Orfeo y Eurídice
- raulgr98
- 7 nov 2024
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Florencia, 1698
En Venecia, en el lecho de la más grande cantante de ópera que el mundo jamás vio, el heredero del Gran Duque encontró la muerte. Aún tardaría años en acompañarla al otro lado, pero su sombra nunca lo había abandonado.
Así se lo confirmó el médico, quien con voz grávida le informó que la sífilis que había contraído hacía ya dos años, en el festival, se había esparcido.
― ¿Cuánto me queda, galeno?
―Diez años, puede que hasta quince, pero no se confunda excelencia, no hay nada que se pueda hacer ya.
Fernando de Medici despidió con una señal al hombre, y caminó por su habitación sin rumbo ni razón, intranquilo. A lo que le temía no era a la muerte si no al olvido, pues el tiempo se le acababa y no había construido nada de provecho. Una esposa a la que apenas tocaba, sin hijos a quienes legarle su herencia. No era más que un príncipe más destinado a morir antes que su padre, relegado a una nota al pie en los anales familiares. Florencia ya no poseía la grandeza de antes y en su corazón, el hijo del Gran Duque sabía que ellos tres, el heredero enfermo, su padre anciano y su hermano estéril, serían los últimos de los Medici.
No podía siquiera llorar, pues las lágrimas quedaban atoradas en su garganta, y los enormes agujeros que sentía en su corazón y sus entrañas le impedían moverse, pensar, sentir. No tenía dentro de él el coraje para encarar a su padre, pues sabía lo que le diría: “una decepción, un fracaso, un desperdicio” “¿se le puede llamar hombre a uno que no vivió sino para perder el tiempo con la música, sin mayor interés por preservar su deber, su familia y su legado?”
Sí, en Venecia el hijo del Gran Duque encontró la muerte, pero también el amor, pues solo en aquellas noches de festival, donde nobles y plebeyos cantaban y bailaban; había conocido la verdadera felicidad. En su tumultuosa vida, sólo el sonreír en el palco de una ópera le había traído la serenidad. Fernando no era tacaño con sus afectos, y a lo largo de los años había yacido con muchos hombres, mujeres y eunucos; pero al rememorar a Petrillo, a Cecchino, a Vittoria y a todos los demás en tan dispar lista de amantes, encontraba un solo elemento común: su corazón estaba reservado para aquellos que sabían cantar, y eran esas voces las que alimentaban su alma.
El mismo no era ajeno a tan bello arte, pues bajo muchos maestros había estudiado. Más de un instrumento dominaba, y su voz era más melodiosa que la de otros nobles. Su gran talento, que ahora ante el fin le parecía una inutilidad, era el poder tocar una pieza jamás antes escuchada con sólo leer la partitura, y poder repetirla tras una leída sin tener que volver a ver el papel. “el Orfeo entre los príncipes” le decían, pero ¿Quién recordaría una dulce voz cuando la ruina se llevara a su familia?
Fernando intentó por horas ahogarse en sus propios recuerdos, esperando dormir y ya no despertar, pero la memoria de otro festival en Venecia, una década antes, le regresó el vigor. Aún quedaba una esperanza, y con ella atravesó en plena noche todas las estancias de palacio hasta llegar a la adquisición que había hecho diez años atrás.
Lo encontró como lo vio por primera vez: encorvado sobre un escritorio, en un taller abarrotado de papeles, cuerdas y madera. De Padua había viajado para tocar en el festival, pero hasta Florencia había llegado su reputación. Al terminar la algarabía, le había ofrecido el cargo de curador técnico de su colección privada de instrumentos musicales. En cuanto lo vio, el maestro Bartolomeo Cristofori se inclinó ante él.
―Excelencia, señor Orfeo. ¿En qué puedo servirle a esta oscura hora?
