Lágrimas de una reina
- raulgr98
- 11 ago 2023
- 4 Min. de lectura
¡Bienvenidos pasajeros! En el relato de hoy continuamos con la historia de Hércules, y no puedo creer que vayamos ya por el noveno trabajo.
Lágrimas de una reina
Amazonia, dos años después
"Que criaturas tan desagradables son los hombres", pensaba la guerrera ante el bizarro espectáculo que se presentaba ante sus ojos. En las costas de su bello reino, alejado del mundo, un monstruo de madera casi tapaba el sol, y los cincuenta seres fornidos y barbudos que descendieron de él se formaron con espadas, lanzas y escudos, rostros fruncidos y ojos recelosos. Aunque sin duda el líder era el más grande de todos ellos, cubierto de una piel de león, quien hablaba era un joven delgado, aparentemente su sobrino, el único que conocía la lengua de las fieras amazonas.
De un lado y otro de aquella delgada línea en la arena, las multitudes tenían los nudillos blancos de tanto apretar sus armas. La joven amazona no veía a un miembro de aquel extraño sexo desde que era una niña, pero recordaba su penetrante olor, sus manos crueles y sus miradas salvajes. "Nunca confíes en un hombre", le había dicho su madre entonces, y tenía toda intención de cumplirlo.
La que parecía que nunca había aprendido tan vital lección era la reina, quien escuchaba no sólo con curiosidad, sino con una atención que rayaba en la complacencia. Según los forasteros, venían en representación de algún monarca al otro lado del océano, que había obligado a su sirviente, el hombre de la piel de león, traerle el cinturón dorado de la gobernante de Amazonia. Para ella, aquella historia no tenía ningún sentido: ¿por qué un supuesto gran rey querría aquella prenda? ¿Por qué no había venido en persona? ¿Si era tan débil, porque aquel hombre tan fuerte lo obedecía como un esclavo?
Sin embargo, la reina permanecía reflexiva. Tras asentir a cada palabra de aquella estrafalaria historia, hizo un par de preguntas sobre los dioses, una cierva, un oráculo. Entonces fue que sonrió y, para sorpresa de todos los presentes, se llevó las manos a la cintura y desprendió el dorado cinturón, extendiendo la mano derecha para ofrecérselo al corpulento guerrero. Al lado de la joven, una amazona que nunca antes había visto maldecía entre dientes, con un odio profundo en la mirada.
—¡No se supone que sería tan fácil! ¡Deberían haberlo destrozado!
Pero antes de poder comprender lo que significaban aquellas palabras, la misteriosa mujer desapareció de su vista. Distraída, volvió su atención al horizonte, donde por primera vez en décadas, un hombre ofrecía un abrazo a la gobernante de las mujeres. Fue entonces que un grito familiar llenó el aire de furia, y la amazona se percató que la extraña estaba ahora trepada sobre un árbol.
—¡Amazonas! Los hombres de corazón frío y lengua mentirosa les han tendido una trampa. No han venido aquí por un cinturón, sino a acabar con nuestra forma de vida secuestrando a nuestra reina. ¡A las armas Amazonia! ¡Por el honor de la reina Hipólita y la gloria de todas nuestras hermanas!
Lo que siguió fue el caos absoluto, y la joven amazona pudo dimensionar la cantidad de mujeres que compartían sus recelos. Los hombres quizá eran bestias, pero valor no se les podía negar. Después de la sorpresa inicial, el combate por unos minutos pareció igualado...
...Pero ellas eran más. En menos de una hora, la batalla se convirtió en huida, y esta en cacería. El encuentro había ocurrido demasiado cerca de la costa, así que una cantidad sorprendente de hombres logró embarcar antes de caer ante la lluvia de flechas y jabalinas. Lo que quedaba era un grotesco espectáculo: la sangre de hombres y mujeres se mezclaba sin distinción alguna en las olas, la arena, la hierba. Y lo último que vio la amazona del barco enemigo antes de que el ocaso lo ocultara fue al hombre de la piel de león en la proa, despidiendo al sol con el brillo inconfundible de un cinturón dorado en el puño derecho. Así, los asesinos se habían convertido también en ladrones, huyendo con el precio que habían pedido, pero lo único que le importaba a la guerrera era dónde estaba Hipólita, donde estaba su reina.
La encontraron en el mismo lugar donde la habían visto por última vez, rodeada de cuerpos despedazados. Su herida en el pecho era tan honda que sólo podía haber sido provocada por la espada del líder mismo, quien la había atacado en la confusión. La arena a su alrededor era totalmente carmesí, pero Hipólita lograba todavía aferrarse a la vida, aunque fuera tan sólo por unos instantes más. La reina lloraba, pero no por ella, sino por las vidas perdidas por un engaño, un ardid que las amazonas sobrevivientes no entenderían hasta mucho después del funeral.
La última palabra de Hipólita, reina de las amazonas, fue pronunciada con furia y deseo de venganza:
—¡Hera!
Y cuando por fin comprendió el significado de aquel nombre, deduciendo la identidad de aquella extraña que las había empujado a una guerra inútil, la joven guerrera se sorprendió rezando por el triunfo del ladrón asesino, no por desearle lo gloria o la paz siquiera, sino para reírse de una enemiga común.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
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