La tumba y el olvido
- raulgr98
- 11 ene 2024
- 6 Min. de lectura
Egipto, 1325 antes de Cristo
El visir tomó la mano del muchacho mientras agonizaba. El niño rey siempre había sido demasiado débil, pero nunca hasta ese extremo, y una vida de apenas diecisiete llegaba a su apogeo. Mientras secaba el frío sudor de la frente del monarca, el anciano entendió que el niño al que había criado no llegaría a ver el amanecer.
Diecisiete años, una vida muy corta para responsabilidades tan grandes. El niño rey portaba las coronas de Egipto desde los ocho, pero el tiempo no había sido suficiente para sanar todas las heridas del faraón loco; por mas que contara con los consejos del anciano. Lo que Ay no se atrevía a decir en voz alta es que lamentaba que su señor hubiera accedido al trono en primer lugar, todo por la necedad de su padre y la burla de los dioses. Demasiados años había intrigado para que el entonces brillante príncipe heredero tomara a su hija como esposa principal, pero de nada había servido: de la unión entre su amada Nefertiti y el tres veces maldito Akenatón sólo mujeres habían surgido, y el varón que ahora expiraba en medio de temblores era el vástago de una mujer menor. Dos años la reina viuda, la hija de Ay, había ocupado la regencia, pero los militares se hartaron y convencieron al muchacho de exiliar a su madrastra antes de que el daño de Akenatón pudiera subsanarse. El visir debió odiar al niño rey por haber mandado lejos a su hija, pero había conservado al anciano a su lado, y escuchado sus consejos; incluso se había desposado con una nieta, la hija más joven de Nefertiti; y aunque no era de su sangre, Ay lo llegó a ver como el hijo que el destino le negó. Por eso, cuando vio que el pecho del muchacho dejó de moverse, y comprobó que su corazón no latía más, el visir le cerró los ojos y sufrió.
Pero Ay no lloró, pues en su mente práctica no había espacio para el sentimentalismo. Antes de que el cadáver enfriara, el anciano ya no pensaba en aquel que había considerado hijo, si no en la sucesión. Si al menos el difunto y Anjesenamón, su nieta, hubieran logrado concebir, podría exigir la regencia: el crío no sólo sería hijo del faraón, sino su propio bisnieto, y ni los sacerdotes ni los escribas podrían oponerse, pues el anciano había iniciado su carrera con ellos. Pero tal criatura no existía, y un sombra real crecía en el este. Horemheb, el brillante general que había ayudado al niño rey a deshacerse de su madrastra se encontraba lejos, peleando contra los hititas, pero el visir sabía que llevaba años esperando la muerte del muchacho, y volvería al Nilo en cuanto la noticia le llegara. Ay tenía a lo sumo tres semanas para sentar a alguien más en el trono, pero la muerte de un monarca no se podía ocultar mucho tiempo, por lo que en realidad tenía veinte minutos para trazar un plan, lo que tardaría el esclavo en traerle alimentos al faraón.
¿Quién podría ser rey? Se preguntaba el anciano intranquilo, quien tendría la legitimidad que el advenedizo general, cuando de la familia real sólo quedaban mujeres, a las que Horemheb podía obligar a casarse. Las hermanas del niño rey eran la solución, pues llevaban la sangre de Akenatón ... la sangre de Nefertiti... la sangre de Ay. ¿Se atrevería a reclamar el trono para sí? Pero en la soledad del palacio imperial, viendo su reflejo arrugado en el estanque, el visir no encontraba quien se lo mereciera más: había sido amigo del viejo rey, Ahmenotep III, el último buen faraón, y por los últimos veinte años de su largo reinado lo sirvió como visir, aprendiendo. Fue sólo gracias a su sabiduría que todavía existía un Egipto, pues por otros treinta y siete años, en los que Akenatón se dedicó a su absurda guerra contra los dioses, había sido Ay quien mantuvo todo en pie. Su querida Nefertiti habría sido mejor monarca, pero su reinado había sido cortado en la plenitud, y salvo por ese respiro, Egipto había pasado de las garras de un loco a la impotencia de un enfermizo. Cuando los esclavos llegaron, el visir tomó su decisión.
La boda fue antes que el funeral, pues Horemheb se acercaba. Así, mientras embalsamaban al muchacho al que había criado, Ay se desposó con la esposa-hermana que dejaba detrás, su nieta, y afirmó que la última voluntad del faraón había sido que su leal consejero lo sucediera. No la tocó, de todas formas no tenía las fuerzas para cumplir su labor en el lecho, pero la ceremonia era importante. Con la bella y triste Anjesenamón a su lado, quien fuera gran visir de cuatro faraones se ciñó las coronas del alto y el bajo Egipto. Sólo quedaba la cuestión del entierro.
