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Los asesinos de Tamburlaine

Londres, junio de 1593

— ¿Y el cuerpo de la víctima?


—El médico no lo ha entregado. Sin embargo, tenemos su reporte: murió producto de una herida producida por una daga en el cerebro.


— ¿El arma entró por el rostro?


—Sí, señor. ¿Pasa algo?


—Pasa que no tenemos manera de comprobar que se trata de él.


—Los testigos lo reconocieron…


—Ya llegará el momento de hablar con ellos. Primero quiero leer otra vez el reporte que prepararon sobre el fallecido. Tráeme lo que ordené.


El oficial asignado al caso exasperó fastidiado. Normalmente, procesar expedientes de ebrios asesinados en pleitos de taberna era una tarea tan sencilla como aburrida, pero el Consejo Privado de Su Majestad, Isabel I, habían exigido con especial interés una resolución inmediata al asunto.


Lamentablemente, la información que le habían proporcionado, del despacho personal del ministro de Justicia, era patética. Apenas unos cuantos legajos sueltos, incompletos, censurados, pero algo se podía obtener.


El primer documento era una carta firmada seis años atrás por el finado Lord Francis Walsingham, entonces secretario particular de la reina. En ella se le exigía a Cambridge que rescindieran su decisión de negarle el título a la víctima, argumentando que esta había prestado “servicios especiales a la Corona”. Por supuesto, ningún lugar del expediente aclaraba cuales habían sido tales.


Los siguientes dos documentos eran dos órdenes de arresto, una en 1589 por envolverse en una pelea, la que sigue tres años después, por falsificación de monedas. A cada una estaba anexo una resolución, en la primera se absolvía al acusado de todo delito, dos semanas después de su arresto; la segunda una orden de liberación inmediata, pues el Lord Tesorero decidió no presentar cargos.


Finalmente, un par de reportes de la policía secreta, en los cuales se afirmaba que aunque su domicilio seguía siendo la residencia de Sir Thomas Walsingham, su actual patrón, frecuentaba también a las amistades de Sir Walter Raleigh, aunque no se había podido comprobar que ambos hubieran tenido un encuentro.


¿Eso era todo? Frustrado, el oficial abandonó una investigación tan pobre y releyó el expediente de todo lo que había pasado el mes anterior, el más ocupado que había vivido la justicia real en mucho tiempo.


Todo había comenzado el día primero, cuando la ciudad de Londres había amanecido con panfletos herejes pegados en todas las puertas del centro y los muelles, denunciado la hipocresía y falsedad de la Iglesia Anglicana. Aunque por unos días creyeron que las acusaciones morirían pronto, al paso de una semana las autoridades se habían dado cuenta que Tamburlaine, quien firmaba los manuscritos, tenía una pluma muy hábil, y sus sucias palabras perduraban en los oídos de la plebe. Retirar los panfletos no sirvió de nada, porque nuevos manuscritos aparecían a la mañana siguiente, así que el día 11 se dio una orden general de arrestar a todos los responsables.


El primero no tardó en caer. Al día siguiente, a los cuarteles del departamento de Justicia llegó esposado uno de los juguetes de Raleigh, un poeta de poca monta llamado Thomas Kyd con cartas blasfemas en su posesión. El oficial no estuvo presente en el interrogatorio, en el que se les fue un poco la mano, pero si se encontraba en servicio el día 18, cuando se expidió una orden de arresto contra un joven dramaturgo, Christopher Marlowe, a quien Kyd había acusado no sólo de blasfemia y herejía, sino de ser Tamburlaine.


En papel, tenía sentido. Más de un agente de la ley sabía que el “autor” de los panfletos era el personaje más célebre del tal Marlowe, y reconocían su pícaro estilo en las acusaciones, sólo no lo habían delatado antes porque admitir que acudían al teatro hubiera sido un suicidio político. Ese mismo día, una cuadrilla dirigida por el mismo oficial se había trasladado al domicilio de Walsingham, pero el escritor no se encontraba ahí.


Para sorpresa de todos, el tal Marlowe se presentó voluntariamente dos días después, y el oficial nunca había visto a un hombre que entrara en aquel edificio temible con serenidad, incluso con arrogancia, solicitando que su interrogatorio fuera realizado por miembros del Consejo Privado en persona. Evidentemente, a un oficial de tan bajo rango le negaron estar en el interrogatorio, así que nunca sabría ni las preguntas ni las respuestas, lo único que le constaba es que por una vez el acusado salió sin un rasguño, sosteniéndose de pie sin problemas, limitándose a notificar que un nuevo citatorio quedaba fijado para dos semanas después.


Eso había sido el 20, y el 30, al oficial lo habían despertado con la noticia de que a Christopher Marlowe lo habían apuñalado en un pub en Kent.


