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La maldición de Caín

Pultumarca, 15 de noviembre de 1532


Sentado en un trono improvisado, aún sin su corona, Atahualpa se preparó para recibir por primera vez a los bárbaros del otro lado del mar. No confiaba en ellos, pues la peste que habían traído con ellos había matado a su padre y a su hermano cinco años atrás, pero ignorarlos era demasiado peligroso. Una guerra acababa de terminar, y el señor de Quito no tenía estómago para iniciar otra. Aun así, no estaba seguro de cómo proceder, así que llamó a sus hermanos, al menos a los que le quedaban.


Doscientos cincuenta vástagos habían engendrado las entrañas del gran Huayna Capac, de sesenta madres distintas. Pero entre la peste y los combates, de las hermanas de Atahualpa permanecían cinco, una de ellas la primera de sus esposas. De los varones, seis lo habían traicionado, tres de ellos permanecían prisioneros en Cuzco, y los otros dos prófugos. En cuanto al resto...


Ruminñahui y Huayna Palcón entraron a la tienda, los únicos parientes que habían permanecido leales a él. Los tres discutieron largo y tendido sobre cómo recibirían a los forasteros. Rumi, quien había dirigido sus ejércitos en la guerra civil, insistía en que debían hacerles la guerra de inmediato, el prudente Huayna aconsejó seguir marchando hacia Cuzco, para que Atahualpa pudiera ser coronado y aclamado. Pero el señor desdeñó ambas opiniones: si cambiaba la ruta para evitar a un posible enemigo, su regreso a la gran ciudad se vería como la de un cobarde y no la de un vencedor. Y en cuanto a hacerle la guerra...


En silencio, Atahualpa maldijo a Huáscar. Cuando su hermano se coronó en Cuzco, cinco años atrás, él había accedido a rendirle tributo, siempre y cuando lo confirmara como gobernador de Quito. Dos años el sistema había funcionado, pero alguien había envenenado la mente de su hermano, alimentando su paranoia. "Atahualpa tiene más amigos, más riquezas, más guerreros". A menudo, el señor soñaba con aquella noche en que lo habían requerido en la corte de su hermano para una audiencia especial. Había sido Rumi quien le había convencido de no ir en persona, y cuando sus embajadores regresaron descuartizados, no hubo otra salida que la guerra. Aún así, no podía evitar preguntarse ¿la muerte era el destino que le esperaba en Cuzco o el final de sus emisarios había sido una reacción de Huáscar al sentirse despreciado?


Atahualpa tenía miedo, de Huáscar, de los bárbaros, de todo, pero no podía demostrarlo. Así que, antes de dejar pasar a los emisarios barbudos, mandó traer al tercero de sus hermanos en el campamento, que lo ayudaría a proyectar fuerza. No le daba placer lo que estaba a punto de hacer, pero debía imponerse a su propio temor.


De esta manera, lo que los embajadores de Pizarro encontraron cuando entraron a la tienda fue a un rey indígena usando de copa un cráneo humano bañado en oro. Sólo meses después descubrirían que lo que Atahualpa les presentaba era la cabeza de Atoc, ejecutado en 1531, el más leal de los partidarios de Huáscar. Durante la guerra, muchos de los descendientes de Huayna Capac perdieron la vida, pero sólo a uno: Atoc el grande, quien cerca estuvo de capturar al propio Atahualpa, se le había negado el embalsamamiento que los señores de los Andes necesitaban para pasar a la otra vida.


Al señor de Quito no le causó ningún placer ordenar decapitar a su hermano, condenado a vagar esta tierra para siempre, pero sólo una crueldad extrema le permitiría imponerse a sus enemigos. Y así, como un ser inclemente, se presentó ante los forasteros, por mucho que le asqueara fingir que bebía de la cabeza de aquel con quien antaño había jugado. La farsa tuvo el efecto deseado, y, con ayuda de un traductor, los barbados se declararon servidores de Atahualpa, y le solicitaron el honor de entrevistarse con su líder al día siguiente, en Cajamarca.


