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Peregrinar de una virgen

Ciudad de México, 20 de febrero de 1913


Antes de despertar, Sarita trató de memorizar el rostro de su marido, hasta la más pequeña de las arrugas, y con tal fin revivió de nuevo el momento de su despedida. El sol de once días atrás volvió a iluminar su rostro, y con el viento removiendo sus cabellos, se encontró en el balcón del castillo de Chapultepec. Podía ver a Pancho, más guapo que nunca, sobre un caballo blanco, con su más fino traje, dispuesto a ponerse al frente de los cadetes. Era el único de la comitiva que no iba armado, y por un momento, Sara temió, pero Pancho, volviéndose por última vez, la reconfortó. Su sonrisa lo decía todo: “Volveré pronto amor mío, no debes preocuparte”.


En la vida real, el embajador de Japón había llegado al castillo horas después, pero en su sueño, en cuanto vio a la comitiva desaparecer montaña abajo, la primera dama se giró para encontrar el rostro severo de Kumaichi Horiguchi, y los brazos solidarios de su esposa Stina abrazándola.


“Mi mujer le ha tomado mucho cariño, y yo no tengo más que respeto por su esposo” le había dicho el hombre “pero el presidente se engaña a sí mismo. Si lo peor llegara a suceder, le ruego duerma en la embajada. Será un honor para mí extender la invitación a sus suegros y cuñadas. Temo que todos peligran.”


Sarita, en su sueño, se negó con cortesía, tal como lo había hecho en la realidad. Con esperanza, terminó los asuntos de las organizaciones de caridad que se habían convertido en su responsabilidad y se acostó en su propia cama, esperando pronto escuchar los pasos de su marido. Pero cuando despertó, lo hizo sola, en la pequeña cama que la hija del embajador le había cedido. En un instante, el paso del tiempo regresó a ella, y recordó que llevaba once días sola, los primeros once días, en diez años de matrimonio, que no despertaba al lado de Pancho.


Con cuarenta y dos años, Sarita ya no era una muchacha, pero aún necesitaba creer en los cuentos de hadas para evitar colapsar. “Por favor, señor”, dijo en sus oraciones matutinas, aún viendo a Pancho sobre el corcel, tan inmaculado como su lecho nupcial, “no permitas que lo haya ya visto por última vez”. Sí, el lado de la primera dama que aún creía en la fantasía soñaba con abrazar de nuevo a su marido, pero el lado realista era más fuerte, y terminado el rezo se vistió de riguroso luto.


Era su segundo amanecer en la embajada japonesa, viviendo en cuartos ajenos que mujeres del otro lado del mar les habían cedido. El triste coro de refugiados comía en silencio, y pasaba horas dando vuelta en las camas, durmiendo apenas unas horas, pues les costaba aceptar que eran ya exiliados, incluso dentro de las fronteras del país. Sus cuñadas, no podían más que abrazar a sus hijos, quienes no entendían nada de la última semana. Don Francisco caminaba en círculos por el recibidor, incapaz de reunir el valor para preguntarle a alguien por la suerte de sus hijos, pues más de uno había desaparecido. La única que conservaba un poco de fortaleza era la vieja matriarca, doña Mercedes, una mujer admirable, quien se negaba a llorar pero prestaba su hombro a quien lo necesitara; la única que se atrevía a ojear periódicos, en busca de respuestas que se negaban a llegar.


Fue a ella a quien Sarita se dirigió, y a quien informó de sus planes. Cuando escuchó el último lugar de su travesía, la anciana sólo dijo:


—Qué bueno que vas tú, que tienes mejor corazón. Si yo viera el rostro de ese hombre, lo asesinaría con mis propias manos.


El embajador en persona la llevó a la puerta, e hizo un último intento de disuadirla.


—Se lo ruego señora, no se arriesgue. Incluso en mi auto, con las banderas de mi país, puede ser peligroso.


—Cuando Díaz apresó a mi marido en Monterrey, compartí su celda. Cuando lo trasladaron a San Luis, renté la casa junto a la prisión, para poder pasar con él cada amanecer, aunque no me dejaran dormir a su lado. Cuando cruzó la frontera disfrazado, yo estaba abordo de ese tren. No lo abandonaré ahora, y si me matan por eso, lo esperaré del otro lado.


—Insisto en que permanezca aquí, mi gobierno jamás respaldará esta bajeza. Seguiré mandando peticiones.


—Y la atención que ha tenido con mi familia lo honra embajador, pero, discúlpeme si lo ofendo; un dignatario no será suficiente.



