Para mañana todo habrá terminado
- raulgr98
- 11 jul
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Ciudad de México, 17 de febrero de 1913
Viéndose al espejo del baño de su despacho, concluyó que lo único que los hermanos Madero aún tenían en común era lo envejecidos que parecían. Aún no cumplía cuarenta, pero la piel le colgaba y el pálido semblante cada vez parecía más demacrado. La mirada fija de su ojo de vidrio tampoco ayudaba. El licenciado estaba consciente de la imagen que proyectaba, un ser espectral, con mirada de buitre, a medio camino entre hombre y monstruo, la retorcida criatura detrás de la silla del águila. Los hirientes apodos, que habían llegado a aliados y enemigos por igual, eran tan comunes que se tenía que repetir su nombre en el espejo para no olvidarlo.
—Gustavo, Gustavo, Gustavo.
Había días, más frecuentes en esa semana que en ninguna otra, que odiaba a su hermano mayor; pero también era la persona a la que más amaba. Quince hijos habían engendrado sus padres, pero con ninguno se había sentido más unido que con Francisco, dos años mayor. Desde que nació, su hermano había estado ahí, desde los internados en Coahuila a la universidad en Estados Unidos. Cinco años habían vivido juntos en un apartamento en París, y aunque la vida adulta los había llevado por distintos caminos, el destino se encargó de volverlos a juntar.
La última semana había sido un infierno, y la paciencia de Gustavo jamás se había puesto más al límite, pero sus entrañas le decían que lo peor aún estaba por llegar. Reportes llegaban a sus manos cada media hora de nuevos muertos, nuevas traiciones, nuevos problemas. Esa misma mañana había llegado un telegrama de Taft, pero Francisco no consideró necesario compartir la información con quien otrora fue su mayor confidente.
Saliendo de su despacho, decidido a intentar tener una reunión con su hermano, subió las escalinatas centrales de Palacio Nacional, sólo para casi tropezar con el ministro de relaciones exteriores. A Lascuráin le gustaba presumir que era nieto de un presidente, pero aquel abogado enclenque y tartamudo no había heredado nada del carácter del general Paredes. Manipulable como él solo, Gustavo había pedido muchas veces su remoción, pero Francisco parecía incapaz de ver más allá de un currículum lleno de títulos académicos.
—Lascuráin, que sorpresa verlo por aquí. ¿Acaso su patrón le dio un día libre?
—Yo sirvo al país, licenciado —dijo aferrándose a unos papeles— Tan solo serví de mensajero de unos ciudadanos preocupados…
—Tantos estudios y aún así cree que Wilson es mexicano —contestó exasperado antes de arrancarle los papeles. Las firmas usuales, un puñado de embajadores, la facción opositora en el congreso; pero lo más preocupante era la propuesta.
Dejando al ministro plantado, se encaminó furibundo hasta el despacho del presidente.
— ¡Nombrar a Huerta gobernador general de México! ¿Y piensas aceptar?
—Por supuesto que no, Gustavo. Y antes de que se te ocurra reprenderme, ya hablé con Huerta. Confesó estar al tanto de la propuesta, pero me manifestó que no tiene ninguna intención de aceptarla.
— ¿Y le creíste?
—La política nunca le ha interesado, hermano. En eso es parecido a ti.
Gustavo Madero no lo podía creer, su hermano, por el que había dado tanto, lo acababa de comparar con un traidor. Nunca le había echado en cara ninguno de sus sacrificios, pero por primera vez, se sintió tentado.
"Yo era rico, Francisco. Tenía fábricas, talleres de litografía, empresas de publicidad, periódicos. No necesitaba un cambio de régimen. Si me uní a la Revolución fue sólo por ti” podría haber dicho.
“¿Crees que Villa y Orozco podrían haber tomado Juárez si yo no hubiera negociado el préstamo con el que compraron sus armas?” podría haber increpado.
“Estarías preso o muerto si mi servicio secreto no hubiera desbaratado las primeras revueltas de Reyes, de Félix Díaz, de Orozco. Si los hubieras matado como sugerí, no estaríamos en este atolladero” podría haber sentenciado.
Pero permaneció mudo, con el rostro colorado y los hombros tensos, incapaz de procesar la ceguera de su hermano. Gustavo era el tuerto, pero de los dos era el único que parecía ver la realidad.
