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Los últimos Emulantes

Ciudad del Carmen, agosto de 1865


Por primera vez en años, el mariscal caminó por las calles sin la presencia de sus escoltas, no porque la región estuviera segura, no porque medio país hubiera dejado de odiarlo, sino porque esta visita era personal. Quedaban muy pocos que conocieran al hombre detrás del embajador, del ministro, del regente, y el viejo que ahí moraba era uno de ellos.


La tienda era más modesta de lo que se hubiera imaginado, pero el orden y limpieza era señal indiscutible que aquel local lo regentaba un militar. Lo encontró detrás del mostrador, con una escoba en mano y unos anteojos sobre su nariz. Las altas repisas, llenas de sobres de colores y formas bizarras lo hacían ver aún más pequeño, encorvado como estaba sobre su libro de cuentas. Pero al alzar la mirada y reconocerlo, su rostro recuperó veinte años de golpe.


—Señor mariscal. ¿Qué lo trae este humilde negocio?


—Nostalgia, Chicho —dijo sonriendo al ver los fuegos artificiales en los anaqueles— Nunca supiste vivir sin el olor a pólvora ¿eh?


—Es lo único que conozco, Juan —respondió el comerciante de sesenta y cinco años, aprovechando la soledad para dejar de lado los títulos— ¿Vamos a reunir de nuevo a la tropa?


—La tropa reunida está, Chicho. Somos los únicos que quedamos.


Como única respuesta, el dependiente se agachó y de un gabinete tras el mostrador tomó una botella de aguardiente y dos tarros de barro. Si alguien los hubiera visto entonces, habría creído que eran de mundos distintos: uno hablaba tres idiomas, y medallas de oro y bronce refulgían sobre un impecable uniforme; el otro, escuálido y cansado, apenas ganaba lo suficiente para llegar a fin de mes. Pero ese día, brindando en silencio, el rico y el pobre volvían a ser niños, cuando México tenía otro nombre y la guerra era menos confusa.


Chicho sabía que no debería sorprenderse por la revelación: el más joven había nacido en 1804, el más viejo en 1796. Su mente le recordaba que todos eran ancianos esperando la muerte, pero en su corazón los veía a todos como "Los Emulantes", los niños soldados del Generalísimo Morelos. Y aunque había seguido la pista de varios por carta, su antiguo sargento era el primero a quien veía en más de treinta años.


—¿Cómo fue? Éramos más de cuarenta los que desfilamos con los Trigarantes.


—La miseria, la peste, la ingratitud de este país. Hiciste bien en negarte a ir a Texas conmigo Chicho, la última vez que te escribí, ahí se perdieron casi una docena. Y a los que no mataron los americanos, los fusilaron los "liberales" Si por ellos hubiera sido, ni tú ni yo estaríamos aquí ya, y eso que ninguno de los dos empuñó las armas en la guerra civil ¡Malditos burócratas! Mi padre entendía la verdad: la religión, el ejército, las buenas costumbres. Si el Generalísimo hubiera vivido unos años más...


Su interlocutor no le respondió, pues su viejo amigo había tocado una herida abierta. No le había importado que el Siervo de la Nación pusiera al frente de la tropa a su hijo, pese a ser de los infantes más jóvenes, pues era innegable que el escuincle tenía buenas luces. Lo que una parte de él nunca le perdonaría a Juan es que el cura Morelos lo mandara a Nueva Orleans a aprender inglés. De los dos, sólo uno había visto con sus propios ojos la muerte del Generalísimo, sólo uno había padecido el miedo y el hambre de la larga guerrilla, sólo uno había dormido en la sierra y el despoblado, sin saber cuando llegaría la venganza del virrey. Y ese uno no era el hijo del heroico Morelos.


—Lo habrían matado, como a los demás, el tiempo de los insurgentes terminó. Tú negociaste tratados para los conservadores, yo les abrí las puertas de mi casa, y les doné toda la munición que me atreví, muchos de los que hicieron más están muertos. Somos parias, Juan, el mundo no es el de antes. Perdimos.


—Volveremos a ganar. Yo sigo de pie, formé parte de la Regencia, recibí en Veracruz a...