Sara sabía que ningún hombre entendería la devoción que sentía por su marido, como podía haberlo amado por dieciséis años sin haber sucumbido a las tentaciones de la carne; pero es que Pancho y ella eran casi un sólo espíritu, lo supo desde que lo conoció en Estados Unidos, tanto tiempo atrás, y los unía algo más grande que la lujuria. El rostro y el cuerpo del hombre le gustaban, pero era su mente y su corazón lo que había amado desde el primer instante.


Si Dios le hubiera dicho que debía realizar su recorrido de rodillas, o caminando descalza hasta que le sangraran los pies; lo habría hecho sin dudarlo, pero sólo la prudencia y la celeridad podrían salvar a Pancho, y por eso aceptó el vehículo de su generoso anfitrión. En algo tenía razón Horiguchi, y es que su país ya no era seguro para ella. Viajaría de territorio soberano en territorio soberano, pasando el menor tiempo posible en suelo mexicano.


Se detuvo primero en España. El viejo Cólogan fue cortés con ella, pero en ningún momento se atrevió a verla a los ojos.


—Señora Madero, ayer recibí telegrama de mi país. De ninguna manera se le dará el reconocimiento al golpe. Para mí, su marido es el único presidente legítimo.


— Me alegra la postura de su país, señor embajador, pero podría explicarme ¿si tal iba a ser su decisión, porque se prestó a exigir la renuncia, con todos los demás?


Para eso, el ilustre ibérico no tuvo respuesta.




Su siguiente parada fue Cuba, y por poco y no fue recibida, pero a los minutos de su llegada vio llegar al embajador Márquez Sterling, despeinado y con la corbata mal colocada.


—Doña Sara, cuánto me alegro de verla a salvo. La embajada cubana está abierta para usted.


Tras explicarle que ya había aceptado la invitación de Japón, le preguntó por el estado de los cautivos.


—Han fusilado a algunos militares, pero han contenido las matanzas por ahora. No se preocupe, he dormido varias noches en Palacio Nacional, y lo seguiré haciendo, incluso si es en zapatos. No se atreverán a matar al presidente si yo estoy ahí. Sólo vine a recoger unos papeles.


—Mi suegra dijo que usted y el embajador de Chile recibirían las renuncias, y sólo las entregarían cuando se firmaran los salvoconductos.


—Y esa fue nuestra intención. Pero tuvieron que pasar por el despacho del ministro de Relaciones para firma antes de llegar a nuestras manos. No sé con qué amenazaron a ese hombre, pero yo jamás vi esas renuncias. No he tenido el valor de decírselo a su marido, pero el congreso las aceptó ayer. Victoriano Huerta es ya presidente de México.


— ¿Y los salvoconductos?


— Ya tenía todo arreglado, el barco a Habana atracó en Veracruz, el ferrocarril estaba listo para partir. Pero cuando Hevia y yo anunciamos nuestra intención de acompañar al presidente y a su familia, el viaje se suspendió. Si me permite especular señora, creo que si sólo hubieran viajado ustedes, planeaban volar el tren.


Sarita Madero apenas podía procesar tanta información, sólo tuvo cabeza para agradecerle al embajador su atención, y suplicarle que volviera a Palacio para acompañar a su marido. Hubiera dado todo para acompañarlo, pero sabía que a ella jamás le permitirían el paso.



Su siguiente parada fue al despacho del único otro hombre, además de Sterling, que había peleado día y noche por Pancho, otro extranjero, el colmo de la ironía. Anselmo Hevia Riquelme, el veterano embajador de Chile, la recibió con ojeras en su envejecido rostro, pero mantenía el temple de sus días de bombero.


—Permanecí en Palacio hasta las dos de la mañana, pero el infeliz de Huerta se negó a recibirme. ¡Un chacal briago, presidente de México! ¡Hágame usted el favor! Por supuesto que mi país no lo reconocerá, y le prometo que Sterling y yo estamos haciendo todo lo posible por garantizar la vida del señor Madero. He logrado convencer a Cardoso Oliveira, de Brasil, de sumar su voz a nuestro reclamo; España y Japón también. Creo que Argentina se nos unirá pronto, quizá incluso Italia, aún no podemos descartar Francia. Es una infamia, pero la lucha continúa, señora mía.


Sarita le agradeció con toda la efusividad que fue capaz de reunir, pero aquella conversación, en lugar de subir sus ánimos los destruía. Si un hombre tan optimista y belicoso como Helvia no podía prometerle sino cinco embajadores, es que la presión internacional estaba perdida. No, para desgracia suya, sólo quedaba un hombre capaz de salvar a su marido, por lo que la virgen doliente se dirigió a su última parada.




El hombre que la recibió se parecía poco al que había conocido en la inauguración de Pancho como presidente. Poseía el mismo gesto arrogante, pero desaparecida estaba la seriedad protocolaria con la que la había saludado. Quien le había parecido en aquel entonces frío, pero respetuoso se había convertido en un sonrojado risueño, con aliento que apestaba a alcohol y un discurso bilingüe que parecía incapaz de separar el inglés del español. Por fortuna, la que aún se sentía primera dama de México era capaz de seguir la conversación, en cualquiera de los dos idiomas.