Nada en la vida o muerte de aquel hombre tenía sentido. ¿Si había logrado graduarse de la Universidad, por qué había desperdiciado su vida en algo tan ruin como el teatro? ¿Qué servicio era tan importante para que el mismísimo Lord Walsingham hubiera actuado en su favor, y el sobrino lo recibiera en su casa; pero que no debía ponerse por escrito? ¿Cómo es que Marlowe había logrado salir ileso de un interrogatorio del consejo privado, cuando su acusador aun languidecía entre grilletes ensangrentados? Y sin tan poderoso era este tipo ¿por qué de repente había caído muerto?


Su auxiliar volvió en ese momento, con las últimas averiguaciones que el inspector había ordenado en secreto. De Cambridge no habían logrado obtener mucho, sólo que sus ausencias eran largas y constantes, pero que compraba a menudo comida y bebida en la bodega del colegio, en cantidades mucho mayores a las que se podía permitir con su beca de estudiante, y el rector había entregado los recibos como prueba. Las anotaciones que habían garabateado de rumores y suposiciones entre los comunes eran mucho más abundantes, pero sumamente contradictorias. Para todo al que se le preguntara, Marlowe eran un subversivo, pero nadie se ponía de acuerdo: para algunos, era un católico que llenaba sus obras de propaganda, para otros un ateo que invocaba al demonio en noches de lujuria, y para otros, un homosexual que recibía de Thomas Walsingham favores más allá del monetario.

Muchas cosas ganaban sentido, pero otras lo perdían. Si la Universidad le había negado el título era porque era claramente un indeseable, propenso a la vida pecaminosa que escogió. Los arrestos tenían sentido también, todo el mundo sabía que pelear en la calle es de herejes y depravados, y la mayoría de las monedas falsas que circulaban los últimos años era para financiar revueltas católicas, pero entonces ¿por qué siempre salía libre? ¿cómo se podía dar vida de noble siendo apenas un mal estudiante? ¿Por qué los Walsingham lo protegieron tantos años? Necesitaba más información.


—Está bien. Puedes traer a los testigos, con sus expedientes.


Eran tres, andrajosos y malolientes; pero sólo uno estaba esposado, el que había clavado su daga en el rostro del fallecido. A ese lo identificaron como Ingram Frizer, asesor financiero de Thomas y Audrey Walsingham. Los otros dos respondían al nombre de Nicholas Skeres y Robert Poley, el primero un criado de Robert Devereux, conde de Essex, el segundo al servicio de William Cecil, el nuevo secretario particular, y su hijo Sir Robert. Cuando le trajeron los antecedentes de ambos, descubrió que ninguno había sido arrestado antes, pero los tres habían estado en algún momento en la nómina del viejo Walsingham.


“Espías”, gritó en su mente el inspector cuando fue iluminado por una deducción. Durante mucho tiempo se decía que el ex secretario había amasado tanto poder al usar a la ralea para infiltrarse entre los enemigos del Estado; robar y chantajear a todos los que amenazaran a la reina y su propio poder. Y si el asesino y los únicos dos testigos eran en efecto espías ¿sería posible que Marlowe se hubiera ganado el dinero y la protección por servicios similares?


Decidió interrogarlos por separado, tratando de quebrarlos para extraer una confesión a través del miedo, pero ninguno cedió. Con un cinismo que el inspector nunca había visto, cada uno le contó alegremente no una, no dos, sino tres historias, y no había hombre que pudiera descubrir si al menos una de ellas había sido la verdadera.


La primera historia de Frizer

“Oficial, debe usted saber ya la clase de hombre que era Marlowe, si se le puede llamar hombre. Había una razón por la que Lord Thomas lo mantenía tan cerca de su…corazón. Mi pobre señora, Lady Audrey, se moría de celos. ¿Puede usted imaginar la humillación que es perder al marido, y ni siquiera por una mujerzuela? Me pidió que la ayudara a restaurar su honor, y no puede usted culparme por querer auxiliar a tan noble dama”.


La primera historia de Skeres

“¿El nombre de Walter Raleigh le parece familiar, mi señor? Un hombre tan informado como usted seguro sabe que salió de la corte en situaciones que yo no calificaría como amigables. Aun así, se lo debo reconocer al viejo pirata, estaba logrando recuperar todo lo que había perdido. Cuando se enteró que un actor al que apenas había saludado un par de veces, bajo los “interrogatorios” por los que ustedes son tan famosos podría mencionarlo, habló conmigo para que ayudara a…agilizar el proceso.”


La primera historia de Poley

“Mis patrones, el justo Lord Cecil y su valiente hijo son los servidores más leales y devotos que la reina y este país podría tener jamás, nadie que no sea un bribón desalmado podría afirmar lo contrario. Fue la oficina del secretario la que ordenó la investigación sobre esos tres veces malditos panfletos en primer lugar. Y cuando resultó que el responsable era el miserable de Marlowe, mis buenos señores comprendieron que si se debía erradicar sus mentiras católicas de una buena vez, todo debía resolverse de otra manera, los tribunales aun apestan a la corrupción de los Walsingham.”


