Los dos artesanos
- raulgr98
- 12 jul 2024
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Monte Olimpo
La corte de los dioses esperaba la presentación del nuevo príncipe olímpico. El señor Zeus había tenido ya muchas hijas, pero ninguna había sido considerado digna de usar uno de los doce tronos, pese a que más de la mitad de ellos permanecían vacantes. Ese día, el vigésimo aniversario de la derrota de los Titanes, los gobernantes del cosmos celebraban la presentación del primer varón del señor del rayo.
El niño era rollizo, corpulento, y sus estruendosos chillidos auguraban una adultez brava y violenta. Las moiras, ocultas tras una columna, murmuraban el destino que le esperaba a la criatura: se convertiría en el dios de la guerra. Poseidón y Hades murmuraban entre las sombras, recelosos de haber sido aún más desplazados en las eternas luchas por el poder, mientras que Démeter abrazaba a su niña de doce, Perséfone, quien, en opinión de su madre, debía ser la heredera de su padre, pese a su ilegitimidad.
Consciente de las intrigas de sus parientes, Hera, la orgullosa madre, se arrodillaba ante el trono, fingiendo humildad por primera vez en su existencia. Había organizado con ansias aquella ceremonia, para salvaguardar la posición de su hijo mayor como heredero. Muchos años había dedicado a convencer a Zeus, incluso antes de desposarlo, de negarle un lugar en el consejo a todas sus hijas, y era su propósito que ese día, por vez primera desde la caída de Cronos, un nuevo dios ocupara uno de los tronos.
—Mi señor Zeus —decía solemne la reina— este es Ares, destinado a ser tu heredero. Siéntalo a tu lado y otórgale la bendición del primogénito, pues habrá de reinar en tu memoria en la próxima edad del mundo.
El rey de los dioses levantó entonces su mano derecha, pero cuando estaba a punto de tocar la frente del bebé, frunció el ceño y se llevó los dedos a la frente, entre terribles temblores. Gritó y bramó, casi arrancándose los cabellos en su desesperación por apagar un dolor que surgía del interior de la cabeza. Más de uno de los presentes temió que el señor del Olimpo hubiera perdido la razón, y murmullos de la crueldad de Urano y la maldad de Cronos volvieron a surgir entre los más valientes, pero toda voz fue ahogada por una temible orden de Zeus:
— ¡Que alguien me abra la maldita cabeza!
Fue Prometeo, el taimado titán, quien dio el paso enfrente, y descargó un martillo contra el cráneo de su señor; mas no fue sangre dorada lo único que brotó de la herida abierta. Ante el asombro de toda la corte, fue una mujer adulta la que emergió de la sien de Zeus, una de la que nadie nunca vería su desnudez, pues había brotado portando lanza y armadura. Los dioses menores, temblorosos, perdieron el color de sus rostros ante lo que creían que era brujería, y ni los hermanos del rey entendían tal misterio, pero Zeus, aún sin recuperarse de dolor, recordó a su primera esposa, a la que había devorado guiado por el temor de una profecía en cuanto la supo encinta. "Metis", murmuró sin que ser alguno lo oyera. La criatura había sobrevivido, y contrario a la dulce Perséfone, a las temibles Moiras y al resto de su progenie, su primera hija, nacida adulta, había sido concebida en el lecho matrimonial.
Hay quienes dicen que fue por el orgullo que sintió cuando vio a su hija preparada desde el nacimiento para la guerra, otros que se intimidó ante su mirada sabia y profunda. Algunos más dicen que el dolor no lo dejó pensar con claridad, y hay incluso quienes aventuran que actuó de tal forma por remordimiento del destino de Metis. En lo que todos los testigos están de acuerdo es que, ante la insólita mirada de Démeter, de Hera, de Poseidón, de Hades y de todos los demás, Zeus alzó dos dedos de su mano derecha y frente a la corte en pleno bendijo a la nueva diosa con el reconocimiento de primogenitura, y llamándola amada heredera, le dio uno de los doce tronos.
La reina ardía de furia. Ese era el día de gloria de su hijo, de ella misma, y una advenediza le había arrebatado lo que llevaba años planeando. La diosa ignoraba la tragedia de Metis, pues se había ausentado de aquel matrimonio, y no podía explicar lo que acababa de presenciar. ¿Que distinguía a aquella criatura de las otras bastardas de su marido? ¿Por qué la había sentado a su lado, si su condición de mujer era igual a la del resto de su descendencia? Pero aquel nacimiento, de la cabeza de un varón, era lo que más la irritaba, pues era una ofensa al concepto mismo del lecho conyugal. "Si el todopoderoso Zeus es capaz de engendrar él mismo a una criatura, su reina no debe quedarse atrás", pensó la rencorosa Hera.
De esta forma, Hera canalizó su rabia, sus celos y su envidia hacia su propio vientre, y recurriendo a todo el poder que su condición divina le otorgaba. Esa misma tarde, la reina de los dioses concibió y dio a luz a su propia creación, el dios sin padre, pero que carecía del poder que emanaba la recién nombrada heredera. Asqueada, Hera contemplaba su creación, un bebé de ojos ingeniosos, pero forma retorcida, destinado a ser el dios más feo de la creación.
El sol se puso sobre el monte Olimpo, y dos padres tomaron decisiones sin retorno. Zeus, orgulloso, le regaló a su hija un telar y un carro de guerra, nombrándola su lugarteniente en el combate; Hera, con el rostro oculto por la humillación, tomó al contrahecho bebé, lo envolvió en una sábana junto al martillo donde se secaba la sangre de su marido, y lo arrojó al mar. Como únicas testigos, las tres Moiras, siempre enigmáticas, quienes pronunciaron una única frase, que hizo eco a través del tiempo.
—Han nacido los dos artesanos.
Y así, la primogénita del rey de los dioses, y el benjamín de la reina quedaron entrelazados para la eternidad, pues ambos aman y custodian a los que crean con poco más que sus manos y su ingenio: las herramientas de ella, la arcilla y el telar; los de él, el fuego y el metal. Dioses artesanos los dos, pero no podrían ser más diferentes una del otro: Atenea, la más bella de entre las diosas doncellas, cabalga al lado de su padre, el tullido Hefesto, repudiado por su propia madre.
¡Bienvenidos pasajeros! Me voy a tomar un descanso del blog, pero, puesto que Hermes ya ha sido el protagonista de su propio relato, decidí dedicar esta última publicación al origen de otros dos de mis dioses olímpicos favoritos: Atenea y Hefesto, pues creo que por las circunstancias de su nacimiento, son opuestos, pero a la vez paralelos.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
Sorprendente el origen de Hefesto.