Miedo a los ladridos
- raulgr98
- 6 jul 2023
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Bad Godesberg, 1943
Linda dormía acurrucada en su regazo, pero Beatriz no había pegado ojo en toda la noche. La perrita era una compañera fiel, de una amistad que se remontaba muchos años atrás, pero ahora permanecía atenta con un miedo atroz a todos sus movimientos. Apenas y podía mirarla, paralizada por sus presagios, pero tampoco podía alejarla, pues su vida estaba en sus manos.
En la oscuridad, pues los carceleros aún no encendían las velas, y la electricidad se había ido hace mucho, escuchaba voces discutiendo. Una, una bronca voz alemana, pertenecía al capitán encargado de su "protección", la otra, con marcado acento mexicano, era la de Gilberto Robles. No alcanzaba a entender que se susurraban, pero después de seis meses encerrados, no era difícil deducirlo: el cónsul nuevamente estaba exigiendo poder comer algo más que papas hervidas y migajas de pan duro. Beatriz no entendía por qué lo seguía intentando, pues claramente no había interés por el bienestar de los cuarenta y tres hombres y mujeres que vivían acinados en aquel edificio de ventanas tapiadas. Un hotel, lo llamaban los hombres de la Gestapo, pero era otro nombre con el que lo bautizaron los mexicanos en secreto: campo de concentración.
—Paris me manque —susurró a su madre.
Aunque tenía veintitrés años, los últimos días se había sentido cada vez más como una niña pequeña, añorando la ciudad que la había visto nacer con la intensidad que sólo aquellos que temen no volverla a ver experimentan. Tras años de huida, Beatriz apenas podía recordar el color de su habitación, o el nombre de su calle, pero nunca olvidaría el rostro de su padre cuando le ordenó que hiciera una pequeña maleta. Hombre duro y severo, de bigote largo; no aceptó berrinches o dilaciones, no podía. Vicente Nájera, agregado militar del aire en el consulado de París ya había sobrevivido a una guerra en su país y no expondría a su familia a otra.
Bajo el amparo de la sombra, habían salido de la capital como delincuentes, apenas dos pasos adelante del ejército alemán. Primero a Bayona, que tan sólo resistió unos meses la ocupación, y después a Marsella, donde Vichy los había recibido a regañadientes. En aquella ciudad a orillas del Mediterráneo había vivido dos años, pero su padre nunca le dejó ver el mar, pues no tenía permitido salir de la oficina que les habían cedido. "Expedir visas ya era arduo antes de la guerra" le había dicho "y ahora con los japoneses enfrente y la gente de Franco en el piso de abajo, no podemos permitir que encuentren rutinas, sólo aquí estamos seguros".
Pero poco les duró la supuesta seguridad, pues al día siguiente que el cónsul recibió un telegrama informándole de un rompimiento de relaciones, agentes de la Gestapo habían roto la puerta de la pequeña oficina. En un francés muy burdo, los acusaban a todos de enemigos, de traidores y de ladrones, pues el dinero con que habían expedido unas visas aparentemente ilegales había sido robado, según los agentes. Poco les importó que ahí vivieran familias completas, les ataron las manos, cubrieron los rostros con sacos y llevaron en camiones a una bodega, que su padre les dijo después estaba en un pueblo llamado Amélie-les-Banies.
La bodega nunca fue nada cercano a un hogar, los retuvieron ahí menos de dos semanas antes de que los obligaran a cruzar la frontera en un polvoso vagón de tren. Gilberto, el hijo del cónsul, era el más chico del grupo, apenas catorce; y a mitad del trayecto le preguntó a su padre si los iban a matar. Cuando las puertas del tren se abrieron, hubo un par de gritos ahogados, diez oraciones silenciosas, y treinta frentes ahogadas en sudor. Ni captores ni prisioneros dijeron nada en el largo caminar hacia el hotel, y no fue hasta que las puertas se cerraron con un estruendo que Beatriz se atrevió a llorar.
