La última reunión de los Apóstoles
- raulgr98
- 1 dic 2022
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Jerusalén, año 50.
Por primera vez desde que había iniciado el debate un año atrás, Juan, uno de los pilares de la Iglesia, habló:
-Jesús nos habló de paz y de amor. El señor no habría querido que sus fieles peleáramos entre nosotros, menos aún cuando los romanos y los fariseos aún persiguen nuestra fe.
-¿Y quien eres tú para hablar de persecución?-gritó alguien en el fondo de la sala-Fuiste el favorito del mesías, pero no te has entregado a la causa como los mártires. ¡Dime que has sacrificado, cobarde!
"A mi hermano, para empezar"-pensó Juan, pero no le respondió a su agresor y lo perdonó por su ignorancia. Dentro de un mes se cumplirían seis años que Agripa había mandado decapitar a Santiago, el primero de los doce en ser asesinado, pero el apóstol lloraba su pérdida en silencio, con la certeza que ahora estaba en la compañía de Jesús, el único consuelo que le quedaba por aquellos días.
Aunque habían hecho viajes breves para predicar, prácticamente no habían salido de Jerusalén en los diecisiete años desde la crucifixión y ese era un problema que sólo Juan parecía entender. Santiago, el mayor de los hermanos de Jesús, creía que el mesías era el salvador de los judíos, no de todos los hombres, y que aquellos que se convirtieran debían seguir por completo la ley de Moisés. Juan creía que la fe y no las costumbres era lo que traería la salvación, y que cerrarle la puerta al resto del mundo tendría como consecuencia que el mensaje se perdiera. Debían salir de Judea y predicar en todos los confines de la Tierra, y así lo había argumentado. El tercer líder, Pedro, prudente pero indeciso había renunciado a su derecho al voto y convocado aquel concilio, invitando a todos los cristianos, pero la discusión no tenía fin.
Exasperado, Pedro se levantó y dijo:
-No podemos retrasarlo más. Les agradecemos a todos los que se han entregado a este debate, pero ha llegado el momento que los más fieles votemos, recemos para que el espíritu santo guíe nuestra decisión.
Fue entonces que quince hombres se encerraron en una sala, pues la madre de Jesús, única mujer a la que Pedro habría admitido en el círculo íntimo, ya no se encontraba entre ellos.
Sólo doce tenían derecho a un asiento en la mesa, respetando el número que el señor había elegido. De un lado estaban los hermanos de Jesús: Santiago, el más conservador de todos, Simón, Judas y Bernabé, el único que no había sido nombrado apóstol. Del otro, los que habían sido discípulos del Bautista antes de que este los enviara con su primo: Pedro y Andrés, Felipe y Bartolomé; dos pares de hermanos. Juan, el único descendiente vivo de los hermanos de María, se sentó junto a Mateo, quien había sido cobrador de impuestos y su confidente desde la muerte de Santiago. Opuestos a ellos, Tomás y Matías, también de los doce, completaban el grupo.
De los tres hombres que permanecían de pie, a dos Juan los conocía: Marcos estaba ahí como testigo de la votación y era un hombre confiable, cerca estuvo de haber sido nombrado miembro de los doce en sustitución del traidor. Lucas debía dejar por escrito lo ahí discutido, pues el médico ya llevaba años registrando sus hechos. Al tercero no lo conocía, pero cuando se descubrió el rostro gritos y murmullos llenaron la habitación;
-¿Quien lo dejó entrar?-gritó Tomás colérico-Es Saulo de Tirso. Nos ha perseguido por diez años, el estaba cuando mataron a Esteban.
-Yo lo invité-dijo Bernabé para sorpresa de todos-Fue a visitarme a casa de María, cuando seguía entre nosotros y se ha ganado mi confianza.
Juan creyó recordarlo vagamente, pues el también había vivido en esa casa por aquellos tiempos. Pero el joven que había entrado entonces no tenía barba ni cicatrices, y podría haber jurado que era ciego. Tan absorto estaba en sus recuerdos, que se perdió casi todas las deliberaciones...
-Mi hermano vino a cumplir las profecías de Isaías y Zacarías-decía Santiago-somos el pueblo de Abraham, escogido por Dios. ¿Por qué habríamos de aceptar romanos y gente de otros pueblos si ni siquiera están dispuestos a adoptar nuestras leyes y costumbres.