Me alegra que haya tenido buena fortuna, mariscal; que la Patria recompense aunque sea a uno de los nuestros, pero yo estoy retirado. Es cierto, no me puedo desprender del olor de la pólvora, pero mis manos ya no soportan el peso de las armas. Por un momento sentí de nuevo la esperanza del orden en este país, por eso serví con la Fuerza Expedicionaria en Tabasco, en Yucatán, pero mi momento terminó.


—No estoy aquí para enlistarte Chicho. Quizá seamos los últimos de Los Emulantes, pero eso no significa que nuestro nombre esté olvidado. El emperador ha oído de lo que hiciste en Cuautla y te extiende una invitación: ¡Maximiliano I de México desea celebrar el día de la Independencia con el Niño Artillero a su lado!




Semanas después, en la corte del emperador de México, el coronel de artillería Narciso Mendoza, vestido con el primer traje nuevo que veía en años, relataba sus viejas historias, de los días en los que Calleja sitió su pueblo natal.


—El mariscal Almonte exagera, su majestad. Fuimos muchos los que combatimos al lado del Generalísimo Morelos aquellos ochenta días.


—Sí, pero según me cuenta, cuando los españoles entraron a la plaza de Santo Domingo, alguien corrió el rumor que Matamoros y Galeana habían sido vencidos en la puerta, y todos corrieron. Todos menos tú.


Sintiendo una mezcla antinatural de pudor y vanidad, Narciso Mendoza le contó entonces al emperador como, quedando solo en la plaza, había corrido para disparar un cañón que la tropa había dejando abandonado. Y como, escuchando el tronar, aquellos que se retiraban habían vuelto sobre sus ´pasos, ganando tiempo hasta que Galeana recuperara la posición. Mientras narraba, Narciso lo sintió todo de nuevo: el fuego de la juventud, el olor del triunfo y el rugir de los disparos. Esa tarde, el volvió a tener doce años, Almonte volvió a ser el sargento Juan Nepo, de nueve, el salvaje comandante medio desnudo. Narciso se llevó la mano al corazón para sentir los cuatro reales, cosidos a su camisa, que el propio Morelos puso en sus manos tantos años atrás, y por un instante los Emulantes volvieron a la vida.


El emperador reía asombrado ante lo insólito que un niño hubiera detenido a una columna completa de realistas, sobre todo porque salió indemne.


—Le mal informaron, majestad —dijo desnudándose el brazo— esta cicatriz es del sable de un dragón, que de no ser por un tropiezo me lo arranca completo.


— ¿Y qué la paso al bravo soldado?


—El tropiezo también hizo que girara el cañón cuya mecha buscaba encender. El hierro le destrozó el rostro.


La corte entera reía y aplaudía, y Narciso por primera vez desde el fin del sitio se sintió como el héroe que sus familiares le decían que era. Aquella noche, mientras el castillo de Chapultepec se iluminaba con el espectáculo de fuegos artificiales, los últimos Emulantes volvieron a brindar, pero ahora champagne, en copas de vidrio pulido.


— ¿Algún día volverás a Cuautla, Chicho?


— Sólo el día que muera, mariscal.


Y así, ignorantes del futuro, los que fueran niños soldados celebraron el que, esa noche, se sentía como un imperio eterno.

¡Bienvenidos pasajeros! Esta publicación tuvo su génesis hace un par de semanas, cuando alguien me preguntó del "niño artillero". Aunque lo más fácil hubiera sido dramatizar su juventud insurgente, y las gestas por las que la Historia oficial lo celebra, me pareció más interesante mostrar su apoyo al Segundo Imperio, y como la naturaleza cambiante, incluso contradictoria del ser humano lo llevó a él, como a muchos de sus contemporáneos, a alejarse del liberalismo de Morelos y ver la monarquía como la única manera de garantizar el orden y la religión. El ahora celebrado héroe fue desterrado a Centroamérica con la caída del Imperio, pero al contrario de su antiguo comandante Almonte, quien murió en el exilio, Porfirio Díaz le permitió regresar en 1887 para que muriera en su casa de Cuautla al febrero siguiente. Celebrado en su juventud, olvidado en su madurez, despreciado en su vejez y adorado en la muerte, tal es el destino de las almas que se convierten en leyendas.



Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío





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