Eso había sido seis meses atrás, y lentamente cinco jóvenes, treinta y ocho adultos y un perro se acostumbraban a la soledad, la inanición, la incertidumbre de una guerra que no parecía tener final. Absorta en recuerdos de una vida que se alejaba, Beatriz apenas se dio cuenta cuando les prendieron una luz. Con pereza, sin saludarse, los prisioneros se levantaron, esperando un desayuno que nunca les dieron. Don Vicente caminaba de un lado a otro, sin más compañía que sus sombríos pensamientos, así que Doña Clementina les dijo a sus hijos que se entretuvieran con los otros muchachos.
Así, los gemelos Beatriz y Guy atravesaron la estancia para reunirse con Gilberto y sus hermanas, Laura María y María Teresa. Aunque aquellos eran los hijos del cónsul, en ese pequeño grupo Beatriz era la que mandaba, por el simple hecho de ser la mayor. No podían hacer mucho, los juguetes hace mucho que habían dejado de necesitarlos, e incluso aunque los quisieran, todos se habían quedado en París. Así que los muchachos se sentaron en una esquina, pero la mirada de Beatriz siempre se dirigía con cautela a Linda, quien los había seguido con su orondo caminar.
Seguramente, aquellos cinco prisioneros intercambiaron muchas historias aquella madrugada: sobre el pasado al que se aferraban y el futuro con el que soñaban, puede que incluso llegaran a crear mundos propios, imaginar realidades de libertad y felicidad, pero Beatriz no recordaría ninguna de aquellas charlas. Sólo recordaría a Linda sentada en medio del círculo, con la lengua de fuera y el pelaje enredado. Cuando el animal comenzó a mover la cola, la muchacha incluso se atrevió a sonreír.
Pero el miedo regresó el instante que Linda se levantó. Totalmente recta, en alerta, se paralizó y con ella lo hicieron todos los demás. Beatriz sintió el pelo de su nuca erizarse al mismo tiempo que el de la perra. El momento que tanto la aterraba había llegado, el motivo por el que Beatriz apenas soportaba mirar a su mascota, pero se negaba a separarse de ella.
Linda ladró, y aquel sonido que en otros tiempos era poco más que una molestia logró silenciar a las cuarenta y tres almas cautivas, y a los custodios en el pasillo de afuera. La primera vez que había pasado, un par de meses atrás, lo habían ignorado y cerca habían estado de perder la vida. La segunda vez, más de uno se había lesionado al atropellarse por intentar encontrar refugio, pero ahora ya tenían un plan. Con la mayor calma que la cercanía del peligro les permitía, se formaron sin decir palabra y esperaron a que los soldados abrieran la puerta para guiarlos al sótano.
Tres minutos fue lo que se tardaron desde el primer ladrido hasta el momento en que se encontraron todos en el subterráneo, en cuclillas, con los ojos cerrados y las manos sobre la nuca, segundos antes que el polvo sobre sus cuerpos y el temblor bajo sus pies les confirmara que la primera bomba había caído. Nunca tenían tiempo de sobra, pero la alarma les daba el suficiente. Por más que Beatriz odiara oír a Linda ladrar, prefería el miedo constante al fuego y el estruendo que los aviones traían consigo, en visitas cada vez más frecuentes.
Ninguno de los guardias hablaba francés, menos aún español, así que Doña Clementina se atrevió a intentar reconfortar a sus temblorosos hijos.
—Esos aviones se están acercando. Los Aliados no tardarán en entrar en Alemania, seremos salvados.
Beatriz asintió, pues sabía que su madre tenía razón, los Aliados vendrían a salvarlos algún día. Lo único que tenían que hacer era no matarlos antes.
¡Bienvenidos pasajeros! Muchas veces los acontecimientos históricos no se pueden comprender en las biografías de los grandes personajes, sino en las vivencias de la gente común, relatos que muchas veces quedan condenados al olvido. Por eso, la transmisión oral y escrita de anécdotas es parte fundamental de la preservación de la cultura, pues ninguna investigación aportará nunca la dosis de cruda realidad que un testimonio puede ofrecer, con verdades escondidas en cada inconsistencia, cada ambigüedad, cada versión; pues la perspectiva de los hombres y mujeres en los márgenes cuentan una Historia muy distinta, todas igual de válidas. En ese sentido, lo que acaban de leer es una dramatización de una de mis propias historias familiares, y espero que la curiosidad de la familia de un diplomático en la Segunda Guerra Mundial les haya aportado un vistazo nuevo a un conflicto tan conocido.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
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