La hija del carcelero
- raulgr98
- 14 feb
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Roma, 14 de febrero del 270
Julia podía escuchar a las aves inseparables cantar a su alrededor, listos para el cortejo antes de anidar en la primavera. Podía sentir como el viento bailaba a su alrededor, y el sol la bañaba de acogedora luz, y aún podía saborear la miel que había probado en el mercado, pero lo que más dominaba sus sentidos era el aroma. La ciudad del Tíber era una de caos y confusión, donde los rincones de serenidad eran contados, pero el cementerio cristiano, apenas visitado era uno de ellos. ¡Que gran ironía, buscar paz en un lugar de pesar, pero aquella mañana, el aire no olía a muerte, sino a rosas! Y no sólo las del ramo que la muchacha llevaba como ofrenda, centenares más. Julia no lo sabía aún pero las rosas que había llevado un año antes, el día del entierro, habían vuelto a florecer, y muchas más con ellas, adornado el lugar del reposo del mártir.
A Julia, por su condición, nunca la habían dejado abandonar su casa más que para acompañar a su padre al lugar del trabajo, las celdas de los enemigos del emperador. Por eso, nunca había escuchado hablar del condenado, hasta el día en que lo arrestaron. Al poco tiempo de su llegada al calabozo, se amistó con los otros presos, y su historia circuló entre guardias y prisioneros. Su voz, siempre amable y serena, desbordaba bondad y sabiduría, por lo que a la muchacha no le costaba creer que el emperador mismo lo respetara, y hubiera estado dispuesto a perdonarle la vida si se retractaba, y aceptaba el exilio. Pero la devoción de aquel hombre por su Dios era muy grande, y las presiones de los asesores del emperador muy insistentes, la condena fue inevitable: en dos semanas, un día antes de la Lupercalia, el sacerdote moriría por la espada.
En la prisión, su padre no la dejaba acercarse a los reos, pero la dejaba realizar la tarea que ella misma se había encomendado: sentada en un banco, le hacía compañía a los hombres en sus últimos días, les preguntaba por sus historias y escuchaba sus peticiones, pues creía que bastante castigo era el saber que la muerte de aproximaba, como para tener que enfrentar esa angustia solos. Así fue que, en las semanas antes de la Lupercalia, Julia decidió pasar sus horas frente a la celda del sacerdote, del que no sabía ni siquiera el nombre.
— ¿Por qué lo arrestaron, sacerdote? El emperador es justo y humilde, tolera a todos los credos, incluido el suyo. ¿Qué pudo haber hecho para incurrir en su ira?
—Pequeña, no fue ira lo que movió la mano del emperador, sino miedo. Pues Claudio Gótico es justo y mesurado, pero también tiene un sueño: ha pasado casi toda su vida en guerras, y recuerda las dificultades de su juventud. Desea regresar a Roma a su gloria de antaño, más que nada en el mundo, pero no es ingenuo, sabe que a él, como a tantos otros, lo pueden asesinar en cualquier momento. No teme a la muerte, pero sí al fracaso, y por eso hará todo lo necesario para que sus planes se cumplan, tan rápido como sea posible.
— ¿Y eso qué tiene que ver con usted?
—Hombres crueles están en el círculo del emperador, y lo han convencido de que los cristianos no somos buenos soldados. Si el ejército no se renueva, las fronteras no estarán seguras. Por eso nos prohibieron enlistarnos, pero yo hice algo más que extender la palabra de Dios. “Ámense los unos a los otros, así como yo los he amado”, fue el mandamiento de nuestro señor Jesucristo y bajo ese ejemplo he intentado vivir. No hay nada que me traiga más dicha que ver a dos seres unidos honrando a Dios. Así que oficié bodas, más de las que puedas imaginar, y con cada nuevo lazo atado más feliz me sentía, había encontrado mi propósito. Nunca pregunté quiénes eran los que acudían a la iglesia, si veía el amor que sentían uno por el otro, los casaba, sin impedimentos. No fue hasta el día que me arrestaron que descubrí que muchos de los novios eran soldados, convertidos para construir un hogar con muchachas cristianas. Al emperador le llegaron rumores y tuvo miedo ya no de perder reclutas, sino veteranos. Es cierto, cuando habló conmigo trató de salvarme, pero dime pequeña, si te obligan a dejar tu ciudad, y te impiden celebrar el amor como Dios te enseñó ¿desearías conservar una vida tan vacía?
Julia no respondió, pues la historia la había dejado impactada. El sacerdote no era el primer condenado en cuya inocencia creía, pero sí el único que aceptaba su destino sin desesperar. Embargada por la emoción, sintió como las lágrimas cálidas resbalaban por sus mejillas, pues le dolía que un hombre así estuviera por morir.
