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Ocaso de un héroe

Heracles se detuvo en un terreno de lodo, sobre el que años atrás, se había erigido una casa. Aunque ya no quedara nada, si cerraba los ojos aun podía ver las paredes, los frescos, los mosaicos. Ese era el lugar indicado, entre las cenizas de lo que fue su hogar.


Hasta caminar le dolía, y sus otrora legendarios músculos estaban cubiertos de ampollas supurantes, ardientes, pero aun así había hecho el peregrinar hasta Tebas. Todo debía terminar dónde empezaba, y el héroe había emprendido su último viaje para morir en la casa donde había sido concebido.


¿Se habría alcanzado a redimir? ¿Vería en los campos Elíseos a Anfitrión, a Ificles, a los amigos que había perdido en el camino? ¿Podría pedirles perdón a los hijos que había matado? ¿Los que dejaba con vida le perdonarían el abandonarlos? Y todas sus víctimas de años de guerra y masacre ¿lo estarían esperando también?


Seguía portando jirones de la camisa que lo había matado, empapada con la sangre venenosa de ese maldito centauro. No se la había podido arrancar del todo, pues cuando desprendió los primeros pedazos de tela, ésta salió con todo y trozos de piel, tan pegado estaba a él ese instrumento mortal. En medio de los tremendos dolores, dedicó un pensamiento a sus múltiples amantes, los hombres y las mujeres, pero fueron cuatro bellezas, a las que más había desgraciado, las que permanecieron con él más tiempo.


Megara, la única mujer con la que fue feliz, a la que había degollado en una furia ciega.


Hipólita, víctima de la única de sus grandes gestas de la que se arrepentía.


Iole, su amor imposible, a la que nunca había tocado, ni siquiera cuando conquistó su reino. Sabía que su obsesión por ella lo había condenado, pero pensaba sólo ofrendarla a su padre en el templo, si Deyanira hubiera esperado....


Deyanira, su esposa. Otra mujer a la que sólo le había traído desgracia. No la culpaba de lo que había acontecido, pues Neso se había aprovechado de su ingenuidad, y de su amor. Sus amigos le dijeron que cuando vio lo que había hecho, se quitó la vida, pero Heracles no se había atrevido a ver el cuerpo, otro muerto inocente que dejaba tras de sí.


Por último, pensó en las risas de todos los que habían pretendido humillarlo y rechazarlo con los años. En Aqueloo, quien lo había maldecido, en Euristeo, el ser mezquino que tuvo dominio sobre él, en Hera. Esa diosa que lo odiaba con tanta intensidad, y que para fortuna de su nombre y desgracia de su alma había marcado su vida. La veía sentada en su trono, regodeándose de la muerte indigna de su enemigo.


No le daría el gusto. Con mayor esfuerzo que pelear con cualquier monstruo, pues su piel quemada estallaba y se caía al menor movimiento, Heracles comenzó a apilar ramas, vigas, toda la madera que pudo cargar en su peregrinar. Se iría en sus propios términos.


Cuando terminó, se volteó a ver a quienes lo acompañaban, los amigos que quedaban vivos en una edad de los héroes que llegaba a su fin. Alcmena se había quedado en Tirinto. Heracles le había pedido que reuniera a sus hijos, pero esa no era la razón. La pobre anciana había enterrado ya a un hijo, no la obligaría a ver la muerte de otro.


Frente a todos los que pronto conformarían su cortejo fúnebre, con lágrimas en los ojos, se encontraba Yolao, su sobrino, más hijo suyo que cualquiera de los que engendró; el único que había permanecido siempre en su vida, con lealtad y amor incondicional. A él dirigió sus últimas voluntades:


—Cuida a Iole, sobrino, que ya ha sufrido mucho por mi causa. Y a mis hijos Yolao, sé para ellos el padre que yo nunca supe ser.


Tras esto, el héroe, casi desnudo, subió a su pira funeraria, que él mismo había construido. Conservó a su lado la espada y la maza, para morir como el guerrero que era, pero arrojó al piso sus flechas y su legendario arco, lanzando un último desafío: heredaría su arma el que tuviera el valor de encenderla.


Durante agonizantes segundos nadie se movió, pues no se atrevían a rematar al héroe más grande de Grecia, hasta que Filoctetes, mirándolo con compasión, dio un paso al frente y recogió el arco. Heracles asintió con satisfacción, sabía que su amigo estaría a la altura del desafío de ponerlo libre. Fue Yolao el que encendió el bracero, pero después tuvo que cerrar los ojos. Sin dejar de verlo, Filoctetes le prendió fuego a una de sus flechas y la colocó en el enorme arco. Con una pequeña y agridulce sonrisa, una mezcla de orgullo y confort, el arquero disparó.


Para Heracles, las llamas que lo consumían fueron casi una caricia en comparación con las quemaduras que la sangre envenenada le había producido. No gritó ni una vez, se limitó a quedarse de pie mientras su carne se consumía. Y cuando sintió que su consciencia estaba por desaparecer, alzó la vista a las estrellas, y alcanzó a contemplar a los otros asistentes de su inmolación.


Su padre y sus hermanos lo veían desde las puertas del Olimpo, esperando para recibir a un mortal en el firmamento.

¡Bienvenidos pasajeros! Me parece tan difícil de creer, pero por fin lo hemos logrado. Cumpliendo con una promesa de hace meses, el día de hoy termina la historia de Hércules, en la que hemos estado envueltos por veinte entregas. Hay quienes dicen que el héroe se convirtió en la constelación que lleva su nombre. Otros, que Hera por fin aplacó su ira y, tras acceder a que fuera convertido en dios, le dio en matrimonio a su hija Hebe, la diosa de la juventud. Sea como sea, su legado es indiscutible, el héroe más famoso de todos los tiempos consiguió la inmortalidad.




Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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1 comentario


raul221063
25 nov 2023

Que triste fin para un heroe.

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