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Mea Culpa

Bruselas, 2004


Han pasado ya diez años, y aun así, en las pocas horas que parece que la vigilia desaparecerá, cuando cierro los ojos vuelvo a ver el avión en llamas. Languidezco en mi cama, sin beber y sin comer, mientras el cáncer devora mis pulmones y quema mi garganta. Cualquier otro se hubiera rendido ya, pero yo me niego a morir, pues tengo miedo de lo que se acerca. Entre las sombras, figuras de niebla se forman a mi alrededor, y aunque quiero gritarles que me den la cara, no tengo fuerzas para nada, ni siquiera para voltear la mirada.

 

Tenía doce años la primera vez que vi África. No hacía mucho que Bélgica le había arrancado aquel pedazo de tierra a Alemania, en la misma guerra en la que mi padre lo había perdido todo, y que nos obligó a probar fortuna en aquella región. Rodeados de naturaleza, no sé a quien estafó en el juego para conseguir una plantación de té y café, pero con los meses logramos recuperar un poco de lo perdido, y con los años fue haciendo amigos, con los que en 1935, cuando tenía veinticinco, conseguí mi primer empleo, un burócrata de medio pelo.


Quizá era por lo insignificante que me veía, pero me dejaban tomar apuntes en las reuniones de los poderosos, incluyendo aquella reunión fatídica a los pocos meses de tomar mi empleo. A la mesa estaba el coronel, quien tomaba la última decisión en todo, rodeado de sus amigos: el párroco, el viejo profesor y el médico; y se reían sobre el último banquete que había ofrecido el rey. Pese a mi juventud, yo sabía que aquel rey no era más que un títere, que aceptaba todo lo que los belgas dijéramos por que le dábamos todos los privilegios que quisiera. En África, desde los días de los alemanes, la minoría, los tutsi, lo tenían todo y la mayoría, los hutu, nada, un sistema que habíamos propiciado para que unos nos llamaran amigos y los otros nos temieran.


—Los hutus comienzan a hacer dinero —decía el coronel—. Un par han sido nombrados "tutsis honoríficos", lo que sea que eso sea. Si desaparece el sistema de castas, el futuro podría ser...problemático.


Para mí, todos los negros se veían iguales, hasta hablaban el mismo idioma ¿qué más daba que se llamasen a sí mismos como quisieran?, y así lo dije sin querer. Uno por uno, los asistentes a ese consejo con una condescendencia extrema me explicaron por qué el mundo era como era, y que no era nadie para cuestionarlo. El profesor me dijo que podían verse y hablar igual, pero que en realidad se trataba de dos razas distintas, que habían llegado a esa tierra por separado, y que los clanes peleaban desde antes de la llegada de los europeos. El sacerdote, con fingida tristeza, dijo que Dios así los había hecho, y que su voluntad era que pelearan como hebreos y filisteos habían hecho en otros tiempos. El coronel se limitó a decir que el sistema funcionaba, unos trabajaban y los otros mandaban, pero me concedió que todos eran tan feos, que no había manera de distinguir a tutsi de hutu.


Estaba desesperado por que me perdonaran mi imprudencia, deseoso de agradar a ese grupo que admiraba, y aunque ahora creo que debí quedarme callado, lancé a la mesa una propuesta:


—Deberían tener colgados un carnet que dijera qué son.


He oído decir que no hay maquinaria mejor que una burocracia bien aceitada, y parece que mis interlocutores compartían esa impresión, pues sonrieron ante mi propuesta. El doctor, siempre altanero, dijo que en realidad si había forma, por el tamaño de la ceja, la prominencia de la frente y la profundidad de los ojos, de saber a qué casta pertenecía quien. El coronel solo tenía que ordenar un censo obligatorio para que su equipo se pusiera manos a la obra. Y como había sido mi idea, me tocó a mí diseñar y escribir las tarjetas de identificación, tarea para la que me dieron un pequeño ejército de secretario.


Así, la vida siguió con el orden que sólo nuestra civilización podía prestar. Uno por uno, los africanos pasaban a que los médicos les midieran la cabeza, y yo firmaba cientos de tarjetas dónde se especificaba la vida que tendrían, los trabajos con los que sonarían, y los derechos de los que gozarían. Fue tal mi eficiencia en esta tarea, que fui creciendo en la jerarquía, y veinticuatro años después, ya era el hombre más rico en la administración. Pero eso no estaba destinado a durar.


Cuando los hutus se rebelaron y comenzaron a quemar casas, sin distinguir al tutsi del blanco, por más que el gobierno se negara a reconocerlo, comprendí que había llegado el momento de cambiar de aires. Le dije a mi padre que podía dar su modesta plantación por perdida, pero que tenía lo suficiente para darnos una buena vida en Bruselas, y que debíamos tomar el primer barco que saliera de África. Fue de nuevo en mi hogar qué, tres años después, leí en el periódico que la revolución había acabado, el rey ya no existía, y el naciente país organizaba sus primeras elecciones.