Cuando los bárbaros se fueron, el señor llamó a audiencia a sus hermanos de nuevo y dio sus instrucciones: nunca confiaría en el bárbaro, pero sería un servidor adecuado para sofocar las rebeliones que quedaba. Atahualpa era de la opinión que, con la impresión que había causado, no sería necesario presentar batalla, pues los embajadores seguro pasarían a sus amos nota de la inmensidad de su ejército, y le rendirían pleitesía con sólo verlo. Por lo tanto, decretó que iría sólo con un séquito de siete mil a la entrevista, mientras que sus hermanos se quedarían afuera de la ciudad con el ejército. Podía ver que la suerte le seguía sonriendo...


Ocho meses después


Pero todo había sido una trampa. Cuando se encontraron la ciudad vacía, comenzó a dudar, pero no fue hasta que fuego comenzó a llover de los tejados que comprendió la magnitud de su error. Tras unos minutos, casi todo su séquito yacía asesinado, y el resto herido y capturado. Su ejército, al mando de sus hermanos, se había dispersado,algunos a la selva y otros a la montaña.


Nunca llegó a Cuzco a coronarse, pues durante meses había sido arrastrado de campamento a campamento. Aun así, no podía quejarse del trato que había recibido: el líder de los bárbaros era de sonrisa fácil y buenos modales, jugaba con él y, con ayuda de traductores, conversaban todas las tardes. Ambos habían llegado a aprender unas palabras de la lengua del otro. Sin embargo, un muro los separaba, una petición que Atahualpa se negaba a cumplir: jamás se arrodillaría ante el rey de más allá del mar, el sería hasta su muerte señor de los suyos.


El líder bárbaro nunca mostró su desesperación, pero esa noche, le ofreció un último regalo. Mandaría a traer de Cuzco a sus hermanos prisioneros, para que la familia estuviera de nuevo completa. "Y quién sabe, tal vez Huáscar sea mejor amigo nuestro que usted mismo. Ansío conocerlo", dijo antes de dejarlo solo.


Esa noche, Atahualpa no pudo dormir. ¿Qué significaba aquella advertencia? ¿Los bárbaros regresarían a Huáscar a su trono a cambio de que se arrodillara? ¿Y que haría su hermano con él? Por primera vez en meses, el señor de Quito pensó en la cabeza dorada de Atoc, y temió la venganza que se desataría contra él si Huáscar volvía al trono.


Desesperado, salió de su tienda y se percató que se había quedado sin guardias, por primera vez desde que inició su cautiverio. Debió sospechar más de la falta de vigilancia, pero en su temor, creyó que era porque lo daban por perdido, habiendo encontrado a un sustituto. Despacio, caminó hasta donde dormían los otros prisioneros, que el barbado le había dicho habían sido seleccionados para traer a sus hermanos, y les susurró órdenes secretas. Órdenes malvadas, y crueles, pero necesarias para sobrevivir.


Dos semanas después, Atahualpa esperaba de pie, amarrado y golpeado, mientras los bárbaros gritaban en su lengua extranjera y lo señalaban. Cansado de pasar horas desnudo bajo el sol, sin entender lo que sucedía alrededor, accedió a tomar la pluma que le ofrecían y dibujar una línea en un papel de garabatos indescifrables. Esa tarde, un traductor le explicó lo que había pasado:


—Encontramos en el río los cuerpos ahogados de tres prisioneros que venían de Cuzco. Eran tus hermanos Huáscar y Tito Atauchi, y tu hermana Chuqui Huipa. El único de los invitados de Don Francisco que sobrevivió, Túpac Hualpa, otro hermano tuyo, te ha acusado de estos delitos. Bajos las leyes de su majestad el rey Carlos, el tribunal te ha encontrado culpable del pecado de Caín, y puesto que firmaste una confesión, ha programado tu ejecución para el día de mañana. A tu hermana Coya Asarpay, que condenó su alma al yacer contigo, se le apedreará con la primera luz por pecadora.


