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Los suplicantes

Junio de 1867


En edad, tierra de origen y camino por la vida, en nada se parecían. Aunque cada uno de ellos sabía de la existencia de los otros, nunca se llegaron a conocer. Es verdad que sólo tres cosas compartían: desprecio por el papa, un odio pasional contra la esclavitud, y aquel mes en el que suplicaron por la vida de un emperador.


No fueron los únicos, pues los ofrecimientos de rescates por el infortunado austriaco se contaban por decenas, pero estas tres, de las últimas en llegar, fueron las únicas que quizá llegaron a tocar el severo corazón de quien se asumió en el rol de verdugo del defenestrado europeo.


En el camino hacia Roma, 05 de junio


El anciano al que ya llamaban “héroe de dos mundos” firmó la carta como diputado, pues tal era el título que en teoría ostentaba, pero no el que más le gustaba. Sesenta años cargaba ya sobre su espalda, por más de dos tercios de ella había sido soldado; pero él seguía peleando, pues no concebía ya otra existencia que no fuera la del soldado.


El pie le dolía, aquella vieja herida nunca terminaría de sanar, pero aún así marchaba contra Roma, pues la unificación de Italia, aquel sueño al que había dedicado su vida, por el que había traicionado sus principios de juventud al convertirse de férreo republicano a leal monárquico; no se concretaría hasta que los Estados papales pertenecieran a la Nación.


Pero en aquel momento, mientras batallaba para encontrar palabras que poner en la misiva, el veterano de cien campañas no pensaba en Europa, sino en América. Se preguntaba cómo sería México, la tierra a la que escribía, pero parecía que compartía la misma pasión por la libertad, y amor por el caos, que aquellos lugares que antaño conoció. Catorce años llamó hogar al Nuevo Mundo, tras su primer exilio, y ahí también derramó sangre, primero en Brasil, luego en Uruguay, incluso en Perú. En América dejó mucho de su vigor, pero no se arrepentía, pues las mujeres que habían definido su vida, ahí las había conocido: Manuela, la viuda de Bolívar, una mujer extraordinaria pese a sus excentricidades; y Anita. “Oh, Anita” pensó, añorando a su esposa, la madre de sus hijos, injustamente arrebatada de su lado en un camino parecido a ese, casi veinte años atrás “ningún varón fue mejor jinete que tú, y pocos de mis legionarios igualaban tu puntería. Cuanto te extraño, amada, tú sí sabrías cómo asistir a mi conflictuado corazón”.


Pues en efecto, Giuseppe Garibaldi se sentía en conflicto. Por un lado, no había pueblo europeo al que odiara más que a los Austriacos, más de sus leales camisas rojas habían caído ante las crueles hordas de Francisco José que frente a cualquier otro enemigo, y ahora, los mexicanos tenían en sus manos la posibilidad de vengar a los voluntarios italianos, pues habían capturado al hermano del emperador de Viena.


“No es venganza, es justicia” se trataba de convencer, pero algo lo sumía en la intranquilidad. Despacio, dio de vueltas al anillo que llevaba en el dedo anular, aquel cuyo escudo grabado lo identificaba como miembro de la logia. “Quizá Maximiliano lo merezca, pero por alguna razón, me da escalofríos que un masón esté dispuesto a asesinar a otro. Dice que él sólo sigue la ley, pero las leyes del hombre son imperfectas. ¿Con la misma severidad me juzgaría a mí, que sólo encontré la libertad para mi pueblo ofreciendo mi espada a un rey?” Sí, el emperador de México no podía importarle menos, pero si quería que su movimiento triunfara, debían demostrar que eran mejores que los salvajes a quienes combatían.


Hombre de pocas palabras, cuatro párrafos tuvo su “Saludo a México”, pero tras firmarlo, se sintió satisfecho, pues ¿qué clase de hombre sería aquel Juárez si no reconocía la prudencia en su súplica:


“Enemigos, sin embargo, de la efusión de sangre, te suplicamos por la vida de Maximiliano, ¡perdónalo! Te lo suplicamos los conciudadanos del bizarro Gral. Ghilardi fusilado de orden suya por sus esbirros, ¡perdónalo!, devuélveselo a su familia compuesta de nuestros carniceros como un ejemplo de la generosidad del pueblo que vence al fin pero que perdona.”



San Luis Potosí, 16 de junio

La más joven de las suplicantes, la única fémina del trío, fue también la única que logró ver a los ojos al hombre al que destinaban sus ruegos. Tenía solo veintitrés años, pero Agnes Leclerc había visto más que muchas de las socialités de su natal Vermont. Cirquera, actriz, enfermera de los campamentos destrozados de la guerra de secesión; la prensa la llamaba princesa, pero aunque su marido en efecto ostentaba tal título, era un noble empobrecido y sin futuro. No, en realidad la princesa de Salm Salm era apenas la esposa de un mercenario.