—No llores por aquellos que pronto estarán con el Señor —le dijo— sé que no puedes verme, pero si me lo permites, yo te ayudaré a verlo a Él.
De nuevo, Julia se quedó sin palabras, pues conocía aquella prisión como si de la palma de su mano se tratara. Después de tantos años sin bastón o auxilio, se había creído capaz de ocultar su mal.
—No te sorprendas —le dijo él— pues antes de sentir el llamado fui médico. Aún me veo de esa forma, pero yo no son los cuerpos los que el Espíritu Santo alivia a través de mí, sino las almas. Conversemos, hija mía, que tan buena compañía me has hecho en estos días aciagos.
El sacerdote no trató de convertirla a su fe a la fuerza, sólo le abrió su corazón, y Julia correspondió del mismo modo. Por primera vez, sintió en su alma la comodidad para desprenderse de un peso que llevaba cargando desde que tenía memoria: habiendo nacido ciega, siempre había sido tan prisionera como los propios reos a los que consolaba, sin conocer nada más que su casa y la prisión del emperador. En la oscuridad de la prisión, el sacerdote condenado y la hija del carcelero encontraron la amistad, y en la noche antes del último día, Julia se atrevió a romper las reglas de su padre, acercándose a la celda para hacer una petición extraña.
—No puedo verlo, pero hay una manera de conocerlo. ¿Puedo tocar su rostro?
Dedos delgados pero suaves tomaron sus manos con delicadeza, y la guiaron hacia el rostro de su amigo. Julia se encontró entonces con una última sorpresa, pues esperaba ver a un anciano arrugado y barbado, pero el rostro que dibujó con el tacto era la de un hombre joven y lampiño, cuyas únicas arrugas eran las que se le hacen debajo de los ojos a aquellos que acostumbran reír. Una nariz pequeña, orejas grandes y una mata enredada de pelo completaban la imagen, y Julia sonrió con melancolía al darse cuenta que ahora conocía a ese hombre mejor que a ella misma, y que le sería arrebatado al día siguiente.
—Recuerda lo que hablamos Julia, y no desesperes. He rezado mucho por ti, y Dios me ha indicado el camino a seguir. Ten este pedazo de pergamino que fuiste tan amable de conseguirme en la mañana. He escrito para ti una carta. Prométeme que no irás mañana, esta será nuestra despedida, pero cuando me lleven a la plaza, sal a la calle y cuando sientas que el sol está sobre ti, desdóblalo y ponlo frente a tus ojos, como si lo fueras a leer.
—No te burles, sabes bien que no puedo.
—Ten fe, pequeña Julia. Gracias hija mía, por haber sido mi amiga.
A la mañana siguiente, Julia pidió a su padre quedarse en casa, y él accedió, pues no ignoraba que había encontrado una conexión con el hombre que estaba por perder la cabeza. En cuanto se supo sola, Julia sacó del rincón donde lo había escondido el pergamino doblado que le había entregado el sacerdote. Aún no entendía por qué le había hecho una petición tan extraña, pero era el último regalo de su amigo, y lo honraría cumpliendo su petición, por absurda que sonara.
La muchacha ciega salió entonces a una calle vacía, pues a los vecinos les gustaba asistir a las ejecuciones. En el umbral de su casa esperó, mientras su piel se calentaba, hasta sentir que el sol había llegado a su punto más alto, justo sobre su cabeza. Entonces desdobló el pergamino y lo puso frente a sus ojos.
Los ojos de Julia funcionaron por primera vez a los quince años, y al descubrir la luz del día, lo primero que vio fue una nota, con una letra fina y esmerada. Nadie nunca le había enseñado a leer, pero aún así, en otro de los milagros de un Dios en el que creería hasta su muerte, sabía lo que decía:
“Que Dios te pague con dicha y bendiciones el amor que desinteresadamente me diste cuando más lo necesitaba. Te quiere
Tu Valentín”
¡Bienvenidos pasajeros! Hace un par de años escribí una publicación sobre el origen histórico de la celebración del 14 de febrero, y cómo combina elementos paganos y medievales con una multitud de orígenes. Incluso determinados cuál de los muchos mártires con nombre “Valentín” es el que inspiró la celebración. Sin embargo, en aquella ocasión creo que no le dediqué suficiente atención al aspecto católico de la leyenda, por lo que espero que este breve cuento, donde pueden ver ya incorporados algunos de los elementos clásicos de la festividad (las aves, las rosas, las cartas), sirva como un complemento en la exploración de la fecha.
Hasta el próximo encuentro…
Navegante del Clío
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