¡No toquen a las yeguas!
- raulgr98
- 27 jul 2023
- 4 Min. de lectura
¡Bienvenidos pasajeros! Después de una semana de vacaciones volvemos a las narraciones semanales, y he decidido arrancar continuando la historia de Heracles, cada vez más próxima a concluirse.
¡No toquen a las yeguas!
Tracia, tres años después
Heracles cayó sobre sus rodillas y cerca estuvo de besar la blanca arena. Definitivamente, si lo que quería su primo era matarlo, obligarlo a navegar era la opción más segura. La ruta a Tracia era larga, pero la podría haber hecho en la mitad del tiempo de haber querido. Honestamente, después de lo acontecido en Creta, el héroe se había tomado algo de tiempo para serenarse y vivir aventuras que engrandecieran su nombre, más allá de la influencia de Euristeo.
De la tripulación de voluntarios que se había embarcado con él, sólo había dejado llegar a tierra a cuatro, los más leales, los más cercanos. Yolao era uno, un hombre a estas alturas, pero aún devoto a su tío. A los otros tres los conocía desde niños, eran valientes marineros y sobrevivientes de más de una guerra, pero a uno lo tenía en especial estima: Abdero. De sonrisa atrevida y complexión delgada, el eterno pícaro había sido compañero suyo de juegos primero y de armas después, aunque su mala reputación lo hacía moverse de ciudad en ciudad. Sin embargo, como hijo de Hermes que era, los caminos siempre le eran seguros, y vivía para la aventura.
Juntos, los cinco se encaminaron al palacio del rey Diomedes, a quien le llevaban la más extraña petición, pues no era mortal o tan siquiera peligrosa:
—¡Oh, gran rey! Me envía con esta ofrenda Euristeo de Micenas, esperando que le conceda la gracia de enviarle como presente a sus cuatro más bellas yeguas, confiando en que este sea el inicio de una larga y próspera amistad.
Diomedes era un ejemplo perfecto de cortesía, pero Heracles se dio cuenta que algo maligno ocultaban sus ojos. Tras acceder a la solicitud y dar por terminado el banquete, suplicó a sus invitados que pasaran la noche en su palacio mientras se preparaba el obsequio, exigiendo que no se tocara a las yeguas.
Unas horas más tarde, Yolao y Heracles bebían vino en una pequeña habitación cuando vieron una sombra trepar por la ventana, cubierta de joyas y collares dorados. Era Abdero, quien claramente había pasado el anochecer divirtiéndose en la corte. Pero en su semblante, serio por primera vez en mucho tiempo, no había ni una risa.
—Escuché a los guardias mientras le hacía una visita al tesoro. Hemos sido traicionados, Diomedes pretende asesinarnos mientras dormimos.
—Tendremos que actuar rápido entonces. Yolao, despierta a los otros y diles que me esperen junto a las puertas de la ciudad, y tú sigue de largo al barco, que preparen todo para un escape de emergencia. No tenemos más opción que robar los malditos animales.
—Pero tío, tendrás que hacerlo tú solo. Ya una vez Euristeo te reprendió porque recibiste mi ayuda. ¿Podrás ser tan sigiloso como este trabajo exige?
—¡Sigue mis instrucciones, sobrino! Pero llevas razón, debo realizar esto solo. Antes de abordar, dile a los demás que por ningún motivo deben tocar las yeguas. Y tú, Abdero, amigo mío, debemos hablar. ¿Tu padre es el dios de los ladrones, no?
Unas cuantas horas después, poco antes del alba, Heracles salía a hurtadillas de la ciudad. Los cuatro animales que jalaba de la brida estaban encabritados, pero gracias a los consejos de su amigo, había conseguido sacarlas sin mucho escándalo. O eso creía...
Pues, en aquellas lejanas costas, cuando alcanzaba a divisar el navío listo para zarpar, y Abdero y dos más de sus amigos lo esperaban en el bote, un clamor estalló a su espalda: Diomedes lo había seguido con todo su ejército. Se encontraba rodeado, y cargando a los animales no alcanzaría a llegar al mar, no tenía muchas opciones. Incluso cuando sus amigos lo alcanzaron con las espadas desenfundadas, los problemas persistían. Uno de ellos tendría que quedarse atrás cuidando las yeguas, y quizá los demás podrían imponerse al enemigo, pero las dudas lo perseguían ¿Euristeo contaría aquel trabajo si alguien más tocaba a las bestias? Con una maldición determinó que no había alternativa, y más valía perder más años que libertad que la vida. Gracias a Abdero es que el robo se había logrado, así que era él quien merecía la mejor oportunidad de sobrevivir, pasándole las riendas, le pidió que se acercara al bote lo más posible y le advirtió que no tocara a las yeguas, y junto con sus otros dos compañeros se lanzó al combate.
La adrenalina de la lucha, la sangre y la muerte hizo que el tiempo se pasara volando. Cuando volvió en sí, se percató que los cincuenta miembros de la guardia de Diomedes yacían muertos, el rey se arrodillaba vencido a sus pies y milagrosamente sus dos amigos también habían sobrevivido al combate. No podía creer su buena suerte, y con un grito de júbilo se volteó para presumirle a las olas su triunfo.
El espectáculo que lo recibió era nauseabundo: a menos de un metro del bote, sólo huesos y manchas de sangre quedaban del sonriente Abdero. Heracles no podía creer sus ojos, pero no había otra explicación, y comprendió por qué su amo había escogido una tarea tan simple: no eran yeguas normales sino monstruos devoradores de carne humana. A sus pies, Diomedes lo miraba suplicante, pero en el corazón del héroe no quedaba compasión alguna: nuevamente le había traído la muerte a uno de los suyos, y alguien debía pagar por la injusticia.
Arrastró al rey vencido, que se retorcía y gritaba cada centímetro hasta que el agua comenzó a mojar sus pies mojados, y sin mirarlo siquiera dijo.
—¡No toquen a las yeguas, dijiste! ¿Será que tus animales te tendrán más respeto que a los visitantes con quienes las alimentas?
Y lo arrojó sobre las yeguas. Los alaridos no duraron mucho más.
Después de comer a dos hombres completos, parecía que las bestias habían quedado por fin saciadas. Aun así, nadie más las volvería a tocar. apaciguadas de tanto comer, se dejaron llevar por Heracles hasta el barco, donde las encerró en la bodega con un par de cadáveres más para cuando tuvieran hambre. Cuando regresó, sus compatriotas habían terminado de armar un hermoso sepulcro, para los restos del hijo de Hermes.
—¡Qué tu recuerdo sea largo y tu descanso pacífico! ¡Hasta siempre, amado amigo!
Nadie se atrevió a cuestionar que se haría con los huesos de Diomedes y los cuerpos del resto de sus hombres, pues sabían que cuando el héroe estaba de luto era más cruel. Sólo un hombre sería enterrado aquella mañana, el resto sería ofrecido a los cuervos.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
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