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La marcha de los tebanos

¡Bienvenidos pasajeros! Lo prometido es deuda, y antes de irnos a una pausa de dos semanas, les traigo la tercera parte de la historia de Hércules.

La marcha de los tebanos

Tebas, dieciocho años después


El día de la entrega del tributo, Ificles se levantó antes que el sol saliera, para colocarse con calma su armadura. Pirra, su dulce esposa, dormía aun en el lecho.


El hijo de Anfitrión había tenido una buena vida, no podía quejarse. De ser un exiliado, el viejo guerrero de Tirinto había ascendido hasta convertirse en el mejor general de la ciudad, y el rey Creonte los había recompensado dejándolos vivir en palacio. Aunque Ificles nunca había sido un buen guerrero, era diestro para la poesía y la oratoria, y sus dotes de estadista le habían conseguido un matrimonio con la hija más joven del rey.


Tras terminar de vestirse, cuando la luz ya se asomaba, tomó entre sus brazos a la que era la mayor alegría de su vida, su hijo de tres meses. Una sonrisa agridulce se asomó en su rostro, pues la criatura tendría que vivir una infancia dura, por culpa de los minias. Aquellos salvajes de Orcómeno los habían destrozado en la última guerra y el costo que debían pagar era inmenso, y sólo aumentaría con los años.


Creonte y Anfitrión ya se encontraban en la plaza para recibir a los extranjeros, por lo que en el palacio, además de su esposa ya despierta y su hijo, sólo permanecía su cuñada, con los puños aferrándose al balcón y la desafiante mirada perdida en el horizonte.


—No me entregarán como ganado a ese viejo miserable—juraba la princesa Megara—antes yo misma me quitaré la vida.


—Mal servicio harías a tu padre y a tu hermana. Camina conmigo a la plaza. Atenea me habló en sueños, le ha tomado cariño a esta ciudad desde que recogió a mi hermano, no dejará que caiga.


Entonces juntos, el poeta y las dos princesas bajaron juntos a la acrópolis, donde los enviados de Ergino, rey de Orcómeno se encontraban ahí para recoger las cien vacas que habían pactado como tributo. La entrega estaba a punto de formalizarse cuando un extraño corpulento irrumpió en la plaza. Prácticamente desnudo salvo por una piel de león que le cubría el rostro, portaba una gruesa rama que le servía de cayado. Incluso antes que descubriera sus facciones, Ificles lo reconoció, pues sólo existía un mortal de tal tamaño. ¡Su hermano por fin había vuelto a casa!


Llevaban seis años sin verse, porque pese a lo hábil que era para la lucha, Heracles siempre había sido de pocas palabras y un carácter irascible. Eran sólo niños, tomando clase con los mejores instructores de la época; pero su hermano nunca había tenido paciencia. Lino, el maestro de lira, tampoco era un hombre agradable, debía reconocerse, pero Ificles siempre se había preguntado que pudo haber dicho para que su pupilo de doce años lo matara a golpes.


Sólo gracias a la popularidad de Anfitrión, y el talento del joven Ificles para la palabra, era que el imprudente muchacho había salvado la vida, pero lo habían condenado a seis años de trabajos forzados como pastor, lejos de la ciudad; y parecía que el plazo había terminado justo el día del tributo. Sonriendo, llamó a su padre y a su madre y juntos abrazaron al último miembro de la familia, por fin reunida.


—Hemos seguido tus hazañas hermano—le decía—hasta nosotros han llegado historias del león que mataste en Citerón, cuya piel ahora veo que portas como prueba. Sólo espero que los rumores sobre las hijas de Tespio, sean falsos. Mira que yacer con las cincuenta...


Heracles no respondió, pero la arrogante mirada lo delataba. A su lado, Ificles escuchó a Alcmena suspirar con resignación y él también entendió que su hermano era demasiado parecido a su padre, en lo bueno y también en lo malo. Cambiando la conversación, el recién llegado preguntó por qué llevaban armaduras, pero las fundas de las espadas estaban vacías, y Anfitrión con pesar le explicó su vergonzosa derrota.


Heracles no respondió, sino que se encaminó hacia los emisarios extranjeros, y sin pronunciar palabra derribó al líder de un certero puñetazo en la cara. Con rapidez sorprendente para su tamaño, tomó la espada del minia caído y cercenó la nariz, las manos y orejas de los doce extranjeros.


—¡Tebas no paga tributo a nadie!—gritó furioso—Corran a decirle a su rey.


Una vez que los nimias se alejaron, Heracles se enfrentó a la furia de Creonte.


—Te recibí a ti y a toda tu familia insensato ¿y así me lo pagas? Ergino volverá y todos moriremos.


Todos miraban con reproche a Heracles, o se escondían el rostro presa del miedo. Todos salvo Megara, quien veía con admiración el desafío del joven pastor. Sin encogerse ante el rey, afirmó con temeridad que mataría a todos los nimias, y cuando le increparon con qué armas, respondió que con las espadas y lanzas consagradas en el templo de Atenea, que sus enemigos no se habían atrevido a tomar.


