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La reina olvidada

Inglaterra, marzo de 1563


Casi diez años han pasado desde aquel negro día en que María la sanguinaria se sentó en la silla de San Eduardo, y cinco desde que Dios le arrebató la vida a la profana traidora. Hoy yo, John Foxe, en espera de mi regreso a Inglaterra tras un terrible exilio, reservo estas páginas de mi obra “El libro de Mártires” a quien, de no ser por la interferencia de cobardes y traidores, sería soberana del reino más grande de la tierra.


Conversé con ella sólo una vez, pero es suficiente para confirmar que jamás hubo en la ínsula doncella más noble que la inocente Juana Grey. Cortés en todo momento, sabía cinco idiomas, realizaba los más bellos bordados y bailaba con gracilidad pero prudencia. Prefería leer a cazar, y aunque nunca emitió una opinión fuera de lugar, en sus ojos se veía una inteligencia superior a la de los nobles barones de su cortejo.


Su linaje, de cepa pura, sin la terrible mancha de la bastardía, pues su abuela no fue otra que la noble María, de la casa Tudor, hija de Enrique VII y hermana de aquel otro Enrique que nos libró del yugo de Roma. Muchas cosas escribieron otros más versados que yo sobre el reinado de Enrique VIII, sobre sus virtudes y sus vicios, por lo que yo contaré aquí de los últimos días de su único hijo legítimo, el joven monarca que se ciñó la corona a los nueve años, y que pasará a la historia como Eduardo VI.


El niño rey tenía todo dentro de él para ser más grande que su padre, pues fue Eduardo y no Enrique quien consolidó nuestra amada iglesia, al dejar entrar la Reforma a nuestras costas. Pero quiso el destino que cayera enfermo a los seis años de reinado, con un mal tan funesto que ningún médico se atrevió a darle esperanzas a la corte.


Los infames agentes de la sanguinaria aún repiten que el buen rey desheredó a sus hermanas mayores por odio y enviada, por despecho y rencor, contraviniendo los deseos de su padre moribundo. Y si bien es cierto que Enrique nunca eliminó a sus hijas del orden de sucesión, el que las declarara bastardas mucho debería decir de la confianza que les tenía. Pero yo sé la verdad, pues la escuché de los propios labios de mi rey: Eduardo amaba a sus hermanas, y lo que ordenó en su lenta agonía fue no por dañar a su familia, sino por salvaguardar la verdadera fe. De haber podido, el rey habría nombrado sucesora a la valiente Isabel, con quien compartía nuestra devoción religiosa, pero la ley era muy clara: no se podía legitimar a una y desconocer a la otra a la vez, y la primogenitura favorecía a María, quien influida por la perfidia de la princesa aragonesa que la parió, ya se había declarado como ferviente católica. Con pesar en su corazón, el niño rey debió sacrificar a la bienamada Isabel, y firmar un acta en favor de su sobrina, la perfecta Juana Grey.


Yo estuve ahí aquel nueve de julio de 1553. cuando le informaron a la dama Juana de la muerte de su tío, unos meses menor que ella. Fui testigo de las lágrimas que derramó, y las vestiduras que rasgó, Escuché como su dulce voz negó aceptar el trono no tres, sino cuatro veces, y que no accedió a aceptarlo hasta que su propio padre, por aquellos años primer ministro del rey, le entregó el testamento del monarca, le susurró su última voluntad. Era poco más que una niña, que no llevaba ni dos meses de desposada con un vástago menor de la noble casa de los Dudley, pero aquella mañana, se comportó con más nobleza y dignidad no sólo que su cruel sucesora, sino que sus predecesores.


¡Oh, Dios mío! ¿Por qué no me diste el valor de acompañarla a la Torre de Londres, donde la tradición dictaba que esperara el día de su coronación? Si en tus misteriosos designios ya habías decretado que tu noble sierva reinaría por tan poco tiempo ¿por qué me privaste de su regia compañía? Mi gran arrepentimiento como cronista, es que nunca sabré lo que Juana Grey hizo en esos nueve días, desde su llegada a Londres hasta que sus partidarios cobardes la entregaron a los traidores que proclamaron a María la bastarda. Sé que siempre guardó en su corazón esperanzas de reconciliarse con su tía, y que si mandó a los suyos al combate fue sólo para librarla de los oportunistas y ambiciosos que, en su inocente creencia, la empujaban por el mal camino.


Llegué a Londres después del arresto, el día en que los nuevos poderosos obligaron a la regia Juana a ver desde su celda como ejecutaban a su suegro por supuesta traición. Ella, como el resto de su familia, fueron también condenados, pero la falsa princesa juró que los perdonaría. Yo estaba ahí ese día, y escuché de los labios de la propia María cuando juró a media ciudad que perdonaría la vida de su sobrina.


Pero las mentiras de esa cruel mujer no tienen límite, y en cuanto el pueblo expresó su justa indignación por su matrimonio con el maldito rey español, María no dudó en poner fin a todos aquellos alrededor de los cuales podría iniciar una revolución. Su hermano, su marido y sus primos la antecedieron frente al verdugo, su padre la seguiría una semana después. Juana Grey, el último de los fantasmas de la Torre de Londres, no llegaría a ver el final del siguiente febrero.


Si este libro es olvidado, los futuros cronistas dirán que María Tudor, hija de Catalina de Aragón, fue la primera mujer que reinó Inglaterra, y que su hermana Isabel fue la primera, pero no encontraré descanso si no pongo por escrito la verdad, aunque nadie la lea, pues antes de las bastardas de Enrique hubo otra más, la nunca coronada y nunca celebrada, que pudo haber traído la gloria a estas tierras, la reina de los nueve días,


Dedicado a la memoria de Juana I de la casa Grey, legítima reina de los ingleses.

¡Bienvenidos pasajeros! La página que acaban de leer nunca existió, pero es cierto que John Foxe es uno de los principales responsables de difundir la leyenda de Juana Grey, considerada mártir de los protestantes ingleses. No sería la primera vez que el conflicto religioso decidiría quien gobernaría Bretaña, pero lady Jane es en efecto un símbolo de esa lucha, y aunque nunca sabremos que tantas decisiones tomó aquellos nueve días, fue la gobernante de facto de Inglaterra e Irlanda en aquellos tiempos, un pequeño hueco que la historia oficial ha decidido olvidar, pero que tuvo el potencial de cambiarlo todo, no sólo evitar el reinado de la infame María la sanguinaria (otra prueba de la efectividad de la propaganda protestante), sino borrar de la existencia el periodo isabelino, y quizá el ascenso de los escoceses. Uno de los grandes "hubieras" de la historia política europea.



Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío




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