La noche de los tres días
- raulgr98
- 23 feb 2023
- 4 Min. de lectura
¡Bienvenidos pasajeros! En esta ocasión iniciamos un experimento, que son los relatos en larga duración. Inspirado por la curiosidad de una lectora, he decidido narrar la historia del héroe griego Heracles (Hércules en romano). Dividido en 20 partes, los que tengan apetito de otras historias no deben preocuparse, pues Heracles únicamente será nuestro foco una vez cada dos semanas, alternándose con relatos individuales. Esta en particular es una travesía larga, que se extenderá hasta el 16 de noviembre, pero confío en que su paciencia se verá recompensada. Sin más, iniciamos.
La noche de los tres días
Tebas
"Tus hermanos han sido vengados por mi mano, amada mía. Con los tafos y el resto de tus enemigos muertos, emprendo la marcha de regreso. Espérame en dos semanas, cuando deberás honrar tu juramento".
Una vez más, la princesa Alcmena releyó la carta de su marido. Faltaban tres días para que se cumpliera el plazo marcado por Anfitrión, pero la doncella aún no sabía si estaba lista para compartir el lecho con él. Hubiera sido mejor que muriera en aquella descabellada aventura, tal había sido la intención de Alcmena al imponerle destruir al pueblo que había masacrado a sus hermanos para yacer con él, pero contra todo pronóstico el soldado lo había logrado.
Siendo honestos, el rostro del soldado no le producía repulsión alguna, y su cuerpo era alto y fornido, pero la princesa extrañaba Tirinto y sabía que por culpa de su marido no podría volver nunca. ¿Por qué ella, hija del rey Electrión, nieta del gran Perseo y descendiente del mismo Zeus, debía vivir como exiliada en la corte de Creonte?
En un primer momento, el matrimonio no parecía tan mala idea. Los descendientes de Perseo, cada uno reyes de su propia ciudad, competían por el trono de Micenas, que tenía poder por encima del resto. Electrión, pese a gobernar Tirinto, era demasiado viejo para competir, pero la elección estaba aun así en sus manos: Esténelo, su hermano menor, a quien siempre había envidiado, y el temerario Anfitrión, primo de ambos.
La lógica de su padre era impecable, una alianza de su propio linaje con el de Anfitrión les aseguraría Micenas por siempre. Lo que no había podido predecir es que en el banquete de bodas, tratando de ahuyentar a unos ladrones de ganado arrojando garrotes, el novio mataría por accidente a su primo y suegro.
Así que de nada había servido, Esténelo se había quedado el trono de todas formas y Anfitrión, acusado de asesinato, humillado, dependía de la piedad del rey de Tebas. Puesto que el matrimonio se había realizado, a Alcmena no le había quedado más remedio que huir a su lado, pero lo odiaba por matar a su padre y, rencorosa por haberla humillado, se negaba a recibirlo en su cama. Para cuando lo mandó a la misión que esperaba le costara la vida, llevaban año y medio casados pero la princesa permanecía doncella.
Absorta estaba Alcmena en sus pensamientos cuando la puerta de la casa donde residían se abrió de golpe y entró Anfitrión, con la armadura aun manchada de sangre pero más alto y viril que nunca. La luna brillaba por el umbral abierto.
-No te esperaba hasta dentro de tres días.
-Los dioses han sido buenos y el camino amable. ¿Honrarás tu juramento amada mía?
Alcmena dudó, pero entonces recordó que no hay hombre o mujer tan maldito como el que no cumple sus promesas, así que, resignada a su suerte, se levantó, le quitó la armadura a su marido, le limpió el rostro y lo besó.
Con firmeza, pero con sorprendente ternura para alguien de su tamaño, Anfitrión la levantó y la colocó en el lecho, donde dedicó horas a acariciar cada centímetro de su piel desnuda. Cuando finalmente consumaron su amor, el hombre mostró tal pasión y vigor que Alcmena pensó que el alma se le salía por el cuerpo. Una y otra vez se disfrutaron en una noche que pareció eterna, hasta que cansados pero satisfechos se desplomaron uno al lado del otro.
Alcmena no se dio cuenta de lo cansada que estaba hasta que percibió como la luz del sol se asomaba por la ventana y reparó que no había dormido en toda la noche. Pensó en acurrucarse junto a su marido y dormir unas horas cuando la puerta se abrió nuevamente y la princesa ahogó un grito de puro horror.
En la puerta, cansado pero sonriente, se encontraba Anfitrión.
Incrédula, Alcmena volteó a ver con quien había pasado tan pasional noche, pero descubrió que el lecho estaba vacío: su amante se había desvanecido como si de aire se tratara. Aterrorizada, descubrió con agobio que la armadura de quien ella creía era su marido, que había puesto al pie de la cama la noche anterior, también se había esfumado.
-Te dije que volvería en dos semanas amada mía-dijo el ingenuo Anfitrión, ignorante de lo que había acontecido-y en todas mis aventuras, lo único que pensaba era en tenerte.
Y mientras Anfitrión, impaciente y ardiente de deseo, se desnudó, Alcmena no pudo asentir o protestar, paralizada por la impresión no reaccionó hasta que su marido estaba ya besándola, y no le quedó de otra más que aceptar yacer una segunda vez ¿o sería acaso apenas la primera? con su marido.
Lejos de ahí, cuidándose de no ser escuchado por su esposa, Zeus compartía a carcajadas su nueva conquista con los otros varones del Olimpo:
-Es la mortal más hermosa que he visto en siglos, y no sospechó ni una vez. Helios, gracias por no sacar el carro del sol estos tres días. Fue una noche larga pero disfruté cada instante de ella.
Por sólo un segundo, Zeus sintió algo parecido al remordimiento. Seguramente había dejado embarazada a la pobre doncella. Anfitrión criaría a ese niño, era demasiado temeroso de los dioses y demasiado enamorado de su mujer para hacerle daño, pero si Hera se enteraba que le había sido infiel una vez más...
Desechó esos pensamientos con presteza. El rey de los dioses estaba satisfecho, y eso era lo único que le importaba.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
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