-Por qué la redención es posible y no tenemos derecho a negársela a nadie-intervino Mateo-al fin y al cabo, el señor me escogió a pesar de quien era. Creo que es nuestra obligación esparcir su palabra a los otros pecadores.
-Sí, sabemos que llevas años escribiendo la vida de Cristo, pero ¿por qué deberías tú decidir que contamos de él e interpretar sus dichos?-gritó Simón el combativo-Nosotros fuimos sus hermanos, ni siquiera Juan compartió tanto con él. ¿Por qué no nos dejan decidir a su familia?
-Por qué el señor no quería el trono, ni que su fe se volviera dinástica-dijo Matías, quien normalmente era callado-Los amaba a ustedes, tanto o más como amó a Juan y a nuestro añorado Santiago, pero debía tener una razón para escoger a Pedro, con quien no compartía sangre.
El aludido carraspeó incómodo y miró en dirección a Juan, a quien se dirigió.
-Eres el único que no ha hablado. Aprovecha esta oportunidad antes de votar por como debemos tratar a los conversos.
-Dije todo lo que tenía que decir ya-contestó, pero, como si estuviera inspirado por el espíritu santo, agregó-Aunque, si fue la voluntad de Dios que Bernabé trajera a este hombre, creo que es justo dejarlo hablar.
Quizá a regañadientes, pero todos accedieron y el extraño habló por primera y única vez en aquel concilio celebrado en Jerusalén:
"Me conocen y me odian como Saulo de Tirso. Fariseo y romano, pertenezco a sus dos perseguidores y como tal me enseñaron a repudiarlos. Efectivamente, estuve ahí cuando mataron a Esteban, aunque sólo sostuve los mantos de quienes lo apedrearon. Lo que no saben es que cabalgaba de regreso a mi casa esa noche cuando una luz bajó del cielo y brilló con tal intensidad que me tiró del caballo y me dejó completamente ciego. Me encogí de terror, creyendo que había llegado el momento de pagar por mis crímenes, pero la voz que escuché en mi cabeza fue dulce como la miel".
Me dijo "Saulo, mi Iglesia está en peligro de muerte y te he escogido para salvarla, renueva la fe que la necedad y el miedo están a punto de apagar"
-¿Eres el Dios de los cristianos?-pregunté llorando-¿Por qué me has elegido si tanto sufrimiento he traído a los tuyos?
-Por qué tú, Saulo, sigues siendo hijo de Dios y el te ama como ama a todas sus criaturas. He visto tu alma y sé que no eres culpable de la vida que has llevado, pues hombres ciegos han tomado esa decisión por ti. Por eso hoy te ofrezco la oportunidad de cambiar tu camino y seguirme, pues nunca se es demasiado tarde para hacer el bien.
Le agradecí a Jesús, pues comprendí quien era el que me había hablado y descalzo caminé a la casa de María. La madre del señor escuchó la historia que le conté arrodillado y en su infinita bondad me levantó y me abrazó. Prediqué aun ciego por toda Judea la bondad de la fe y eventualmente mis pasos me trajeron de vuelta a Jerusalén donde por milagro recuperé la vista justo para ver el martirio de Santiago. En su último momento nuestras miradas se conectaron y me sonrío, entendimos ambos que había sido llevado ahí por que me habían escogido para ocupar su lugar entre ustedes. Corrí con Bernabé, quien ya había escuchado mi historia años antes en aquella casa y fue cuando decidió acogerme bajo su ala, contarme la vida del Mesías, a quien no tuve la gracia de conocer en día, y fue él quien me bautizó hace ya tres años.
No conocerán a nadie a quien deban escupir en la cara más que a mí, pues es verdad que fui su enemigo y no merezco redención. Pero a pesar de no ser digno, Jesús me perdonó y me enseñó el camino de la paz. Por eso Juan tiene razón y debemos extender la palabra y no poner más condición más que la fe para aceptar a las almas en nuestra iglesia, pues si un hombre como yo puede ser llamado al servicio, no hay nadie a quien el reino de los cielos le esté cerrado.