Murmullos de blasfemias llenaron la plaza, pero Ificles reunió suficiente voluntad para pelear, pues se lo debía a su hermano por todas las veces que lo había defendido cuando niños.


—¡Tebanos! Heracles habla con la verdad, pues la misma diosa Atenea me ha hablado en sueños. Ella protege esta ciudad y no tomará la defensa como una profanación a su templo. Contamos con su bendición y les prometo que si marchamos a la guerra, no sólo regresaremos victoriosos sino que no temeremos nunca más a ninguna ciudad.


Inspirados, jóvenes y viejos corrieron a armarse, e Ificles comprendió que no podía quedarse atrás, era su deber luchar con su padre y su hermano. Sin saber si regresaría, besó la frente de su hijo y se despidió con ternura de su esposa, dispuesto a afrontar su destino.


Por tres semanas marcharon los tebanos, hasta que se encontraron con sus enemigos en un desfiladero, dirigidos por el mismo rey Ergino. Ificles tomó su espada y mató a un enemigo tras otro, pero podía percatarse que era Heracles quien destrozaba enemigos con cada golpe de su maza y su espada, y a veces con los mismos puños. El combate duró apenas unas horas, pero la sangre lo dominaba todo, pues los pocos nimias sobrevivientes huían heridos a su ciudad y más de la mitad de los tebanos permanecían muertos en aquel paraje.


Ificles tomó del brazo a su hermano y buscaron entre los heridos hasta que encontraron a Anfitrión, a quien una lanza había atravesado el pecho. Las fuerzas abandonaban al anciano, pero alcanzó a decir


—Ificles, Heracles. Los dos han devuelto el valor y el honor a esta familia. Muero orgulloso de poder llamar a ambos hijos míos.


Heracles quería marchar contra la ciudad de Orcómeno y concretar la victoria, pero tampoco deseaba abandonar a su padrastro moribundo. Ificles le prometió entonces que el permanecería al lado del anciano mientras el resto de los tebanos marchaban en persecución de sus enemigos.


E Ificles cumplió su promesa, sostuvo la mano de su padre hasta que su alma abandonó su cuerpo, y después los enterró a él y a los otros caídos. Caminando solo hasta Orcómeno, cuando llegó vio sólo ruinas, pues Heracles la había reducido a cenizas. La victoria era absoluta. Cuando Ificles se unió al banquete de celebración, descubrió que ahora su hermano y él serían familia por partida doble, porque Creonte lo acababa de recompensar con la mano de Megara, acción con la que la desafiante princesa seguro estaría de acuerdo.


La gloria de Heracles era tal que hasta los mismos dioses habían bajado del Olimpo a honrarlo: Hefesto le había fabricado una armadura de bronce celestial. Hermes le entregó una nueva espada, y Apolo un majestuoso arco con flechas doradas. Sólo una divinidad no se había unido a la pleitesía: Hera, la esposa de Zeus, el padre del vencedor de Tebas.


Entonces un vago recuerdo se asomó en lo profundo de la mente de Ificles, casi como si de un sueño se tratara: el murmullo de serpientes reptando por una cuna, y en la oscuridad, unos rencorosos ojos de mujer. Se trataba de una diosa poderosa, y el poeta presintió que si no advertía a su hermano que le rindiera tributo, una gran tragedia ocurriría. Cuando se levantó a sugerirlo, alcanzó a ver que detrás de una columna, un nimia sobreviviente tensaba su arco y abandonó toda precaución.


—¡Heracles! ¡Cuidado!—gritó apartándolo de un empujón.


Vio como Heracles se levantaba, sin ningún rasguño, y con furia arrojaba al mar al arquero oculto. Ificles sonrió, orgulloso que por fin había mostrado ser un héroe digno, salvando la vida de su hermana. Pero respirar le costaba, el pecho se le hacía pesado, y antes de caer al suelo alcanzó a ver la punta de una flecha que le sobresalía del corazón.


Ya no podía ver nada, porque los ojos se le nublaban, pero sintió que unos fuertes brazos lo rodeaban y lágrimas le salpicaban los hombros. Su mellizo lo sostenía en sus últimos momentos, y lo lloraba con el amor de un hermano.


—Yolao, mi hijo. Cuídalo Heracles, júrame que lo trataras como si fuera producto de tu semilla y que nada le pasará bajo tu guardia.


Sollozando quizá por primera vez en su vida, Heracles se lo prometió por todos los dioses. Ificles trataba de recordar algo más que debía decir, una advertencia vital, pero ya no tenía fuerzas ni siquiera para pensar, lo único que permanecía con él era el recuerdo de su familia, el día que nació su hijo, y se concentró en aquella memoria para abandonar la tierra de los vivos con un poco de alegría.


—Yolao —murmuró antes de verse ante la barca de Caronte.


Y así fue el poeta Ificles, descendiente de Perseo y hermano de Heracles, se cubrió con la gloria de la muerte de los héroes.



Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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