La ira del despecho
- raulgr98
- 9 mar 2023
- 6 Min. de lectura
¡Bienvenidos pasajeros! En esta ocasión les traigo la segunda parte de la saga de Heracles, pero antes un pequeño anuncio. Puesto que en dos semanas estoy planeando un relato especial, no publicaré la tercera parte de la historia como estaba programada. No se preocupen, pues como compensación por su paciencia la tercera entrega se publicará la próxima semana. Sin más que agregar, los dejo con la segunda parte.
La ira del despecho
El Olimpo, nueve meses después
—¡Mi hijo nacerá pronto!—vociferaba el rey de los dioses, mientras bebía de su dorado cáliz ante las carcajadas de todos los dioses, mayores y menores; todos salvo una. Obligada a sentarse junto a su infiel marido, el rostro de Hera estaba crispado de furia, y los puños cerrados crujían. A Zeus no le bastaba con haber nuevamente roto sus votos matrimoniales, sino que debía humillarla obligándola a escuchar la historia una y otra vez.
No podía hacerle nada a él, era demasiado poderoso, pero en ese momento juró que Alcmena sería la última de sus amantes. No podía matarla sin más, ni a ella ni a la criatura, eso nunca había funcionado. No, su venganza tendría que ser sutil, paciente, calculada. La mujer era descendiente de Perseo, otro de los bastardos de su esposo, pero uno que había logrado convertirse en héroe y rey; no sólo de Micenas sino de todas sus ciudades vasallas.
Micenas, la gran polis, pero que en esos momentos se hallaba sumida en el caos. Desde el exilio de Anfitrión por su asesinato accidental el gobierno estaba en manos de Esténelo, pero era malvado e impopular; el caos y la rebelión gobernarían pronto si no se le deponía, pero ¿Quién lo sustituiría? Anfitrión nunca sería aceptado, pese a tener también la sangre de Perseo, y no quedaba ningún otro adulto vivo. "Quizá un niño" pensó Hera y entonces fue inspirada con la primera fase de su venganza.
—Amado esposo mío—dijo con la voz más dulce de la que era capaz—¿no acaso el mundo de los mortales debería honrar tu grandeza venerándote en lugar de pelear entre ellos? Pero eso no será posible hasta que el orden regrese a Micenas.
—¿Y qué quieres que haga yo mujer?—contestó conteniendo un eructo.
—Aparécete en tu templo y comándales que coronen rey al próximo descendiente de Perseo que venga al mundo.
Entonces Hera vio un brillo malicioso en los ojos de su marido, y comprendió que este había caído en la trampa. Con Alcmena a punto de parir, a Zeus seguro le parecería muy divertido humillar todavía más a su mujer coronando al hijo de la mortal. Una vez lanzado el decreto, la fiesta se vio por terminada y, en la soledad de sus aposentos, convocó a una de sus hijas, la diosa de los partos.
—Ilitía, sé que de todos mis hijos tu y Hebe son las únicas que se apiadan de mi vergüenza. Ya que conoces el destino de todas las madres, quien será el niño que nazca antes y herede el trono de Micenas.
—Los gemelos de Alcmena nacerán en tres días, madre. El siguiente niño llegará hasta dentro de un mes, el hijo de Esténelo.
—Entonces ayúdame, hija. Llévame contigo a la Tierra en tu próxima visita y cuando la amante de tu padre esté por dar a luz, no le permitas a sus criaturas nacer. Que soporte el dolor del parto eternamente, o al menos hasta que el hijo de Esténelo nazca.
Y así fue. Presa de terribles dolores, el parto de la desdichada Alcmena duró un mes completo (y se habría prolongado más si la buena Ilitía no se hubiera apiadado de su sufrimiento), y Euristeo, que así fue nombrado el otro niño, se convirtió desde su nacimiento en el rey de Micenas.
Mientras tanto en Tebas, Alcmena se encontraba presa del pánico. Aunque Anfitrión eventualmente le había perdonado su infidelidad, pues no había sido voluntaria, ahora debía lidiar con dos criaturas de distinto padre. El menor de los mellizos, Ificles, era sin duda hijo de su marido; pero su primogénito, Alcides era tan corpulento y ruidoso que sólo podía ser hijo del extraño que le había robado la virtud. No había tonta, sabía que el prolongamiento de su embarazo era señal de intervenciones sobrenaturales y en un momento de debilidad, se negó a lidiar con fuerzas que no comprendía y abandonó al bebé en el bosque.
