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La sonrisa más bella

¡Bienvenidos pasajeros! Normalmente los libros de mitología terminan las historias de Heracles con el final de sus doce tareas. Sin embargo, sería un error suponer que el héroe tuvo un final feliz, así que en nuestros últimos tres relatos exploraremos el final de nuestro protagonista, un clásico ejemplo de tragedia griega.

La sonrisa más bello

Ecalia, 25 años antes


—¿Seguro que no quieres participar? Sólo así sentiría que es una competencia de verdad.


—No, amigo mío contestó Filoctetes.— Sé que te ganaría incluso con los ojos vendados, pero aun soy joven para casarme, y dicen que en Esparta hay una belleza singular que florecerá en un par de años. Los rumores aseguran que la tal Helena es hermana tuya.


Los dos arqueros se habían conocido años atrás, en el viaje del Argo, y decían que sólo entre ellos podían rivalizar las flechas, por fuerza y por certeza. Filoctetes era aún muy joven, pero Heracles tenía esperanzas con él. Jasón y Teseo habían muerto un par de años atrás, Orfeo y Meleagro también. Con Atalanta desaparecida, de los que se embarcaron en aquella gloriosa expedición sólo Néstor y los dos amigos permanecían. Con el orgullo de Príamo el troyano creciendo con cada nuevo hijo, Grecia necesitaría una nueva generación de héroes que llevaran gloria a sus ancestros. Dos hermanos de Micenas se habían hecho de renombre en los últimos juegos, y decían que el príncipe de Ítaca era el hombre más ingenioso desde Dédalo. Las esperanzas de Heracles descansaban en los hijos de otros dos argonautas, Peleo y Telamón. El semidiós había apadrinado a las criaturas, Áyax y Aquiles, pero se resistía a entrenarlos. Él no era el viejo Quirón, y en su corazón presentía que el final se acercaba. Necesitaba dejar las aventuras y construir un hogar, la familia que le faltaba desde la venganza de Hera.


Esa era la razón por la que se encontraba en tan remoto reino. El anciano Éurito había ofrecido la mano de su hija doncella al que ganara una competencia de tiro con arco. El rey, en lo que se sentía como otra vida, le había enseñado a disparar, así que sabía que sería exigente con los participantes. Rehusándose Filoctetes a participar, la competencia sería mucho más sencilla. Con orgullo, Heracles se registró y presentó sus respetos a la familia real. Entonces la vió.


Su suave piel besada por el sol era perfecta, más bella que las joyas que la adornaban. El viento hacía bailar los largos y negros cabellos. Era delgada y baja, pero su figura parecía tallada por el mejor de los artesanos. Y su sonrisa, esa sonrisa traviesa que se asomaba entre labios perfectos para besar, en complicidad con oscuros ojos llenos de inteligencia. La princesa Iole parecía ignorante de su propia hermosura, y eso lo hacía todavía más atractiva. Aunque había conocido muchas mujeres en años de viaje, y había procurado reconocer a los hijos que había engendrado, la doncella era la primera que lograba hacerlo olvidar a Megara, aunque sea un instante.


Incluso años después, Heracles sería incapaz de recordar la competencia. Su sonrisa ocupaba su mente, y la obsesión por tenerla sólo crecía con cada tensión de la cuerda. Antes de darse cuenta, había ganado, pero en la mirada del viejo rey sólo había recelo.


—Hasta nuestro lejano hogar han llegado historias de tu habilidad, que hoy hemos podido comprobar. Pero héroe, tú ya estuviste casado, y no le deseo a mi hija final tan funesto como el de la princesa Megara y sus hijos....


Heracles no estaba dispuesto a soportar semejante humillación. El necio había violado los términos del acuerdo frente a toda Grecia. Y aún así, amaba a Iole, no podía simplemente irse y olvidarse de ella. Tratando de no matar a toda la ciudad, subió a la muralla y comenzó a romper piedras, una tras otra, cada vez más furioso. Sintió una presencia atrás de él, una que no sentía desde que era un niño. Sin humor para escuchar a la mujer de su padre burlarse de él, gritó y le lanzó un certero puñetazo.


Demasiado tarde comprendió que Hera se había aprovechado nuevamente de su debilidad, y que en el arranque de locura el que ahora caía hasta el mar, empujado por su ciega mano, era Ífito, maestro de Odiseo y hermano de su amor, quien había subido a la muralla a negociar con él en nombre de su familia. El rencor de su madrastra, y su propio odio, le habían arruinado la vida nuevamente. No soportaría ver a Iole a los ojos, no después de lo que había hecho, así que de espaldas al horizonte, peregrinó de nuevo al oráculo, a entregar de nuevo su libertad.


Caledonia, tres años después


Su hermano Hermes había dirigido la subasta. Monarcas grandes y pequeños habían ofrecido lo que tenían por poseer al poderoso Heracles, quien se había vendido como esclavo por tres años para pagar la deuda a la familia del trágico Ífito. Pero ahora el héroe estaba de vuelta en su tierra, tras pagar su penitencia en la lejana Lidia, al servicio de la reina Onfalia.


El héroe se sentía viejo y cansado; sólo quería un hogar, y tratar de desprenderse a Iole del recuerdo. Se había prometido a sí mismo que, una vez libre, renunciaría a cualquier pelea más; pero el rey que lo había llamado era uno que su corazón no podía ignorar: el monarca de Caledonia era el padre de Meleagro el fuerte, argonauta, cazador del monstruoso jabalí de Artemisa, el único que podía rivalizar con su fuerza, y que había encontrado la muerte temprana en un trágico accidente hogareño. La petición del doliente padre de su amigo era simple: rescatar a la única hija que le quedaba de las manos de un dios del río.


Cuando llegó al agua, retó a la divinidad, con cuerpo de toro, a un combate cuerpo a cuerpo, y montándose sobre él, le rompió un cuerno y lo sometió bajo su yugo. Aqueloo, que así se llamaba el dios, lo maldijo, pero había perdido en un combate de honor y no tuvo de otra más que entregarle a la princesa Deyanira.


La muchacha era alta, de cabello cobrizo y ojos del color de la miel. Con el vestido hecho jirones por el rapto, la visión de su cuerpo lo deslumbró también, y aunque aún lloraba lo que no pudo ser, por un instante se preguntó ¿Y si tal vez?


—Yo no lo haría si fuera tú —escupió Aqueloo a sus pies— las reglas del combate dicen que no puedo vengarme de ti o tu familia, así que este consejo te lo doy con buena voluntad. Las moiras prometieron a Deyanira a mí, pero su padre se negó. Si la desposa alguien más, no encontrará en el lecho más que desdicha. ¡Si te la llevas Heracles, te habrás condenado! ¡La próxima vez que cruces un río, recuerda al rechazado Aqueloo!


En otro tiempo, el héroe habría escuchado, pero ¿que mal le podría hacer un espíritu de río, si dos veces había sobrevivido a la reina del Olimpo? Cuando regresó con la princesa, fue el propio rey de Caledón quién le ofreció su mano en matrimonio, sin preguntas, sin pruebas, sólo agradecimiento genuino y la necesidad de un heredero. Viendo el cabello de la princesa relucir a la luz de las antorchas, Heracles pensó que se había ganado un descanso, y aquel lugar era mejor que ninguno para empezar de nuevo, intentar recuperar la felicidad, conocer como era la vida para los mortales. En medio de la algarabía en la que algunos dioses fueron invitados de honor, se desposaron antes de que terminara la semana.


Pero aunque el cuerpo de Deyanira era cálido, y sus besos suaves, en la noche de bodas la sonrisa con la que Heracles soñó fue la de Iole.

Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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