—Te noto tenso, Gustavo. Ya sé que no te gustó que te forzara a ser diputado, pero necesitabas un cargo público para tratar de limpiar un poco tu reputación. Si lo que te molesta es que se retrasó la embajada a Japón, te prometo que en cuanto la crisis se resuelva…
—Francisco —contestó despacio, aprovechando que se encontraban solos— sabes tan bien como yo que ese nombramiento es un exilio apenas simulado, para deshacerte de mí. Sé que me has perdido la confianza, pero ten respeto a mi inteligencia. Lo que me molesta es que te rodeas de las personas equivocadas. La traición…
—¡Estoy harto de tus reportes, Gustavo! Siempre fuiste el más decidido de los dos, siempre haciendo valer tu opinión, pero yo no puedo vivir viendo por detrás del hombro todo el tiempo. Huerta podría haberme matado durante toda esta semana, y no lo ha hecho. Cuando tengas pruebas, hablaremos. Quiero confiar en la gente Gustavo, no ser preso de tu paranoia.
—Entonces hermano, debiste seguir cultivando algodón. La presidencia no es para idealistas como tú.
Gustavo Madero comió solo, como era su costumbre desde hacía semanas. No fue hasta el crepúsculo que accedió a recibir la primera visita, Jesús Urueta, uno de los pocos diputados que le caía bien en los cinco meses que llevaba en el congreso.
—Pero si es el príncipe de la palabra —lo saludó efusivo con el sobrenombre con el que se le conocía desde sus días de maestro de literatura— ya quisiera yo tener un apodo tan halagador.
—La reputación es algo sobrevalorado. Si tan solo la oratoria pudiera cambiar las cosas, pero los renovadores estamos aislados en el congreso. Muchas veces le advertí al presidente que no debía incorporar a los porfiristas, ni al partido ni al gobierno, y ahora los leales somos muy pocos.
—No podemos ayudar a quien no quiere ayudarse a sí mismo. Lamento mucho que tu cumpleaños fuera el día del levantamiento, amigo. Cuando acabemos con los traidores te celebraremos como corresponde.
—Podemos celebrar hoy mismo, tú también necesitas un descanso. Hay un nuevo restaurante a tres calles de aquí, dicen que es exquisito.
Media hora más tarde, se encontraban en la entrada del lugar, que parecía en efecto muy fino. Todos los comensales vestían con la más estricta etiqueta, salvo un puñado con uniforme militar, brindando en una mesa de la esquina. La mayoría permanecía de pie, pero los dos sentados eran inconfundibles: el más joven rollizo y con la cara enrojecida por el alcohol, no podía ser otro que Félix Díaz. El más viejo sostenía una enorme copa de coñac, y su rostro arrugado tenía un constante gesto agrio, apenas disimulado por los lentes oscuros. Incluso a un kilómetro de distancia, Gustavo lo habría reconocido…
Llevándose la mano al interior del saco, se aferró al arma que llevaba siempre consigo, pero Urueta lo detuvo.
—Díaz tiene escolta. Debemos esperar a que se marche.
Así que aguardaron, hasta que el rebelde terminó de beber y ancho como él solo se retiró, acompañado de todos los hombres salvo el anciano ebrio. Tras verlos desaparecer tras una esquina, los dos diputados entraron al restaurante, y el momento en el que Gustavo presionó la punta de su pistola contra la nuca del uniformado fue el único en la semana que le trajo verdadera satisfacción.
—Victoriano Huerta, queda arrestado por alta traición.
Una hora más tarde, en el despacho presidencial, Gustavo Madero no podía dar crédito a sus oídos.
— ¡Es un traidor! Que más pruebas quieres que mi propio testimonio. Urueta también lo vio. No tienes porque mancharte las manos de sangre, yo mismo lo mataré si me das la autorización.
—Señor presidente —contestaba Huerta— me da pena decirlo, pero el licenciado y el diputado Urueta se encontraban ya muy bebidos, y los prejuicios que tienen contra mí pueden haberlos hecho imaginarse cosas. Sé que es su hermano, pero el licenciado siempre ha estado en mi contra, y no es la primera vez que amenaza con fusilarme, recuerde aquel incidente con Villa.
— ¿Le vas a creer, Francisco?
—Es un general condecorado.
— ¡Y yo soy tu hermano!
— ¡Ya lo sé, Gustavo! Por eso tengo tantos problemas. Gobernar el país es de por sí difícil, para encima lidiar con un pariente en el que nadie confía, del que dicen que se hace rico a mis espaldas, que me mueve como si yo fuera un títere. ¡Por eso quería mandarte a Japón!
— Si me interesara el dinero, no te habría apoyado en tu campaña. Casi nadie de la familia lo hizo. Confía en mí.
— ¿Puedo? Tienes expedientes contra todo el mundo, insultas al ejército y a la mitad de mi gabinete. La gente te tiene miedo, y razón no les falta. ¿Qué dirían de mí, si ven que solo escucho a un, a un…
—No lo digas…
— ¡Ojo Parado!