En la que estaba destinada a ser su última noche, Atahualpa comprendió que tras la sonrisa falsa del líder bárbaro había solo engaño y astucia. Todo había sido una trampa, una excusa para matarlo bajo sus leyes, y el señor había caído de lleno. Pensó en Atoc, en Huáscar, en Atauchi, en Chuqui. No había disfrutado matarlos, y menos aún condenarlos a vagar por el páramo, pero había sido necesario. Pensó en su esposa, que moriría antes que él, y pensó en los hermanos que le sobrevivirían: en Hualpa, su delator; en Rumi y Huayna, que seguían escondidos en algún lugar; en Manco y Paullu, dispuestos a seguir peleando por la memoria de Huáscar. ¿Los habría condenado a todos, cuando mató a sus hermanos? No sabía quien era ese tal Caín, pero algo muy grave debía haber hecho, para que parecerse a él fuera causa de muerte y tormento. No durmió, dejándose llevar por pensamientos de sangre maldita.


Al mediodía, sin dejarle siquiera vestirse, lo condujeron al despoblado, donde una pila de madera estaba apilada en el centro. Y entonces, el que fue señor del pueblo de los andes se atemorizó y se retorció, no porque temiera a la muerte, con la que se había reconciliado antes del alba, sino porque reconocía aquella construcción: lo habían condenado a arder. Morir dolería, pero esa tortura sería eterna, pues los huesos quemados no podían ser embalsamados, y estaría condenado a ser otro espectro errante. Debía trascender a la otra vida, no porque se lo mereciera, sino porque sabía que Huáscar y Atoc lo estaban esperando ansiosos.


Dejando atrás la poca dignidad que le quedaba, desnudo y ensangrentado, se arrodilló frente al líder barbado, quien tenía a sus pies a Quispe Sisa, otra de sus hermanas, a quien había tomado como concubina. Era una mujer valiente, pues enfrentaba con entereza la violación y el fin de su familia. El condenado entendió muy poco de lo que dijeron los bárbaros, pero aceptó el acuerdo que le ofrecían: escaparía a las llamas si juraba unas palabras sobre lo que ellos llamaban "Biblia" y dejaba que le salpicaran de agua la frente.


Lo dejaron comer después de la ceremonia, en la que le arrancaron su nombre para darle uno nuevo, Francisco, y lo ahorcaron antes del crepúsculo. Así murió Atahualpa, el último Inca, por orden de Francisco Pizarro.

¡Bienvenidos pasajeros! Si Atahualpa murió creyendo que su familia era víctima de una maldición, la Historia no puede sino darle la razón. A Túpac Hualpa, su acusador, lo envenenaron antes de que terminara el año. Ruminñahui y Huayna murieron en combate contra los españoles en 1535. Manco Inca sobrevivió un poco más, pero se rebeló después de que Gonzalo, el hermano de Pizarro, violara y asesinara a su hermana Cura Ocllo, y fue ejecutado en 1544. De los varones, sólo Paullu Inca sufrió una muerte natural, falleciendo en 1549 de peste.


De los 250 hijos de Huayna Cápac, sólo tres (un hombre y dos mujeres) sobrevivieron a la brutal conquista del Perú, pero no todos fueron víctimas de Pizarro y sus salvajes, sino que muchos perdieron la vida en la Guerra Civil que causó la caída de los Incas, y esta es la lección de cómo las invasiones extranjeras son tan efectivas, no por habilidad o inteligencia superior, sino porque aprovechan debilidades internas y pleitos por el poder que, en el largo plazo, no trajeron más que desgracias para todos.



Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío


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1 comentario


raul221063
27 dic 2023

Conclusión tristemente cierta..

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