El hombre de Tirso terminó así su participación y Juan se sorprendió al notar lágrimas en su mejilla. No sé si había sido por la mención de los últimos momentos de su hermano, o si tan buen orador era el converso, pero la historia lo había conmovido profundamente, y podía ver que había afectado también a los otros presentes. La votación no fue necesaria, pues en las miradas de todos se notaba que se habían decidido por extender la fe. Compartieron entonces pan e hicieron planes. Juan se sumó a Mateo en la misión de escribir la vida y obra de Jesús, Santiago permanecería en Jerusalén para continuar la obra en Judea, Andrés caminaría a Bizancio y Marcos a Alejandría, desde donde el resto de los presentes que los acompañaran predicarían por toda Asia y África.
Los quince cristianos se abrazaron como hermanos, pero antes de despedirse Juan le preguntó a Pedro a donde iría:
-Si la voluntad de Dios es que extendamos su palabra, debo ir a Roma. Pero no caminaré solo, el buen Saulo se ha ofrecido a guiarme.
-Sí, pero ese era mi nombre de pecador-dijo el aludido sonrojado-Por favor hermanos, a partir de hoy sólo llámenme por el nombre que Jesús me dio cuando me ofreció esta nueva vida: hoy y siempre seré para el mundo Pablo.
Fue la última vez que vi a cualquiera de ellos. Tras escribir el evangelio, tomé un barco a Éfeso y prediqué por Asia hasta que mis pasos volvieron a Jerusalén, donde sobreviví a la destrucción que trajeron los romanos veinte años después del Concilio. En la humildad de mi morada, escuché de las muertes de todos mis compañeros hasta que vinieron por mí para llevarme a Roma, donde el César me sometió al tormento. No sé cómo sobreviví, pero ahora que las fuerzas me abandonan y los dolores me aquejan no siento pena alguna, pues me reuniré con mis compañeros. Me enteré que Andrés fue el primero en morir, lo crucificaron en Grecia diez años después de partir para Bizancio. Los hermanos de Jesús fueron los siguientes en padecer: a Bernabé lo quemaron en Chipre once años después de nuestra última reunión, al siguiente a Santiago lo lapidaron en Jerusalén y a Judas le rompieron el cráneo en Persia. Fue también ahí donde pereció Simón, lo partieron en dos tres años después. Fue en el 67, treinta y cuatro años después de la muerte de Cristo, que los apóstoles de Roma se reunieron con él, a Pedro lo crucificaron, a Pablo lo decapitaron. Dos años después de eso desollaron a Bartolomé en Armenia, y tres más pasaron para que una lanza atravesara a Tomás en la India. Dos inviernos después la cabeza del buen Mateo fue cercenada en Etiopía y seis años más tarde perdimos a otros dos: a Matías lo lapidaron en Colchis y a Felipe lo crucificaron en Hierápolis.
Para entonces ya solo quedábamos los más ancianos, y hasta ellos se han ido. Los buenos fieles que me cuidan me dicen que Lucas falleció en Grecia hace doce años, aunque no me supieron decir cómo y que a Marcos lo colgaron en Alejandría hace sólo ocho. Soy el único que queda entonces, y en mi vejez escribo y escribo para ser digno del sacrificio de Jesús y de mis hermanos, deseando que sus lecciones perduren más allá del tiempo y las fronteras.
Juan, último de los apóstoles, año 96.
¡Bienvenidos pasajeros! En esta ocasión la historia que les quise compartir me pareció importante, sean creyentes o no, simplemente por la trascendencia que tuvo. El Concilio de Jerusalén, documentado tanto en los Hechos de los Apóstoles (atribuido a Lucas) como en las cartas de Pablo y las fuentes históricas me parece el debate más trascendental de la Historia de la humanidad, pues en él el cristianismo pasó de ser un culto local entre los judíos a extenderse por todos los continentes y convertirse en la religión más importante del mundo.
Nunca sabremos cómo los convenció en verdad Pablo, ni cuales fueron sus palabras exactas, pero lo que se discutió aquella tarde sin duda alteró para siempre el curso de la Historia, pues si se borrara la influencia del Cristianismo difícilmente podríamos reconocer la realidad en la que nos encontraríamos.
Hasta el próximo encuentro....
Navegante del Clío
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