Por unos segundos que parecieron eternos, los dos hermanos permanecieron mudos, un abismo entre ellos, lo único que quedaba de un lazo que acababa de romperse. El único testigo, el general Huerta, de rostro impasible, fue quien rompió la tensión desenfundando la pistola, para ponerla sobre el escritorio del presidente.
—Tengo honor, señor presidente. Aquí está mi arma, si considera que soy un traidor, máteme en este instante. Pero si me perdona, le juro que la crisis se habrá resuelto en veinticuatro horas, es todo lo que pido.
Francisco I. Madero tomó el arma, y la sorpresa de Gustavo al ver eso sólo se vio superada por el temor de contra quien de los dos dispararía. Pero el presidente se limitó a regresarla a su dueño.
—Veinticuatro horas, general. Ni una más.
—Se lo juro, señor presidente. Para mañana todo habrá terminado.
—Estoy harto de los conflictos, señores. Ninguno de los dos es un niño. Mañana almorzarán juntos, y harán la paz de una buena vez. Es una orden.
Huerta asintió con un gesto y salió de la habitación, pero Gustavo permaneció de pie.
—Tu nunca me habías llamado así.
Francisco, incapaz de elevar la mirada, eligió seguir sin hablar, y Gustavo por primera vez en su vida externó el resentimiento que tenía contra su hermano, un rencor que había intentado ocultar desde que tenía trece años.
—Fue tu culpa, Francisco. Tú fuiste quien arrojó la pelota que me arrebató mi ojo. Es por ti que tengo uno de vidrio, por ti que necesito anteojos para percibir algo con el que me queda. Y aún así, no has conocido en tu vida a nadie más leal que…
Los interrumpió el secretario particular, para avisar que un hombre solicitaba audiencia. Se llamaba Alfredo Robles Domínguez, y tenía información sobre Victoriano Huerta.
—No lo recibiré, no tengo tiempo para falsos amigos. Almuerza con Huerta, hermano. Demuéstrame que eres mejor hombre de lo que todos dicen.
Sin contestarle, Gustavo Madero dejó el despacho por última vez, pero no regresó al suyo, sino que buscó a Robles. No había visto a aquel hombre en dos años, pero había sido el líder del maderismo en Guanajuato. Eficiente y leal, había roto con Francisco cuando éste comenzó a incluir en el gabinete a los amigos de Porfirio, y se negó a reformar el ejército.
—Licenciado —lo saludó— sé que el presidente y yo tenemos nuestras diferencias, pero nunca lo he dejado de estimar. Necesito hablar con él, sé de buena fuente que Victoriano Huerta es un traidor.
—No me escucha ni a mí Robles, temo que no hay nada que puedas hacer aquí.
— ¿Debo ver cómo lo matan desde el margen entonces? No me pida eso.
—Lo que dije es que aquí no puedes hacer nada. Escucha Robles, tengo un mal presentimiento, tienes que dejar la ciudad hoy mismo. Si lo peor llega a suceder, ve a Saltillo a hablar con el gobernador. Carranza no es un buen hombre, pero es el único que no teme a los militares, y su ambición le ha proveído de muchos contactos. Después, cruza la frontera. Villa está en El Paso desde que se fugó de prisión, y jura que sigue siendo leal a mi hermano, ve a recordárselo. Es posible que para entonces todos aquí estemos muertos, pero en Sonora encontrarás también leales. Si nadie puede salvarnos, el norte deberá vengarnos.
Gustavo presentía que acababa de dictar sus últimas órdenes, pero no tenía tiempo para pensar siquiera en la muerte. Había días que odiaba a su hermano, pero muy a su pesar, lo seguía amando. Aunque todo su instinto gritaba que no lo hiciera, debía intentar reconciliarse con Francisco, y sólo se le ocurría una manera. Llamó a un secretario.
—Por favor busca al general Huerta y dile que si está dispuesto, lo espero en Gambrinus a las cuatro de la tarde mañana.
Cansado, se quitó el ojo de vidrio antes de mirarse otra vez en el espejo, con la cuenca vacía se veía aún más viejo. Mientras se recostaba para una noche larga, no pudo evitar pensar en la conversación en el despacho presidencial. Algo le decía que, por una vez, Huerta había dicho la verdad.
Para mañana, todo habría terminado.
¡Bienvenidos pasajeros! Mientras nos aproximamos a la recta final de nuestro gran relato, quise aprovechar la oportunidad para darle protagonismo a quien ha sido uno de los personajes recurrentes de nuestra historia, y uno de los personajes de la Revolución más infravalorados: Gustavo A. Madero
Hasta el próximo encuentro…
Navegante del Clío
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