―Esta noche, Bartolomeo, solo soy Eurídice, y necesito que tú cumplas el rol de Orfeo, para salvarme del olvido. Se me acaba el tiempo, y antes de que mi mente se pierda, necesito saber que he sido capaz de crear algo. Hace tantos años, no te contraté por construir buenos instrumentos, ni por la disciplina que muestras en su cuidado, sino porque escuché que eras un innovador. Te he pagado más de lo que jamás le di a tus precedentes, y haz gozado de tiempo y libertad para experimentar, y ahora es momento de corresponder los favores. ¡Crea para mí un nuevo instrumento, maestro, algo que el mundo nunca antes haya visto!
Dos años después, Fernando de Médici respondió al llamado del constructor de instrumentos; pero lo que tenía ante él era una decepción: un enorme ataúd de madera, con la tapa abierta para ver una infinidad de cuerda, cada una amarrada a una tecla pintada, del mismo material.
― ¿Esto acaso es una broma? ¿Dos años y lo único que se le ocurre al gran maestro es un clavicordio más grande? ¿O acaso es aún peor la farsa, y tu “gran invento” es tan solo un clavecín? ¡Responde!
―Ni uno ni otro, excelencia. Tiene usted razón, en que la estructura es similar a los instrumentos que menciona, pero le aseguro que nunca ha escuchado usted algo como esto. Sé que estoy ante un conocedor, así que déjeme preguntarle, ¿por qué ya no usamos el clavecín?
―Las cuerdas las rasgan plumas de ave, el sonido es demasiado tenue.
―Exacto, excelencia, por eso pasamos al clavicordio, que nos da la fuerza que buscamos, pero estoy seguro que usted, que lo ha tocado, comprende porque es un aparato imperfecto.
―La púa de metal mantiene la cuerda oprimida, el sonido se entorpece y se opaca.
―Así es. Lo que descubrirá acá, que me llevó dos años diseñar y construir, es que todo el instrumento es madera de ciprés, ni un rastro de metal. Dentro del mecanismo, verá un sistema que, al bajar la tecla, tocará con delicadeza la cuerda, pero al instante volverá a subir, dejándola vibrar. Podrá ser capaz de tocar melodías suaves y fuertes, con una precisión que no se conoce aún, un auténtico pianoforte.
Para sus adentros, Fernando de Medici reconoció que estaba impresionado. Accediendo a probar la nueva creación, le pasó al maestro un puñado de hojas, pues él tampoco había dejado desperdiciar los últimos dos años.
―Es una sonata, amigo Bartolomé. Me honraría que fuera una pieza mía con la la que se estrenara tu invento.
Esa noche, con un príncipe marcado por la sífilis como único testigo, el maestro italiano tocó una melodía plagada de miedo al fracaso, pero también de nostalgia y esperanza, de amor a la belleza por nada más que ser bella. Y esa noche, desarmado ante la música, Fernando de Medici hizo algo que no había podido hacer en dos años: llorar, no de tristeza, sino de alegría por el hito del que presenciaba, y con el consuelo de saber que su vida no se desperdiciaría inútilmente, que dejaba detrás de él mundo un poco mejor.
Pues aunque en poco tiempo al noble florentino la locura se lo llevaría, en ese instante fue el ser más sabio de la creación, pues comprendió una verdad que aún muchos ignoran: que los reinos caen, los apellidos se olvidan, pero en esas notas estaba la verdadera inmortalidad. Cuando el maestro terminó de tocar, Fernando, sonriente, con las lágrimas aún en su mejilla, tocó con una mano el hombro de su amigo, y con la otra la caja de madera.
―En trescientos años, pocos serán los que puedan recordar nuestros nombres, pero esto, mi amigo, inspirará por siempre.
¡Bienvenidos pasajeros! La música produce en mi sentimientos agridulces, pero en mis peores momentos, siempre me acompaña con consuelo y esperanza. Hoy, tomo la decisión de ser más optimista, homenajeando la creación de mi instrumento favorito.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
Me encanta descubrir y aprender cosas con tus escritos.