Pensaba en su amado Félix, que ahora languidecía en una celda de Querétaro. Así como primero lo había seguido a la victoria, en los campamentos de la Unión, así lo acompañaba también en la derrota, en aquella desgraciada empresa que los ingenuos llamaron el Segundo Imperio Mexicano. Sobre la salvación de su amado príncipe, no guardaba esperanzas, pues decían que Benito Juárez era hombre frío e intransigente, y su marido era un soldadito insignificante, pero tal vez otra vida era la que podía salvar.


Más un mes tardó, rogando a todos los generales que accedieron a recibirla, hasta encontrarse frente al mexicano, que en nada se parecía al único otro presidente que había conocido; al finado Lincoln al que llegó a besar tres veces en alguna ocasión. Bajo, moreno, pero con un rostro que reflejaba una serie dignidad, Juárez no mostró ninguna emoción cuando pidió por la vida del “ingenuo y bello Maximiliano”, pero cuando Agnes de Salm Salm, empapada en lágrimas, se arrrojó a sus pies, creyó, sólo por un instante, ver el labio del zapoteco temblar. Lo que se dijeron, ante un mar de atónitos testigos, pasaría a la historia.


—Me trae un gran dolor, señora, verla así de rodillas; pero incluso si todos los reyes y reinas estuvieran en su lugar, no podría perdonarle la vida. No soy yo quien la toma, sino el pueblo y la ley que reclama su vida.


—Oh, si la sangre debe ser derramada, entonces tomé mi vida, la sé una mujer inútil; y perdone la de un hombre que aún pude hacer mucho bien en otro país.


Y quizá por primera vez en su vida, el corazón de piedra de Benito Juárez sintió piedad por un enemigo en desgracia, y los sollozos de la princesa despertaron algo en él que no creía que existiera. El presidente y jurista habría de violar la ley que él mismo escribió, pero no por Maximiliano, sino por un mercenario de poca monta. La princesa falló en la que consideró su misión más importante, pero seis meses después, al otro lado del mar, volvió a tener a su marido en su lecho.


Isla de Guernsey, 20 de junio

En el canal de la Mancha reinaba una tempestad, pero viendo a dos mujeres tejer juntas desde su ventana, el escritor exiliado se sentía iluminado por el sol. Hacía mucho que dejó de creer en los milagros, pero que sus dos compañeras de destierro, una su infiel esposa, la otra su devota amante, pudieran casi llamarse amigas, era lo más cercano que tenía en años de lo que llamaban intervención divina.


Era viejo, y los dieciséis años en las islas normandas le hacían aparentar más edad que los sesenta y cinco que tenía; y aún así, no podía lamentarse de su suerte. Por supuesto que extrañaba Francia, pero en su exilio había pintado, había compuesto música y había escrito, quizá entre esos papeles se encontraba lo que el devenir consideraría su mejor trabajo.


Más de una vez sus amistades le habían preguntado porque no aceptó los indultos que el emperador ofreció a los exiliados políticos, pero para Víctor Hugo, una reconciliación con el infame Napoleón no era una opción. En Guernsey, su cuerpo estaba cautivo, pero su mente era libre. De volver a Francia, tendría que cuidar sus palabras, pero en aquella isla perdida, escribiría lo que se le viniera en gana.


Y la pluma era su mejor arma. Con ella no sólo insultaba al emperador un día sí y otro no, aunque no era tan arrogante para afirmar que su creciente impopularidad se debía sólo a sus panfletos; sino que su influencia se extendía más allá de sus fronteras: habló contra los monarcas, contra la esclavitud, salvó la más bella catedral del mundo, pero de lo que estaba más orgulloso era que, gracias a sus insistentes reclamos, tres naciones: Colombia, Suiza y Portugal, abolieron por completo aquello que odiaba más que cualquier otra cosa: la infame pena de muerte.


