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La saliva y las tinajas

Sobre los cadáveres colocaron la mesa de banquetes, y sobre las vasijas sucias la gran tinaja. Durante siglos, los vanir y los aesir habían combatido, y ahora llenaban sus estómagos sobre el último de sus campos de batalla. Larga había sido la guerra, y endeble la paz recién conseguida, por mucho que ambos bandos la desearan. Los sabios de uno y otro grupo sabían que no había acuerdo, banquete o intercambio de rehenes que les bastara: se necesitaba un tratado de paz viviente, que les recordara lo que juntos podían hacer desde ese día hasta el Ragnarok. Por eso, una vez saciados, uno por uno dioses y diosas se acercaron a la gran tinaja y, pensando en lo mejor que tenían que ofrecer, lanzaron un sólo escupitajo. Mezcladas miles de esencias, la tinaja humeó y de ella salió un joven, el ser más bello que los Nueve Mundos habían visto, pues su hermosura no se limitaba a la perfección de sus formas, sino en una lengua más hábil que la del más astuto de los hechiceros, una que sabía la respuesta a toda pregunta y en cuyos consejos no se hallaba más que la verdad en estado puro. Anonadados, sus padres y madres lo llamaron Kvasir, hijo de todos, dios de la sabiduría.


Puesto que su función era evitar nuevos y terribles derramamientos de sangre, en lugar de poseerlo, tanto los vanir como los aesir decidieron compartirlo no entre ellos sino con todos los aspectos de la creación, y cuando se hizo hombre dedicó sus días a recorrer el Gran Árbol Yggrasil desde las raíces hasta las copas, predicando por la paz y ofreciendo consejo a todo el que lo preguntara con amabilidad, desde el más poderoso monarca hasta el más humilde de los insectos. En su infinita sabiduría, descubrió los embustes de Loki, ayudó a vengar al bravo Baldur, y por un instante, hasta entre los gigantes y los dioses hubo armonía. Pero la paz no estaba destinada a durar...



Bajo la tierra había una caverna, y bajo la caverna una mesa oscura y siniestra. Debajo de ella, dos enanos, corrompidos por la codicia, colocaron otra tinaja. Hasta su tierra subterránea habían llegado rumores de la sabiduría de aquel bello dios, pero los gemelos no querían que sus dudas fueran resueltas. Tenían hambre de un conocimiento en específico, aquel que te da poder cuando nadie más lo posee. En la oscura tinaja, los enanos habían arrojado la miel más deliciosa que pudieron conseguir, pues esperaban a su invitado. Kvasir, quien pese a su conocimiento tenía la nobleza de un infante, aceptó ir a la casa de los peticionarios, como tantas otras veces lo había hecho para incontables filas que acudían a él; pero la miel nunca llegaría a los labios del dios. Una vez estuvo sobre la mesa, sus invitados lo amarraron y con una daga curva desgarraron su cuerpo, y gota a gota su sangre se derramó hacia la tinaja, donde sus asesinos diligentemente la mezclaban con el dulce néctar. Sólo hasta que estuvo seco fue que con lágrimas falsas lo cosieron y lo regresaron a los dioses, en un duelo fingido declarando que lo habían encontrado en la oscuridad. Sin levantar las sospechas de los dolientes, regresaron a casa para probar su trofeo: el primer hidromiel, aquel que le daba una habilidad para hablar sin igual al mortal o inmortal que lo bebiese.


Pero aquel sin escrúpulos tarde o temprano es víctima de su propia maldad. Tan sólo unos meses de libertinaje pudieron disfrutar de su creación aquellos retorcidos seres, matando y engañando por todos los mundos, pues un crepúsculo fueron capturados por un enorme gigante, el hijo de una de sus víctimas, quien para perdonarles la vida exigió aquello que más amaran. Un sólo sorbo le bastó al gigante para codiciar también la bebida, y la regresó a su tierra para no compartirla con nadie, ni siquiera con su hija y hermano. Y en el mundo de los gigantes, el hidromiel esperó....



Dentro de la montaña más alta había un palacio, y dentro de éste su amo construyó una gran estancia, en la que colocó no una sino tres tinajas con el divino brebaje. Un ser proyectaba su sombra sobre ellas, y aunque era un rey por derecho propio, no era el de los gigantes. Muchos años le había costado rastrear la sangre del amado Kvasir, y llegar a esa habitación había puesto al límite su poder. Con una combinación de fuerza y astucia, el rey ladrón había asesinado a los sirvientes del celoso hermano del gigante, y trabajando para él por un año se había ganado suficiente confianza para convencerlo de abrir un agujero en la montaña de su hermano, del tamaño justo para que, metamorfoseado en serpiente, el ladrón pudiera escabullirse dentro. Pero quedaba una última guardiana, la hija del gigante, furiosa de no poder disfrutar de aquel tesoro pero obligada a obedecerlo. Ella jamás podría beber del hidromiel, pero la magia que la ataba no decía nada de dejar a otros pasar un instante, por el precio adecuado.


Por tres noches el ladrón yació con la giganta, a cambio de diez segundos en la sala de su padre, lo suficiente apenas para tres sorbos, uno cada amanecer. Pero lo que la ingenua giganta desconocía es que su amante era Odín, señor de los Aesir y rey de Asgard, con una magia que no conocía rival en aquella fría tierra. Expandiendo su garganta más allá de lo imaginable, el ladrón tomó tres tragos como había prometido, pero con cada uno vació una tinaja por completo, guardando el contenido dentro de sí para llevarlo de vuelta con los suyos. La última de aquellas mañanas, el sol no se posó sobre él como antes, pero lleno de la magia de la bebida, Odín no se percató hasta que fue demasiado tarde que era porque una sombra cubría la única ventana del salón: el gigante había vuelto antes a su casa aquel amanecer, y odiaba a los ladrones con fuerza.


Descubierto, Odín no se paralizó, y usó su magia para convertirse en águila y huir por la ventana, pero terrible fue su sorpresa cuando descubrió que aquel a quien había hurtado poseía el mismo poder. Temiendo la furia del gigante, ni siquiera pudo terminar de tragar, y perdiendo el rumbo, tuvo que volar por los nueve mundos, siempre con la sombra de su perseguidor demasiado cerca, hasta llegar a las puertas de Asgard. Y aunque en la seguridad de su salón escupiría lo que había consumido, y los dioses disfrutarían de una oratoria sin igual hasta el fin de los tiempos, nunca la tendrían sólo para ellos, pues aquella majestuosa águila tuvo que dar muchos giros bruscos para evitar la captura, y en la vastedad de Midgard, unas cuantas gotas doradas cayeron, esperando ser encontradas por mortales dignos de ellas.

¡Bienvenidos pasajeros! Este relato, pendiente desde la semana pasada, es la explicación que daban los antiguos nórdicos a la existencia de los grandes poetas y oradores de entre los suyos, capaces de hilar las palabras de una forma tan bella, tan lejos del alcance de sus compañeros. Si alguna vez has encontrado dentro de ti un hablar que desconocías, con una inspiración casi divina, quizá es porque tomaste por error una de las gotas del hidromiel de Kvasir que Odín regó por la Tierra. Muchas de las palabras más poderosas han surgido de la violencia y la muerte, pero sólo ellas pueden lograr la verdadera paz, una paradoja que no escapaba a los antiguos navegantes, quienes creían que la bebida más sagrada era la sangre de un dios, su legado en un mundo que es peor desde su cruel asesinato.



Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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