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No oyes ladrar los perros

¡Bienvenidos pasajeros! El año pasado comenté sobre un cuento de Rulfo en cuya adaptación teatral tuve la oportunidad de participar. Sin embargo, haciendo memoria, no es la única adaptación de un cuento de El llano en llamas que he visto en el escenario, y hoy les traigo la recomendación de otro relato de la antología: No oyes ladrar los perros.


Como casi toda la bibliografía de Rulfo, el relato es una denuncia al fracaso de la Revolución en las comunidades rurales, en particular las del Occidente del País (en el caso de este cuento, los personajes quieren llegar a Tonaya, al suroeste de Jalisco). Muy breve, de poco más de tres páginas en mi edición, contiene muy pocas descripciones o acciones, pues el relato está estructurado a través del diálogo: es el monólogo interno del narrador anónimo, en un lenguaje sencillo (oraciones simples, separados por punto y seguido), el que configura la tensión narrativa al revelar nueva información, e informar del estado de los personajes en su peregrinar.


Una de las habilidades de Rulfo que siempre me han parecido más admirables es su capacidad de construir imágenes mentales con gran carga simbólica. En este caso, un sólo cuadro es suficiente para informar al lector del tono y la trama de la historia: un hombre atraviesa un monte en la noche, con su hijo a cuestas, en busca de un médico. Si la imagen, por sí misma, ya refleja una situación ardua, desesperanzadora y solitario, la narración es muy hábil en otorgarle dos grados de complejidad adicionales: por un lado, la mala relación entre el padre y el hijo, cuyas aristas se van revelando poco a poco junto con el motivo por el que el muchacho necesita asistencia; por el otro, la sordera temporal del padre (el hijo le cubre los oídos), lo que le impide orientarse.


Aunque la temporalidad no se menciona explícitamente, la carga de crítica social es innegable, limitada a tres ejes: la violencia, la pobreza y la familia. En el primero de estos puntos, la revelación es que Ignacio, el muchacho, se ha dedicado a asaltar los caminos y asesinar, incluso a su propio padrino, y ahora él mismo ha sido víctima de una violencia indiscriminada y fratricida, pero aceptada como natural por los personajes. El cuento no da motivaciones explícitas a Ignacio, pero es un hecho que proviene de una comunidad pobre. Aunque nunca se da el nombre de esta, es desgarrador deducir que si tienen que viajar a otro pueblo a pie es porque su lugar de origen no cuenta con un médico, ni hay buenas vías de comunicación; sobre todo cuando uno dimensiona que esta problemática no ha desaparecido en el más de medio siglo desde la publicación del cuento.


Como también observé en Diles que no me maten, el otro cuento de Rulfo que analizamos en este espacio, las relaciones familiares (sobre todo entre padre e hijo) son una constante en su obra, donde los personajes femeninos están en su mayor parte ausentes. Sin embargo, la madre es un personaje clave en la ficción, pues pese a no aparecer condiciona la relación entre los personajes masculinos, ya sea como motivación de venganza, honor o compasión. En este caso, es el sentido del deber hacia la esposa fallecida lo que impulsa al narrador a cargar a un hijo al que desconoce, y la maldición a su propio hijo, en combinación con la atmósfera nocturna, le da cierto toque fantasmagórico y sobrenatural a la historia, sutil pero efectivo.


En este relato, la madre es una figura metafórica muy interesante, pues en dos pasajes parece representar a la Revolución, o el país mismo. En un fragmento, el narrador le increpa al hijo por qué optó por el camino de la delincuencia, si fue bien criado, lo que interpreto como un cuestionamiento de por qué los problemas sociales persisten después del movimiento, como si éste no hubiera logrado nada. En esa misma lectura fatalista, me parece clave que el linaje familiar del narrador esté condenado a la desaparición, pues su esposa murió dando a luz a un segundo hijo (que también perdió la vida) y el mayor está en una condición crítica. De esta manera, los esfuerzos de los padres (reales o imaginados, pues nunca se ofrece la perspectiva del hijo) han caído en saco roto, y en una muy negra lectura, el país también está destinado al fracaso, y son los propios herederos de la Revolución quienes le darán fin.


Cierro comentando el final abierto, que ha dado mucho de qué hablar desde la publicación. ¿Por qué Ignacio nunca le dijo a su padre de la cercanía del pueblo, representada por las ladridos? La mayoría cree que es porque el muchacho lleva gran parte del cuento muerto (hay quien afirma que siempre lo estuvo, y sus pocos diálogos son delirios del padre). Otros toman como literal el último diálogo del narrador, reclamando a su hijo el no ayudarlo ni siquiera en beneficio propio; pero me parece que el resultado es el mismo: el protagonista navega a ciegas, sin visos de esperanza, y en ese sentido ¿hay realmente una diferencia entre dejar desamparados a los demás y dejar de estar vivos?


  • Título original: No oyes ladrar los perros

  • Autor: Juan Rulfo

  • Año de publicación: 1953





Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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1 comentario


raul221063
26 may 2024

Tantos aspectos presentes en un cuento que cuando que uno lee sin captarlos ni por asomo. Creo que el hijo ya estaba muerto.

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