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La princesa acadia

Ur, 2250 antes de Cristo


En su lecho de muerte, la hija del rey Sargón vio el futuro. Ante sus ojos agonizantes contempló las grandes obras de su cultura, las vio derrumbarse, perderse en la arena sólo para resurgir, aunque quedaran muy pocos que entendieran la vieja lengua, muerta para entonces. Contempló el legado de su pueblo, que haría ecos en el tiempo y tocaría a los grandes imperios que le sucederían, pero también fue testigo con horror que, aunque su herencia perduraría, no así sus nombres; tan sólo obras sin dueño. Cuando encontraran las ruinas de Acadia, sabrían que grandes vivieron ahí, pero permanecerán anónimos para la eternidad.


Tantos años llevaba usando el nombre que había reclamado para sí cuando se convirtió en suma sacerdotisa, que había olvidado el que su madre le puso cuando bebía de su seno. Anciana, con la vista fatigada y las piernas débiles, con cada instante que pasaba una memoria más se perdía, y si ella misma no podía recordar detalles de su historia ¿Qué esperanza le quedaba de perdurar en el tiempo? Ella, que superviviente de guerras, exilios e intrigas, descendiente de reyes, no podía permitirlo. La única fuerza que le quedaba era su voz, y la utilizó para llamar a la joven doncella que estaba destinada a sucederla cómo máxima líder del culto al dios de la luna.


—Mi muerte está cerca, mas no temo a lo desconocido, sino al olvido.


—El imperio de su familia se extiende al este y al oeste, suma sacerdotisa; con torres que llegan hasta el sol y templos más brillantes que el oro. Todo el que las vea temblará ante las maravillas de los reyes de Acadia.


—Eso es ahora, pero ¿Qué pasará cuando los templos ardan y las torres sean devoradas por la arena? Son magníficas estas obras, más bellas que cualquier otra sobre la tierra, pero no dejan de ser las creaciones de mortales, y como nuestras propias vidas, aunque nos sobreviven por milenios, están destinadas a perecer.


—Todos saben su nombre, señora. No hay mujer, niño u hombre que no conozca su historia, su nobleza, su servicio al dios.


—¡No es suficiente! Todos ellos también habrán de morir. Pero no te he convocado para lamentar infortunios, sino para conquistar el destino. ¿Trajiste las tablillas?


La mujer más joven le extendió las tablas de barro, dónde resaltaban una serie de trazos. Durante sus semanas de agonía, la suma sacerdotisa había tenido una revelación: que las historias duran más que los templos, las murallas y los imperios. Era deber de toda suma sacerdotisa cantar las oraciones para el culto, pero ella, muchos años atrás, había dado un paso más allá que la de todos sus predecesores: en lugar de inventar un nuevo cántico cada día, que se perdía en el aire tan rápido como era terminado; se sentaba bajo la luz de la luna a inmortalizarlas en aquellas tablillas, para que sus mejores creaciones permanecieran siempre con ella. Ya no tenía fuerzas para escribir más, pero las leyó por última vez, y alcanzó a sonreír. Las regresó a quien sería su nueva custodia, y continuó.


—Dime, hija mía. ¿Cómo se llama la que más te gusta de mis obras?


—Exaltación a Inanna, mi señora.


—Sabia elección, pues no hay obra mejor que aquella que dedicamos al soberano de este templo, señor de la luna y la sabiduría. Pero dime, si no supieras que nació de mi mano ¿Cómo sabrías que compuse yo el poema, y no cualquiera de las sacerdotisas?


—Nadie más podría haberlo hecho señora. No es una oración como cualquier otra, sino una que sólo puede entenderse para aquellos que conozcan su vida. Es una oda y un relato, el de la hija del gran rey, primera suma sacerdotisa con sangre real; que acompañó a Sargón en sus conquistas, sufrió el exilio a manos de su cruel hermano y, gracias a su coraje y la lealtad al dios, regresó al lugar que le correspondía por derecho.


La respuesta le complacía, pero aún faltaba por hacer una última cosa. Sus tablillas no eran las primeras que mezclaban la vida de quién las ponía por escrito con historias de dioses y monstruos; pero todas cometían el mismo error: sin un nombre, con el tiempo resultaría imposible saber quien contó la historia, pasaría a formar parte del todo, y habría quien creería que todo fue un invento de generaciones de cuenta cuentos, cada uno agregando sus propios detalles. No, la tablilla y ella serían una misma, sólo así alcanzaría la inmortalidad. Decidida, dictó sus últimas voluntades.


—Hay que agregar una línea más, y mi obra quedará terminada. Protegerán las tablillas con la misma devoción con la que cuidan el templo, si en algo me estimaron. Y mi recuerdo vivirá por siempre así en la luna y las estrellas.


—Así se hará mi señora, pero si dijo que los templos y las torres perecerán...


—Yo sé que el tiempo destruirá la arcilla y la cuña que mis manos tocaron, pero las palabras vivirán. Esa será su última encomienda: transcríbanlas, tantas veces puedan, de la forma más parecida a la original y llévenlas por todo el imperio; así lo hará cada generación, hasta que el culto mismo deje de existir. Pero si Inanna nos bendice, siempre existirá una para traer de nuevo a la vida mis versos.


—Lo juro por la luna y las estrellas, señora mía. ¿Qué línea desea agregar?


—Lo único que asegurará que nadie pueda olvidar de qué mente y qué manos salieron los humildes cánticos. Escribe mi nombre, antes de que pierda el recuerdo: Enheduanna.



¡Bienvenidos pasajeros! Cuando comenzó esta semana, no tenía intención de volver a escribir de Mesopotamia, pero escuchando un video encontré por casualidad el nombre de Enheduanna, quién no sólo es la primera poetisa de la que la Historia tiene registro y la primera narración en primera persona que ha perdurado, sino, de cualquiera de los dos sexos, la autora más antigua de la que sabemos, las primeras obras que no fueron orales, colectivas o anónimas. Sí, las evidencias materiales están escritas en un idioma distinto al que la princesa habló, grabadas en escritura cuneiforme muchos siglos después de su muerte, pero hubo el cuidado de conservar su nombre en cada copia, y otras evidencias permitieron probar su existencia.





Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío




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