Ahora, esa convicción lo tenía en un dilema, pues hasta su cómoda prisión había llegado la noticia de un nuevo grupo de condenados, en las lejanas tierras mexicanas. El viejo escritor no podía ocultar su alegría por la ruina de Napoleón: las ambiciones en América de su terrible enemigo habían fracaso, y el pobre austriaco, aquel títere que había sentado en un trono endeble, estaba a punto de reunirse con su Dios. Pero incluso aunque aquel hombre era un siervo del tirano que oprimía a los franceses, y que representaba todo aquello contra lo que llevaba décadas luchando, no merecía morir. Asomándose de nuevo por su ventana, viendo juntas a una esposa a la que era muy cobarde para dejar y a una amante a la que su lujuria le impedía apartar, Víctor Hugo comprendió que como hombre tenía muchos defectos; pero si de algo podía enorgullecerse, era de la congruencia de sus convicciones. No, quitar la vida a un hombre era inmoral, sin importar lo que éste hubiera hecho.


Por eso, en medio de la tempestad, el más grande novelista de entre los franceses escribió aquella tarde una extensa carta a un hombre al que solo conocía de oídas. Apeló a su ego, a su humanismo, pero sobre todo a su sentido común, y llenó las páginas de sus mejores argumentos, concluyendo con el poder de su retórica:


Juárez, haced que la civilización dé este paso inmenso. Juárez, abolid sobre toda la tierra la pena de muerte.


Que el mundo vea esta cosa prodigiosa: la República tiene en su poder a su asesino, un Emperador; en el momento de aniquilarlo, descubre que es un hombre, lo deja en libertad y le dice: Eres del pueblo como los otros. ¡Vete!


Esta será, Juárez, vuestra segunda victoria. La primera, vencer la usurpación, es soberbia. La segunda, perdonar al usurpador, será sublime.


¡Si, a estos Príncipes, cuyas prisiones están repletas; cuyos patíbulos están corroídos de asesinatos; a esos Príncipes de cadalsos, de exilios, de presidios, y de Siberias; a esos que tienen Polonia, a esos que tienen Irlanda, a los que tienen La Habana, a los que tienen Creta; a estos Príncipes a quienes obedecen los jueces, a estos jueces a quienes obedecen los verdugos, a esos verdugos obedecidos por la muerte, a esos Emperadores que tan fácilmente cortan la cabeza de un hombre, mostradles cómo se perdona la cabeza de un Emperador!


Sobre todos los códigos monárquicos de donde manan las gotas de sangre, abrid la ley de la luz y, en medio de la más santa página del libro supremo, que se vea el dedo de la República señalando esta orden de Dios: Tú ya no matarás.


Estas cuatro palabras son el deber.


Vos cumpliréis con ese deber.


¡El usurpador será salvado y el libertador ay, no pudo serlo! Hace ocho años, el 2 de diciembre de 1859, sin más derecho que el que tiene cualquiera hombre, he tomado la palabra en nombre de la democracia y he pedido a los Estados Unidos la vida de John Brown. No la obtuve. Hoy pido a México la vida de Maximiliano. ¿La obtendré?


Sí y quizá a esta hora esté ya concedida.


Maximiliano deberá la vida a Juárez.


¿Y el castigo?, preguntarán.


El castigo, helo aquí:


Maximiliano vivirá por la gracia de la República.


Pero mientras sellaba la epístola, el Hombre Océano, ignoraba tres cosas:


Ignoraba que era tan solo el último de una larga lista de ilustres suplicantes, ninguno de los cuales había hecho mella en aquel severo zapoteco, gobernante de otra tierra.


Ignoraba que el tres años después, el destino le volvería a atar a los dos abolicionistas que le precedieron, pues en su regreso a París, durante el cruento asedio de la Guerra Franco Prusiana, viviría a calles de dónde el libertador italiano libraría su última campaña, en auxilio de los franceses, y a un par de millas de la esposa del mercenario, de nuevo convertida en enfermera de campamento, llorando a su marido abatido combatiendo al lado de los prusianos.


Y la última cosa que ignoraba era que aquella misiva en la que vertió su mente y corazón estaba destinada al fracaso incluso antes de ser firmado, pues Maximiliano de Habsburgo, otrora emperador de México, perdió la vida en el Cerro de su campana un día antes de que su mejor defensor se sentara a escribir.


¡Bienvenidos pasajeros! La historia de la princesa Salm Salm es famosa (o infame) entre los historiadores mexicanos, pero lo que siempre me llamó la atención es porque personajes tan admirados por el liberalismo, como Garibaldi o Víctor Hugo, abogaron por la vida de un invasor extranjero. Espero que este breve relato sirva de ejemplo de cómo, la mayoría de las veces, la realidad es mucho más complicada de lo que una simple categorización por ideologías parecería indicar.



Hasta el próximo encuentro…


Navegante del Clío


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1 comentario


Es una lástima que Victor Huga haya tardado tanto es escribir su carta. Quizá sus palabras sí hubiesen impedido que se pusiera al "pueblo" como verdugo.

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