo las borrara, y todo recuerdo de su nombre y sus actos se pierda en el barro. El día que todos los que hubieran conocido a Enkidu dejaran de existir, ¿Cuál sería la diferencia con que nada hubiera sucedido? Sólo había una manera de evitar que el olvido cobrara como víctima a su amigo: él, el gran rey, debía vivir para siempre.
Esa única misión, por la que abandonó su reino y su trono por meses completos, lo había llevado hasta los confines del mundo, para hablar con el anciano y su esposa, los supervivientes de la Gran Inundación que había purgado la Tierra de impíos, los únicos que habían recibido el regalo que buscaba, cuando salieron de la barca con las criaturas a las que habían salvado de las aguas. Pero la voluntad del mortal, por poderoso que sea, era débil, y el gran rey había fallado en su prueba. No recibiría del sabio el secreto de la inmortalidad, pero apiadándose de su dolor, el viejo Utnapishtim le susurró al oído:
—Sólo los dioses viven por siempre. Pero el que no puedas conquistar a la muerte no significa que el combate esté desprovisto de gloria. Si lo que deseas es más tiempo, en el fondo del mar encontrarás una flor. Tomarla dolerá, pero si la logras reclamar, devorar uno sólo de sus pétalos te regresará la juventud que anhelas. Puede que compres de esta manera milenios más, pero recuerda, oh, gran rey, que algún día morirás.
Eso había sido nueve noches antes, y ahora el rey se encontraba sobre una vieja barca de madera, apenas sosteniéndose sobre las olas. Había llegado al punto que el sabio le había indicado, pero ante la oscuridad de lo profundo; tuvo miedo. A punto estuvo de renunciar, pero pensó en Enkidu, olvidado en el inframundo, y se avergonzó de su temor. El reto al que se enfrentaba era serio, pero más grande era su miedo a la muerte. Se zambulló y nadó por lo que se sintieron horas, hasta que encontró la planta más extraña que había visto: bella como la luna, peligrosa como la tormenta, viscosa como un alga pero colorida como una rosa.
La tomó con fuerza, y cerca estuvo de ahogarse, pues las espinas clavándose en su piel casi le hicieron gritar. Ignorando la sangre que brotaba de su palma, apretó los dientes y nadó hacia arriba, llegando a la orilla justo cuando el aire se le acababa. Contemplando su botín, el rey decidió que no podía probarla en ese momento, pues no había lugar más digno para obtener de nuevo la juventud que sobre su trono en la gran Uruk.
Caminó por millas sin descanso, sosteniendo la flor en su mano; mas al estar a punto de llegar a las puertas de su ciudad, se sintió indigno. Sucio, cansado y sangrante, con todos los miembros ardiéndole por lo arduo de su gesta, parecía más un campesino que un monarca. Decidido a limpiarse del camino antes de su regreso triunfal, colocó el tesoro de la juventud en una roca, se desnudó y se metió a un río para lavarse el polvo y la sangre.
Pero el aroma de la flor de la juventud era dulce y todo tipo de criaturas se vieron tentadas por él. Aun así, aves y bestias habían escuchado del poder del rey de Uruk, y ninguno se atrevía a acercarse al agua, ninguno salvo una. Pues hay un animal en especial astuto, que esperó hasta que la corriente relajante y el cansancio del camino hicieron al guerrero cerrar los ojos, aunque sólo fuera por un instante. Ahí, una serpiente se arrastró en completo silencio hasta la roca, y al ver que no tenía brazos para cargarla, y que el gran monarca saldría pronto del agua, la ladrona hizo lo único posible: devoró la flor entera.
Cuando el gran rey se terminó de limpiar y se vistió de nuevo, contempló con horror la roca vacía, y a una serpiente arrastrándose en la distancia, demasiado lejos para alcanzarla. La criatura dejaba tras de sí sus arrugadas escamas, pues nueva y brillante piel había brotado para reemplazarla, y aunque nadie escapa del destino y su día llegaría, la astuta serpiente seguiría viviendo y cambiando su piel hasta que digiriera el último pétalo de la flor de la juventud. Y mientras se alejaba, ufana de su victoria, la taimada criatura lanzó una última burla.
— ¡Recuerda, oh, gran rey, que algún día moriás!
El señor de los hombres lloró de furia y miedo. Tanto camino recorrido, tanto tiempo perdido había sido en vano. Era el mayor de los héroes y el mayor de los reyes, pues lo había conseguido todo, pero para sí no había ganado nada. Derramando lágrimas por la nada que lo esperaba, terminó de subir la colina y se encontró al amanecer a las puertas de Uruk.
Era la ciudad más grande del mundo, y él la había construido con sus propias manos. Sus murallas resistían cualquier ataque, sus templos llegaban a las mismas estrellas, y el verde de sus jardines era más glorioso que cualquier bosque. En ese amanecer, la ciudad brillaba como si fuera oro. Era la ciudad más espléndida que jamás existiría, y entonces el rey lo entendió.
— Moriré algún día, pero esta ciudad permanecerá en la eternidad, y el nombre de quien la construyó vivirá con ella. Mi cuerpo se hará arcilla, pero se contarán historias de como combatí y amé al enviado de los dioses, como maté al gigante Humbaba y domé al toro de los cielos, como viajé al fin del mundo para hablar con el superviviente de la Inundación y como reclamé la flor de la juventud. Todos los mortales descenderán a la oscuridad, pero el nombre de Gilgamesh, rey de Uruk, resonará en esta era y la que sigue, y a través mío, el buen salvaje Enkidu vivirá para siempre en la memoria de los hombres.
¡Bienvenidos pasajeros! Espero que hayan disfrutado esta primera inmersión en el mundo de la mitología mesopotámica. Si Gilgamesh, o alguien parecido, existió de verdad, debo decir que logró su objetivo, mas no por la grandeza de sus ciudades sino porque sus gestas, adicionadas con fantasía épica, se pusieron por escrito. De esta manera, la Épica de Gilgamesh es la primera obra literaria de la Historia; que, como no podía ser de otra manera, explora el tema de la mortalidad, que tanto nos ha preocupado desde que somos conscientes de ella.
Para reflexionar, nada más los dejo con una invitación a que piensen en los paralelismos entre la épica y el antiguo testamento, desde una gran inundación, hasta una planta prohibida, hasta una serpiente astuta (el poema también explica porque estos animales cambian de piel). Por qué existen estas similitudes es tema de otro día, así como sus diferencias (el animal sólo es astuto en el cuento sumerio, no una encarnación del mal), otra señal que todos los rincones del mundo tienen más cosas en común de lo que los eternos conflictos parecerían indicar.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
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