Mal de amores
- raulgr98
- 2 nov 2023
- 5 Min. de lectura
¡Bienvenidos pasajeros! El día de hoy continuamos con la historia de Heracles, el capítulo previo al final, que vendrá dentro de dos semanas.
Mal de amores
Río Eveno, seis meses más tarde
Deyanira se sentía orgullosa. Era ella la que había logrado hacer feliz al legendario Heracles, gracias a ella, el guerrero errante por fin tenía un hogar. Por supuesto, los amigos de su marido habían contribuido: Filoctetes, Nestor, el hijo de Augias. Yolao, siempre presente, había convencido con sus historias a viejos y jóvenes de unirse, pero eran las tropas de su padre, los hombres de Caledonia quienes habían ablandado el corazón de Euristeo. Por más que odiara a su primo, no se enfrentaría a media Grecia para seguirlo humillando. El rey se había retirado a Micenas de forma definitiva, y regresaba Tirinto al hijo de Anfitrión.
Lo único que hacía falta era llegar a su nuevo hogar. Yolao se había adelantado para recoger a la anciana Alcmena, para que pudiera ver la tierra de su padre de nuevo antes de morir. Sería la primera vez que Deyanira conocería a su suegra, y una vez que Heracles se instalara en el trono, le compartiría a la familia el secreto que guardaba: aunque el sobrino de su marido cuidaba a los hijos que dejó por el mundo, y la princesa no les guardaba rencor, le emocionaba que por fin el héroe tendría un heredero legítimo.
En efecto, la vida era buena. Y aunque Heracles cumplía todos sus deseos, percibía en su mirada que algo los separaba. A Deyanira no le preocupaban las mujeres que su marido conociera en las campañas, olvidaría a todas en cuanto cumplieran su propósito, pero por las noches, el héroe reunía su mirada, y la princesa sabía que pensaba en la otra mujer, aquella que lo atormentaba, la que no pudo tener. Lo único que impedía que Deyanira enloqueciera es que sabía que Iole nunca volvería a la vida de su marido.
—Tendré que cargarte, la corriente es demasiado fuerte.
Su marido hablaba con razón, la temporada de lluvias había caído con furia en la región, y lo que antes era un riachuelo ahora era un torrente desbocado. Heracles podría cruzarlo sin mayor problema, pero nunca había sido un hombre delicado, y Deyanira temía por el fruto de su vientre si se dejaba llevar por él. Aun así, decirle que sería padre antes de Tirinto no sería lo ideal...
—¡Yo la llevaré, noble héroe! Por la memoria de Quirón y Folo.
El extraño era un ser cautivante, como Deyanira nunca había visto: de frondosa barba negra, su torso desnudo era casi tan fornido como el de su marido, pero lo que más llamaba la atención era lo que se extendía debajo de su cintura, un esbelto cuerpo de caballo, de pelaje tan oscuro como la barba del ser. El centauro se presentó como Neso, y afirmó que ayudaba a los peregrinos a cruzar, desde hacía años. Su voz era amable, pero había algo en la forma en que los miraba que le ponía los nervios de punta. La princesa trató de advertirle a su marido, recordarle la mala relación que tenía con su pueblo desde la masacre de Erimanto, pero Heracles sólo recordaba a su viejo maestro, y al anfitrión que lo había ayudado en su momento más bajo. Asintió sin dudarlo y la ayudó a montarse en el áspero lomo del extraño.
Lo siguiente que Deyanira sintió fue el viento agitando su cabello, pues Neso galopaba a toda velocidad. Gritando, la princesa a punto estuvo de perder el equilibrio y caer, pero el centauro la tomó con fuerza, apretándole el pecho con manos lascivas. Sabía que no podría resistirse al monstruo, y lloró de impotencia ante la violación que se avecinaba, rezando por que al menos su hijo sobreviviera al arrebato animal del centauro.
Estaba a mitad de encomendar su vida a los dioses cuando el centauro frenó en seco, y cayó al suelo con una fuerza que la hubiera lanzado por los aires si Neso no se hubiera aferrado a su cintura. Cuando su agresor dejó de moverse, Deyanira se incorporó de un salto y se alejó tres pasos. La punta de una única flecha negra, mojada en sangre de Hidra, sobresalía del cuerpo del centauro, pero éste aun permanecía con vida. El tiro de Heracles había sido certero, a más de cien metros de distancia. Ahogándose en sangre, Neso apenas podía hablar, pero le suplicó a Deyanira que escuchara sus últimas palabras, que apelaron a la debilidad que intentaba esconder.
—Perdóname por mi lujuria, siempre supe que moriría por mal de amores, y tu belleza ha sido mi perdición. Tu marido es un hombre extraordinario, y espero que sepa hacerte feliz. Pero, en mi arrepentimiento, te ofrezco un último regalo: el corazón del hombre es débil, así que toma mi sangre. Si alguna vez dudas de Heracles, rocía sus ropajes con ella, pues no hay mortal que se resista a la magia de amor que corre por mis venas.
Dos años después, en el palacio de Tirinto, Deyanira amantaba a sus hijos gemelos en compañía de la bondadosa Alcmena. Hilo, su primogénito, destinado a guiar a todos los Heráclidas, sus hermanos, a la guerra jugaba con un caballo de madera. Una vida más se gestaba ya en su interior, y su suegra le había dicho que era una niña, la que Heracles llevaba toda la vida esperando.
Un mensajero interrumpió la soledad familiar para llevarle un mensaje a la anciana. Ella lo leyó y su gesto se tornó serio, lleno de preocupación.
—¿Le pasó algo a mi marido? Contésteme por favor.
—No, él está bien. Pero, tomó un desvío tras el final de la campaña. Ha cobrado su venganza contra Ecalia, mató al viejo Éurito en combate. Viene de regreso...con una concubina.
—Dígame que no es ella. Por favor, madre. No puede ser ella.
Pero la mirada de Alcmena lo dijo todo. Justo cuando comenzaba a creer que los fantasmas del pasado estaban enterrados, ella volvía a aparecer. Heracles volvía a Tirinto, y traía a Iole con ella. Iole, nunca la había conocido, pero se la imaginaba a menudo ¿tan hermosa sería? ¿sería reemplazada en los brazos de su marido? ¿la había querido alguna vez, o sólo había sido un distractor?
Entonces otro recuerdo brotó, uno que llevaba dos años tratando de sepultar. Neso. Sabía que su marido haría una ofrenda a su padre, como siempre que volvía de la guerra. Disculpándose a toda prisa, fue a la recámara y sacó de un cofre de mármol negro un frasco en el que no había pensado en años, pero que había conservado por razones que no podía entender.
En la soledad de sus aposentos, la princesa Deyanira regó la túnica ceremonial de Heracles con la sangre de un centauro abatido.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
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