Ignorante a este último acontecimiento, Hera se regocijaba del éxito de su plan cuando la visitaron dos de sus hijastros: Atenea y Hermes. Ninguno había nacido de su vientre, pero de todos los vástagos de su marido, al menos ellos dos la respetaban, por lo que toleraba su presencia. La diosa de la sabiduría llevaba un recién nacido entre brazos, y fue ella la que habló:
—Señora Hera, mi hermano encontró a esta inocente criatura abandonada en un lugar inhóspito y muere de hambre. Sé que eres más maternal que yo y te suplico te apiades de la criatura.
La diosa, que a pesar de su despecho tenía un corazón de madre, accedió y usó su magia para llenar su pecho de leche. Arrullando al niño entre sus brazos, lo acunó y lo acerco hacia ella para que se alimentara. Entonces el bebé empezó a mamar con una fuerza que ningún mortal debía tener y abrió los ojos. Incluso inmersa del ardor que sentía en el pecho, Hera reconoció aquellos ojos, pues eran iguales que los de su padre. ¡Estaba amantando al bastardo de su marido!
Con furia, Hera arrancó al niño de su pecho y lo arrojó a sus hijastros, quienes corrieron a regresarlo a su madre (quien, ya para entonces arrepentida de su actuar, lo recibió con lágrimas en los ojos); pero por el esfuerzo un único chorro de fuerza divina salió desprendido al firmamento y se convirtió en su propia galaxia*.
La diosa estaba furiosa. La habían engañado cruelmente, sin ninguna compasión. Todo el mundo consecuentaba a su infiel marido. "¡Nunca más!" gritó, y velozmente bajó a la Tierra hasta encontrar la casa de Anfitrión. Presa del odio, pero temerosa de Zeus, quien debía creer que lo que estaba a punto de acontecer fuera un accidente, se escondió en las sombras y conjuró dos serpientes venenosas, a las que envió a la cuna de los bebés. Que uno de ellos ni siquiera fuera de Zeus no le importaba, su sangre hervía y clamaba venganza, y esta vez se quedaría ahí para asegurarse que nada saliera mal.
Pero todo salió mal. El niño mortal sintió el contacto de los animales y berreó, despertando a sus padres quienes entraron corriendo a la habitación. También despertó a su hermano, quien nutrido de la fuerza de su padre y la leche de la propia Hera se levantó, tomó a una serpiente con cada mano y les retorció el pescuezo como si de simples cuerdas se trataran antes incluso que sus padres llegaran.
Hera pataleó y refunfuño, estiró las manos dispuesta a fulminar a los cuatro en ese instante, cuando con un destello el mismísimo Zeus apareció en la casa, más temible que nunca, y su voz retumbó por toda Grecia.
—¡Este es mi hijo, que cuenta con mi bendición y las fuerzas de los dioses! Críenlo en este hogar como si de un príncipe se tratara, pues está destinado a la gloria de los héroes. Y otra cosa más, merece un nombre a la altura de su origen. Desde este momento no será Alcides nunca más, sino que se llamará Heracles.
Con una mezcla de ira, confusión y miedo, Hera regresó a sus aposentos celestiales. Nunca antes había odiado tanto a una criatura, pues con el nuevo insulto que representaba su nombre** entendió que Zeus sabía no sólo que ella había mandado a las serpientes, y que también había deducido que ella había retrasado el parto. Sí, su marido se había propuesto humillarla completamente frente a todos, y seguramente el había mandado a sus hijos por el pequeño, para engañarla y que le diera leche.
Sabía que debía ser paciente, y dejar crecer al bastardo, para no arriesgarse a provocar de más la ira de su marido, quien seguramente en esos momentos celebraba su victoria. No, un nuevo plan tomaría años, pero Hera contaba con paciencia tan infinita como su rencor, y cuando llegara el momento el mundo temblaría por la furia de su venganza.
*La vía láctea.
**Significa Gloria de Hera
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
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