—How can I help you, bella señora?


—Vengo a pedirle, señor Wilson, que use su gran influencia para salvar la vida de mi esposo. Los militares lo escuchan, embajador, si usted promete garantías de su seguridad, lo escucharán.


—I'm sorry ma'am, but eso es un interno asunto de México. No puedo echarme encima esa responsabilidad.


— ¿Más responsabilidad que la que ya tiene en todo este asunto, embajador? ¿Cree que salvar una vida sea una responsabilidad? Tendría una carga más grande de no hacerlo.


—Insisto, el mío gobierno no puede tomarse esas atribuciones. No es la primera que me visita. Cuando el general Huerta, me preguntó que hacer con los prisioneros, le dije lo mismo que ahora le comento a usted. Es una decisión de los mexicanos, hacer lo que fuera mejor para los intereses de su propio país.


Sara lo podría haber abofeteado en ese instante. Como si no supiera el tipo de hombre que Huerta era, y todos los de su calaña. Sólo una vez la primera dama había dado consejo a su marido sobre política, y era que confiara en los reportes de Gustavo sobre los militares, pero la había desoído.


— ¿Cómo pudo sugerir eso? ¿No tiene usted decencia?


—Mire señora, si quisiera matar a su marido, no le hubiera sugerido que renunciara. Yo le advertí lo que sucedería, y ahora sólo está pagando las consecuencias de su mal gobierno, el pueblo no estaba conforme. Pero no debe preocuparse, yo le aseguro que nada le pasará a Madero, no le harán daño. Esa presidencia, usted debe darme la razón, nunca hubiera funcionado, es un hombre de ideas peculiares.


—No ideas peculiares, señor embajador, sino altos ideales, aunque comprendo que no usted pueda ver la diferencia. Lo que suceda con mi esposo, quedará en su consciencia.


Entonces algo cambió en el gesto de Henry Lane Wilson, la sonrisa hipócrita con la que había recibido hasta el momento se desvaneció, así como la mirada perdida, reemplazada por algo muy cercano a la ira.


—Seré franco con usted, señora. La caída de su esposo se debe a que nunca quiso consultarme.


Eso dio por terminada la reunión. En la puerta del despacho, se encontró a un hombre al que había visto apenas un par de veces, uno de los diputados cercanos a su cuñado.


—Doña Sara, que sorpresa —dijo Luis Manuel Rojas, haciendo girar incómodo un anillo que portaba en el dedo índice— le quiero asegurar que yo voté en contra de aceptar la renuncia de Don Francisco.


— ¿Es usted masón, licenciado? —le preguntó, notando el compás grabando en el anillo. Sabía que muchos de los hombres poderosos del país pertenecían a la Logia, pero siempre le habían inspirado desconfianza. Estaba segura que eran ellos quienes habían convencido a Pancho de lanzar su candidatura, tras engatusarlo para que se uniera al grupo, en una ilusión de emular a Juárez.


—Igual que el presidente, y muchos otros. Incluso Félix Díaz, y el embajador Wilson, aunque me da vergüenza llamarlos hermanos. Es por esa relación que hoy vengo a pedir por la vida de su marido, en honor de los principios que deberían regir sus vidas, tanto como gobierna la mía; aunque dudo que me escuche, Díaz no lo hizo.


Sara se despidió con un gesto, pues permanecer mucho más tiempo en la embajada de Estados Unidos le producía náuseas. Mareada, se vio obligada a sentarse en una silla del recibidor, y puesto que el diputado había dejado la puerta entre abierta, alcanzó a escuchar la voz irritada de Wilson.


—No, no, no. No puedo interceder por su vida. Entienda, se levantaría de nuevo, y este país se llenaría de sangre. Puede sonar cruel, pero estoy salvando a su país.


La antigua primera dama se levantó, pues ya no era capaz de escuchar una palabra más. Mientras terminaba su peregrinar, de regreso a la embajada de Japón, intentó llorar, intentó gritar, pero su alma estaba vacía. Su marido aún seguía vivo, pero ella ya se sentía el ánima de Sara Pérez Romero, viuda de Madero.

¡Bienvenidos pasajeros! Por desgracia, es muy común que al relatar acontecimientos históricos nos centremos en los hombres en el núcleo de los conflictos, pero las mujeres juegan también un rol clave, tristemente invisibilizado el negársele cargos públicos y rangos militares durante décadas. Rescatando la historia de una de ellas, pongo un grano de arena a la resolución de ese sesgo.




Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío



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