La trampa de Euristeo
- raulgr98
- 1 jun 2023
- 4 Min. de lectura
¡Bienvenidos pasajeros! Esta semana continuamos con la historia de Hércules con el relato de su tercer trabajo. Espero que lo disfruten.
La trampa de Euristeo
Cerinea, un año más tarde
"Así que te precias de ser un gran cazador, ¿no primo? En Cerinea deambula la cierva más hermosa jamás creada, con cuernos de oro y pezuñas de bronce. No me importa lo que tardes, ni si la traes viva o muerta, pero la necesito en mi colección"
Las palabras del rey aun lo perseguían, y aunque el patético personaje se había escondido en su vasija al ver al jabalí, seguro ahora se reía a carcajeaba de su fracaso, pues cuando le encomendó la tarea había olvidado una información clave: el condenado animal corría más rápido que una flecha. A través de bosques y montañas, de ríos y pantanos, de praderas y páramos, durante un año había perseguido al animal y en ninguna ocasión había visto más que el breve resplandor de sus cuernos o una ráfaga de pelaje galopando.
Estaba harto, sudoroso, cansado. A punto de desfallecer en un claro del bosque donde había comenzado la cacería, tiró su largo cuerpo sobre las hojas, y estiró el brazo para tomar un poco de agua de la corriente que corría.
Y entonces la vio. En otro recodo del riachuelo, a unos cien metros de distancia, la cierva bebía del agua clara. Aunque era hembra, sus cuernos eran más grandes y magníficos que los de cualquier macho que Heracles hubiera casado, y la luz del sol reflejada en sus cobrizas patas cegaba a quien se atreviera a mirarlas fijo; pero era el pelaje, de un marrón tan brilloso que parecía dorado, sin mancha alguna, era lo que la convertía en un espectáculo realmente memorable. A regañadientes tuvo que admitir, Euristeo tenía razón, era la bestia más preciosa que había visto.
Y aún así, si quería perdonarse por el asesinato de sus hijos, el animal debía morir. Tratando de contener una lágrima, tomó su arco y colocó una flecha en la cuerda. Era el tiro más difícil de su vida, casi imposible, pero nunca tendría una oportunidad mejor. Y sin embargo, antes de soltar la flecha, una voz furiosa retumbó a sus espaldas.
—¡Te atreves mortal, a cazar a mi animal sagrado! ¡He fulminado arrogantes como tú por crímenes mucho menores! Prepárate a morir.
Con una emoción extraña, que casi podría describirse como miedo, el héroe soltó sus armas y arrodillado, giró lentamente. Cuando se atrevió a alzar la mirada, frente a él estaba una muchacha, poco más que una niña, pero con un rostro frío y una mirada llena de odio. Era hermosa sin duda, con negro cabello recogido y un vestido blanco corto que ondeaba al viento. Toda ella desprendía un aura de luz plateada, mismo color del arco y la flecha con el que le apuntaban sus brazos tonificados. Aunque nunca había sido religioso, la reconoció enseguida, pues su gemelo le había regalado el gran arco que tantas veces le había salvado la vida.
—Grande Artemisa, ruego tu perdón. Soy Heracles, hermano tuyo, y juro por mi vida y mi honor que no profanaría tus bosques si no tuviera otra opción. Estoy en misión sagrada impuesta por el oráculo de Apolo, nuestro hermano.
Afortunadamente para el semidiós, la curiosidad pudo con la divina cazadora, quien bajó su arco. Cuidando cada palabra, le explicó paso a paso su crimen, su castigo, y las aventuras que lo habían llevado hasta ahí. Al terminar su historia, la furia se disipó de los ojos de su media hermana, pero en el rostro permanecía la misma expresión implacable.
—¿Y acaso tu amo, el rey de Micenas, no te explicó que hace cincuenta años mis sacerdotes proclamaron por toda Grecia mi decreto, por el cual todo aquel que dañe o manche siquiera el pelaje de esta cierva sería condenado a muerte por mi mano?
Y entonces Heracles comprendió porque Euristeo lo había mandado a capturar un animal tan bello, pero a la vez tan ofensivo. Sabía que ninguna bestia tenía el poder de matarlo, y no se atrevía a hacerlo el mismo, así que le había tendido una trampa: los dioses se desharían del pariente incómodo por él. Así se lo comunicó a Artemisa.
—¡No soporto la arrogancia de los mortales! ¿Acaso creen que somos sus títeres, para cumplir sus caprichos y deseos por ellos? Ya le llegará su castigo a ese tal Euristeo, pero por deferencia a ti, hermano, esperaré a que cumplas tus tareas. Si logras capturar a la cierva sin dañarla, permitiré que la lleves a la corte, pero mi furia será inmensa si no la has regresado a este bosque antes del cambio de estación. Padre ha hablado de ti en el Olimpo, y está orgulloso del nombre que te has forjado, que los dioses estén contigo.
Y antes de desaparecer, le entregó una red plateada, tejida con hilo divino, pero no le dio más explicación y Heracles comprendió que debía hacer la tarea solo. Aun así, tardó poco en encontrar la solución, debía hacer el tiro imposible. Anudando un extremo de la red a la flecha, ajustó ligeramente el ángulo y soltó. La flecha voló y se perdió entre los árboles, pero la red se atoró en los cuernos de la cierva, y cuando esta intentó liberarse quedó completamente enredada.
Acercándose al animal caído, comprobó que no tuviera ni un rasguño y la acarició con sus torpes manos, tratando de hacerle comprender que no le deseaba el mal. Cuando la cierva se tranquilizó, se la echó sobre los hombros e inició el camino de regreso; pero por una vez lo hizo cantando, pues las palabras de Artemisa le habían dado un poco de paz: si su padre lo observaba con orgullo, quizá todo resultara bien al final.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
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