La sinfonía de los números
- raulgr98
- 31 ago 2023
- 4 Min. de lectura
Londres, 1843.
—Un profesor de Turín publicó un artículo sobre la máquina, Charles. Nos pide que le demos salida aquí en Inglaterra.
El veterano matemático se acercó al papel que le extendía su protegida de veintiocho años, pero rápidamente perdió el interés.
—No entiendo una palabra de italiano, y se me hace un poco tarde. Tradúcelo si quieres, pero respóndele a…Luigi Menabrea…que no está en nuestras manos la circulación local, ni siquiera si es su impresión de nuestro trabajo es positiva.
—Me gustaría hacer un par de anotaciones. Si te parece bien, creo que se pueden publicar junto con la traducción.
Su interlocutor asintió parcamente y abandonó la habitación. Ada sonrió con resignación; conocía a Charles Babbage desde hacía diez años, lo suficiente para darse cuenta que nunca dejaría de ser un huraño, con tan poco interés por las normas de convivencia que en privado seguía llamándola por su nombre de pila, pese a que llevaba casada ocho años, y hacía cinco que habían nombrado a su William conde de Lovelace. Otra mujer estaría furiosa de que el viejo no le hubiera dado trato de condesa ni una vez, pero había aprendido tanto de él que estaba dispuesta a perdonarle la descortesía.
Así que, en la soledad de su estudio, Ada comenzó a leer, traducir y escribir, sin tomarse descansos para comer. Sólo pausó la rutina para contestar dos cartas de amigos personales: una del viejo Faraday, otra del joven Dickens. El científico y el escritor, ambos tan diferentes como podía ser posible, pero igual de queridos por la joven. Llevaba años codeándose con la élite intelectual de su época, sin discriminar a lógicos de soñadores, quizá un reflejo de las contradicciones de su propia vida.
Con nostalgia, volteó hacia las muletas que descansaban contra la puerta, una herencia de sus enfermedades infantiles. “Toda una contradicción” pensó. Le costaba caminar, pero deslumbraba en la pista de baile. Su fe en la frialdad de la ciencia no le impedía perderse en el juego. Era la devota más coqueta que conocía. Se preguntó que dirían sus padres si la tuvieran enfrente.
Su padre probablemente se reiría con ella, o eso es lo que quería creer. No tenía ningún recuerdo de él, salvo por un par de retratos que sus medias hermanas le habían prestado; pues el hombre la había abandonado cuando tenía un mes, sólo para morir peleando en Grecia cuando tenía ocho. Aun así sentía que lo conocía, como lo conocía toda Europa, pues la condesa de Lovelace había nacido Ada Byron, única hija legítima del alabado poeta. Su madre se había quedado con ella, pero no por eso la sentía más cercana, pues había sido criada por una mujer fría, lejana y rencorosa.
Sin embargo, a Ada le era imposible guardarle rencor, pues en la obsesión de su madre de evitar que se interesara en las artes como “el loco de su padre”, le había provisto de los mejores tutores que el dinero podía pagar. De todos ellos, Mary Somerville era a la que recordaba con más cariño, pues la astrónoma había sido casi una segunda madre. Fue ella quien descubrió que Ada tenía talento para las matemáticas cuando sólo tenía diecisiete, y también fue ella quien un año después le presentó a Babbage.
Sí, su madre había intentado extirpar de su vida todo lo que le recordara a Byron, pero Ada lo seguía sintiendo en su interior, siempre que las aves cantaban, las flores desprendían perfume y cuentos de tierras lejanas llegaban a las costas inglesas. Ni siquiera en los números se podía deshacer de él, pues a ellos también los veía bailar. Muchos la tachaban de loca, pero la condesa estaba convencida que dentro de los números también existía cierta rima, un poema esperando a ser descubierto. Las leyes de la naturaleza eran inmutables, era cierto, pero ¿qué acaso no se necesitaba una mente creativa para descifrar sus secretos?
Esa misma creencia la había llevado a trabajar con el viejo matemático. Juntos habían construido y patentado varias máquinas mecánicas, pero no por eso dejaban de ver al futuro. El texto que Ada traducía era un comentario sobre el experimento que habían ideado hacía seis años: una máquina analítica, aún por construirse, que pudiera hacer cálculos más veloces de lo que la mente humana podría jamás.
Quizá fuera por pensar en Lord Byron, quizá por lo melodioso del italiano que leía, pero Ada comenzó a escuchar música en su mente, algo nunca antes imaginado, que gritaba desesperado por escapar. Una idea iluminó la mente de la duquesa: el día que lograran construir la máquina con la que habían soñado ¿se le podría enseñar a hacer algo más que contar? Movida por esa curiosidad, escribió y escribió en una hoja en blanco, sin importar que los dedos se le mancharan de tinta, y después garabateó hileras e hileras de números que parecían bailar a la luz de la vela.
Cuando terminó, varios grupos de ecuaciones nacían ante sus ojos. Los otros lo llamarían un algoritmo, pero ella sabía que era más: un poema, la sinfonía del futuro.
¡Bienvenidos pasajeros! No se puede negar que no se puede comprobar el mundo moderno sin las computadoras, y aunque la maquinaría fue inventada en su mayor parte por hombres, fue para mí una gran sorpresa descubrir que la computación tiene una madre, y es que el algoritmo de Ada Lovelace es considerado el primer programa computacional.
Con esta historia no quiero minimizar la discriminación y violencia a la que las mujeres se han enfrentado históricamente, sino hacer notar que mentes excepcionales que han logrado sobreponerse al sistema siempre han existido, muchas veces gracias a la colaboración (aunque Lovelace sea la científica famosa, no hay que quitarle relevancia a la influencia de su tutora, por dar un ejemplo).
Y si estas historias han existido siempre, creo que es nuestra obligación traerlas a la luz, pues el olvido es el mejor amigo del estatus quo.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
No tenía ni idea de la existencia de la condesa Lovelace y menos aún de su aportación a la informática, paradojicamente con un toque de poesía.