Cuando la momia estuvo lista, Ay visitó el sepulcro en el Valle de los Reyes que se le había preparado, inmenso el túnel, con una cámara digna de reyes. Pero en el umbral, al nuevo faraón las rodillas le fallaron y la tosió hasta escupir sangre. Aunque durante su coronación se había sentido inmortal, la vista de la tumba le recordaba la verdad: tenía noventa y cuatro años, no le quedaba mucho tiempo. Y el faraón temió. Pero el miedo no era a la muerte, pues por décadas la esperaba. Su tormento era al olvido. No tendría el tiempo para deshacer los males de Akenatón, la obra que ni Nefertiti ni su hijastro pudieron resolver en vida. Y cuando dejara este mundo ¿quién recordaría al anciano Ay? El legado era algo que debía protegerse, a toda costa.
Despidiendo a su escolta, caminó solo hasta el rincón más apartado del Valle, a una pequeña cámara que el niño rey había ordenado preparar. Casi oculta por la arena, se encontraba debajo de las recámaras de los constructores, insignificante si se le comparaba con los otros santuarios del lugar, y esa tumba tenía dueño, pues el muchacho la había mandado construir para su leal consejero, el abuelo de su esposa. La primera vez que la vio, años atrás, el anciano se sintió agradecido por el regalo de dormir eternamente entre reyes, pero ahora que el mismo portaba las coronas, una cámara tan humilde se le hacía poca cosa. Ay, faraón de Egipto, no tendría la tumba de un sirviente, que el tiempo y la arena olvidarían.
Sólo por un instante tuvo remordimientos por lo que estuvo a punto de hacer, pero los desechó con frialdad. Era Ay, el que había mantenido el orden como visir por sesenta y ocho años quien se merecía tener el descanso de los reyes, no un niño que apenas podía pararse de su lecho; ¿qué méritos había reunido, más allá de ser hijo de otro rey indigno de esos honores? Eran familia, pero ni siquiera compartían la misma sangre. Y aún así, había sido faraón, y por eso, o tal vez para calmar su conciencia, fue que el faraón ordenó que, de acuerdo a la costumbre, se llenara el pequeño sepulcro con todo el oro y tesoros que el niño podría necesitar en la otra vida. Acabado el entierro, el anciano faraón mandó sellar la tumba de Tutankamón, el niño rey, preguntándose si la Historia recordaría su nombre, o sólo sería una nota al pie en la gloria que Ay, señor del Nilo y rey de Egipto, al cambiar las tumbas, había asegurado para sí mismo.
Pero lo que el anciano Ay, pese a sus décadas de sacerdocio, ignoraba, es que los dioses no perdonan este tipo de arrogancia. Cuando su tiempo llegó, cuatro años después, el general Horemheb regresó, y tras casarse con la hija del viejo visir, pasó veintisiete años dirigiendo un ejército de artesanos para ir monumento por monumento borrando el nombre y el rostro de su antecesor, llegando al extremo de defenestrar su tumba, romper el sarcófago y esparcir los restos. Suntuoso fue el sepulcro que el general usurpador encargó para sí mismo, pero los saqueadores la encontraron, y visir y general encontraron una nueva hermandad en la muerte: las dunas devoraron su legado con el robo de sus tesoros, mientras el niño rey en la tumba abandonada aguardaba el encuentro casual que le ganaría la eternidad.
¡Bienvenidos pasajeros! No me había percatado hasta que me senté a organizar la semana que me percaté del hecho que, pese a un par de mitos que recreé, nunca había cubierto historia egipcia en este espacio. Sin lugar a dudas, el hallazgo de la tumba de Tutankamón, la única intacta que se ha encontrado, es uno de los relatos de arqueología más famosos de la Historia, pero a mí, más que el hallazgo, me interesaba el por qué un emperador que aparentemente murió de causas naturales fue condenado a la falta de respeto de ser enterrado en una cámara menor. Hay muchas teorías de que aconteció en los últimos años de la XVIII dinastía, pero de todas las versiones, escogí ésta, no sólo porque me parece una de las más probables, sino por que la ironía de un anciano obsesionado con el legado, que salvó el de su antecesor al intercambiar sepulcros, sólo para que su momia sea la única de la dinastía que no se ha encontrado, fue demasiado grande para resistirla.
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