Siendo honesto, no volví a pensar en ellos en años, no me importaba en lo más mínimo lo que hicieran con su querida libertad. Me imaginé que como los hutus eran más, ellos ganarían la dichosa elección. Once años después de la independencia, escuché en el club que habían dado un golpe de Estado, y que las medidas contra los tutsi se habían recrudecido, pero yo tenía mis propios problemas. Así pasaron otros diecisiete años.


Llegamos al día en que comenzó mi enfermedad, que puedo ver ahora frente a mí, la última mañana que pude fumar un puro. Me encontraba en el club, y aunque tenía muchas décadas que los que participaron en aquella reunión de años atrás habían muerto, en los adinerados miembros de aquel exclusivo lugar veía su misma altanería. Cuchicheaban entre ellos sobre la guerra en África, que cumplía cuatro años ya. Recuerdo mi sorpresa, y me acerqué a uno de los hombres que conversaba, pues creía que el dictador de años atrás, por una vez había hecho algo loable, y había firmado un acuerdo de paz con los tutsis en rebelión. Sin contestarme, el sujeto me señaló a un periódico, que aun siento en mis manos, el titular que me marcaría de por vida.


El dibujo en la primera plana era una bola de fuego en el cielo nocturno, con la vaga forma de un avión en su núcleo. El titular decía que el presidente estaba muerto, y el partido hutu había culpado a la líder tutsi, que ya había sido ejecutada. En las siguientes planas había fotos de plantaciones idénticas a la de mi padre ardiendo, y miles de cadáveres en las calles. Escucho a aquellos hombres de gala, blancos y gordos, reír con indiferencia, diciendo que no se podía esperar otra cosa de salvajes como aquellos; pero en el fondo de mí, yo sé que fuimos nosotros los que lo hicimos.


De repente me siento nauseabundo, y el puro cae de mi boca, llenando la alfombra persa de ceniza. El pecho me arde, y cuando vomito sobre el sillón, mis fluidos son rojos y negros. Ya no soy un viejo en el club, sino un muchacho de vuelta en África, rodeado de cadáveres que me señalan con el dedo, con sus carnets de identificación brillando en la oscuridad. Me tapo los oídos cuando los alaridos comienzan, pero no quedan en mí lágrimas ni gritos. Sólo hice unas tarjetas, yo ni siquiera estaba ahí cuando comenzó la violencia, pero los murmullos de los espectros me rodean, arrastrándome del pasado al presente, desprovistos ya de futuro.


Los murmullos me regresan a mis ásperas sábanas, frías por el sudor de mi destrozado cuerpo. No sé lo que me dicen, pues nunca me molesté en aprender su lengua, pero ahora que están frente a mí, puedo distinguir sus rostros, o lo que queda de ellos. Veo los ojos despavoridos del ganado que atraviesa un pastizal en llamas. Veo los agujeros de bala en las caras putrefactas de los hombres. Veo las lágrimas rojas de las mujeres violadas. Veo las cuencas vacías en los huesos de los niños que murieron de inanición. Intento decirles que no fue mi culpa, pero de mi boca sólo sale un arranque de tos. La mano con la que me cubro se siente húmeda, y aunque no veo más que los fantasmas sé que es sangre, y que mi hora se acerca. Soy el único que queda, han venido por mí. Algunos me ven con odio, otros con súplica, pero en la mayoría sólo hay lástima por el patético ser que agoniza entre ellos. La habitación comienza a brillar, en un naranja tan aterrador como el que el avión debió tener aquel día, y sé que no habrá absolución posible. Desaté el infierno en Ruanda, y ahora el infierno ha venido a reclamarme.

¡Bienvenidos pasajeros! Cuando en la escuela estudié el genocidio de Ruanda, los libros de texto se referían a un conflicto civil, lo que en sentido estricto era cierto, pero no la verdad por completo. Casi un millón de tutsis y hutus moderados murieron en cien días, y quinientas mil mujeres fueron violadas. Aunque el orden se restauró, los tutsis que quedaron instauraron una dictadura que aún permanece, y desataron la primera guerra del Congo. Este es el legado sangriento del colonialismo belga, una tragedia que se repite a lo largo del globo, cuando el poder exacerba o inventa diferencias absurdas para dividir a los sojuzgados, y después desaparece indiferente a lo que puede provocar, pues cuando los rencores penetran en una sociedad, la muerte es el único desenlace posible.




Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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1 comentario


raul221063
18 mar 2024

¡Abominable! ¿Es un ficticio el narrador?

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