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Los tres Judas

Ciudad de México, 08 de febrero de 1913


Se reunieron en el hotel Majestic, en la misma disposición con la que se habían sentado cuatro meses antes, en una cafetería de La Habana, el día que comenzaron a planear la conjura. Dos vestían como civiles, un anciano peroteño de sesenta y nueve años, y un catrín sinaloense, de treinta y cuatro. El último en llegar, un hombre de aspecto duro y cruel, era el único que presumía orgulloso un recién lavado uniforme militar.


— ¿Hubo algún problema, general? —preguntó el más joven, quién había convocado la reunión.


—Con Zapata de revoltoso en Morelos, y Orozco asesinando en Chihuahua, están desbordados, no se pueden dar el lujo de rechazar hombres. Además, el bueno del presidente cree en perdonar y olvidar. Estoy de nuevo incorporado al ejército federal, con el rango que poseía. Gran ironía, acepta a los partidarios de Don Porfirio para combatir a los revoltosos que lo apoyaron en su levantamiento.


Los tres conspiradores se atrevieron a reír con sorna, pero sólo por poco tiempo. Aunque la mayoría de los habitantes acomodados de la capital añoraban los viejos tiempos, no podía saberse qué sombras escondían espías del Ojo Parado. Aunque con toda seguridad sus dos compañeros tenían revólveres escondidos en el saco, el general era el único que mostraba abiertamente su devoción a las armas, pues se aferraba al rifle que él mismo había diseñado.


A sus cincuenta y tres años, cualquier otro contaría los días para su retiro, pero el general Manuel Mondragón no concebía su vida sin el olor de pólvora. Una sola cosa amaba más que las armas, y no era ninguno de sus ocho hijos, sino el sonido de las monedas. Por eso su vida como experto en artillería había sido tan fructífera: el fusil Mondragón, que cargaba con a todos lados, le despertaba más orgulloso que cualquiera de sus vástagos. A más de veinticinco años de su patente, seguía siendo el único fusil semiautomático de México, el arma oficial del ejército, tan confiable que los alemanes estaban interesados en adquirirlo. Su creador tenía acciones en las cinco fábricas que los armaban, y se había tomado a bien cobrarse del erario una compensación por armar con su brillantez al ejército. Eran pequeños montos, pero le habían permitido ingresar a la alta sociedad, y mandar a sus hijos a las mejores escuelas, pero había despertado sospechas de hombres recelosos de su ascenso.


En efecto, al general Manuel Mondragón la revolución le había caído como anillo al dedo, pues la investigación del viejo en su contra por robo y corrupción había quedado suspendida, y habia pedido licencia del ejército antes de que a Madero se le ocurriera reabrirla. En efecto, el anciano ex presidente nunca había santo de su devoción, pero ahora se rasgaba las vestiduras en su nombre y clamaba venganza por su injusto derrocamiento.


—Lo he llamado Don Porfirio —dijo aferrándose a su rifle— y de él saldrá la bala que pondrá fin al caos en el que el infame Madero nos ha sumido.


Sus dos compañeros también formaban parte del ejército, al menos en papel, pero tenían otros intereses: Cecilio Ocón, joven heredero de una gran fortuna familiar mermada por la guerra quería un nuevo gobierno que le permitiera recuperar con adjudicaciones directas las inversiones perdidas. El anciano Gregorio Ruiz, que había peleado al lado de Porfirio en Puebla y Oaxaca, contra franceses e imperialistas, era un hombre más simple, que como única respuesta decía:


“Odio al perfumadito del presidente, extraño a mi general Díaz”.


En cuanto al general Mondragón, tener una opinión política le parecía una pérdida de tiempo, pero Ocón le había ofrecido la secretaría de Guerra en un nuevo gobierno, y ese cargo mantendría el dinero fluyendo y el poder sobre la vida y la muerte a su merced.


Casi todo había salido acorde al plan que fraguaron en La Habana: por meses armas y parque se habían acumulado en secreto en la Ciudadela, se había llevado una cena muy productiva con el embajador, y en su cargo recuperado Mondragón tenía acceso a los cadetes de Tlalpan y al cuartel de Tacubaya, pero dos piezas habían cambiado.


—No podemos marchar sobre Palacio, no al inicio. Bernardo Reyes y Don Félix se adelantaron y ahora están presos.


—Me entrevisté con ambos —le respondió Ocón— se sumarán a nosotros, junto con sus partidarios presos, si logramos su liberación.


A Mondragón eso le preocupaba, pues implicaría dividir sus fuerzas, unos a la prisión de Tlatelolco y otros a Lecumberri. Sus compañeros estaban convencidos que la gente se uniría a centenares contra Madero, pero los años de experiencia le habían enseñado en sólo confiar en aquellos hombres que podía ver. Si alguien los veía, todo podía torcerse. Aún así, con algo de suerte, lograrían la fuga de las prisiones antes de que la defensa en Palacio Nacional pudiera formarse. Y si los lograban repeler, siempre podían regresar a la Ciudadela…aunque el sitio sería largo.


Muchas cosas podían salir mal, pero era ahora o nunca. El presidente Taft había perdido su campaña de reelección, y la Casa Blanca tendría un nuevo habitante en menos de un mes, uno que quizá no vería con tan buenos ojos un golpe en su vecino del sur. El tiempo se les acababa.


Dejando de lado sus reservas, Manuel Mondragón repasó con brevedad leal cronograma de acción: levantarían a los hombres en la madrugada, irían primero a la prisión civil por Don Bernardo, y después a Lecumberri por el sobrino de Don Porfirio. Resultara bien o mal, al menos al día siguiente volvería a disfrutar de los rugidos de las armas, y el olor de pólvora en el aire, mezclada con el de la sangre de héroes y traidores.


La comida llegó después de terminada la conjura, y los tres hombres se dedicaron a arrancarse, brindando con el vino más fino y discutir chismorreos de sociedad como si el país no fuera a cambiar en las próximas horas. Entre risas, el general Manuel Mondragón comentó como a su hija Carmen* le había dado por creerse pintora, y se había comprometido con un tal Manuel Lozano, un aspirante a artista que había abandonado el colegio militar primero y la Academia de San Carlos después. Fue hasta el final de la cena que el viejo Gregorio regresó al tema de la conjura, para hacerle una pregunta al general:


— ¿Pudiste hablar con Victoriano?


—Es un cobarde oportunista. Nos extendió sus simpatías, pero dice que en estos momentos, lo que más conviene a sus intereses es permanecer leal.


“Él se lo pierde” pensó el ingeniero de artillería Manuel Mondragón “nosotros nos cubriremos de gloria como los que salvamos a México de Madero, y nadie recordará al viejo Victoriano Huerta”.



*La Historia la recordaría como Nahui Olin.


¡Bienvenidos pasajeros! Esta historia es el comienzo del proyecto más ambicioso en la historia de Navegante del Clío a la fecha. Una serie de quince entregas, que nos llevará más de tres meses completar: cada viernes, un día distinto, desde una perspectiva diferente, sobre una de las quincenas más trascendentales en la Historia de México.




Hasta el próximo encuentro…


Navegante del Clío

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1 comentario


Permanecer leal, increible que Huerta haya dicho eso...

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