La segunda historia de Skeres

“Me ha descubierto, mi señor, sin duda es usted muy astuto. No hay motivo porque Raleigh contactara a un siervo de su rival, sobre todo porque un alma tan negra, seguramente culpable de los mismos crímenes que el tal Marlowe, sabía que permanecería leal a mi patrón. Debo confesar, fue el conde de Essex quien nos envió a hacerle una oferta al teatrero, que dijera la verdad, que salvara su pellejo entregando al pirata antes que su regreso fuera inevitable. Pero homicidio nunca fue nuestra intención, él se puso bravo y todo se salió de control”.


La segunda historia de Poley

“Claro que mis buenos amos querían que Marlowe pagara por sus crímenes, pero esa otra manera era un juicio público, me ofende que crea que los Cecil son capaces de alguna vileza. Pero ¿no le sorprende que un acusado de delitos tan graves pudiera salir como si nada de una reunión con el Consejo Privado? Muchos de ellos son ateos o cosas peores, y Marlowe se sentía seguro al conocer sus sucios secretos. Si me pregunta a mí, sólo a alguien igual de malvado le interesa que un criminal no llegue a una audiencia.”


La segunda historia de Frizer

“Lo confieso oficial. Yo le clavé mi daga al miserable en su malvado ojo, pero no fue por el pesar de mi señora, aunque es cierto que me dolió como si fuera mío. Lo hice por mí y por nadie más, para vengarme de este advenedizo que se ganó con malas artes la confianza de mi pobre señor. Debe comprender, los rumores empezaban a surgir y un buen siervo debe proteger la reputación de su amo”.


La tercera historia de Poley

“¿Qué cómo sé yo todo esto? Tiene usted razón, pero incluso frente a la ley me siento obligado a proteger a mis señores. Ellos no saben nada de lo que me vi obligado a hacer, tan sólo me llevaron con quien me dio mis instrucciones. Las palabras del escritor eran demasiado populares, demasiado persuasivas, es claro que debía morir ¿y quién soy yo para desobedecer las órdenes de una reina?”.


La tercera historia de Frizer

“Arrésteme si quiere, buen oficial, repetiré lo que usted me ordene, pero me ahorcarán con la satisfacción de saber que a Marlowe nunca lo encontrarán. ¿O acaso creía que yo, servidor tan fiel de Sir Thomas, mataría a su favorito? Todos en esa casa amábamos al buen Christopher, y cuando nos enteramos que habría un juicio, y una cruel tortura, debimos actuar rápido. ¡Qué buena obra montamos esta vez! ¿No, oficial?


La tercera historia de Skeres

“Se ve cansado mi señor, pero yo lo comprendo. Aun así, no hay necesidad de desgastarnos con nombres que nada tienen que ver en esta historia. Seré franco, aunque la verdad me avergüence. Desde los días en que Lord Francis vivía, Marlowe nos debía dinero a mí y al pobre Frizer. Lo citamos en aquella taberna con la única intención de cobrar lo que se nos debía, y el buen Poley nos acompañó como testigo. Pero el artista no quiso pagar, estaba muy borracho, fue el primero en sacar su arma y le rasgó el rostro a Frizer, que tan sólo quería charlar. Temió por su vida, mi señor, y cuando el violento ebrio saltó, no tuvo opción más que clavarle su propio puñal”.



Una vez que los tres testigos fueron llevados a otra habitación, el derrotado inspector se derrumbó sobre su asiento. Su asistente le llevó un tarro de cerveza.


—¿A quién le creemos, señor?


—A ninguno. Son mentirosos profesionales, hijo. Creo que una de las nueve historias es verdadera, pero nunca averiguaremos cual.


—Pero el consejo exige una conclusión hoy mismo.


Pensó un instante, y después tomó la única decisión posible.


—Lo único que podemos probar es que ese Frizer tiene un rasguño en la cara, si Marlowe lo atacó primero o sólo intentó defenderse, no tenemos manera de saberlo. Además, sólo hay una historia que no nos dejará a nosotros en peligro, ni nos pondrá en la mira de alguien poderoso. Soltaremos a Frizer, pues mató a la víctima en defensa propia. Los otros dos tan sólo fueron testigos, y así lo escribiremos. Nada más es necesario, y será mejor que lo olvidemos.


—¿Y los apuntes de las confesiones?


—Sólo existió una confesión. ¡Quémalo todo!

¡Bienvenidos pasajeros! La reflexión del día de hoy no será muy extensa, sólo quise compartir uno de los misterios más fascinantes del siglo XVI, para mostrar cómo las conspiraciones, los misterios y la falta de justicia han sido constantes en nuestra historia. ¿Quién mató a Tamburlaine? Eso le corresponde a ustedes decidirlo.



Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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