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Por la misma bala

Ciudad de Guatemala, 29 de noviembre de 1920


Tenía sólo cuarenta y dos, pero parecía un anciano. Años de bebida y paranoia lo habían dejado en los huesos, con los largos bigotes grasos y enmarañados, apenas una carcasa del orgulloso general del cuerpo de rurales. Y aún así, enfermo como estaba, los había sobrevivido a todos: al arrogante Ángeles y al gallardo Zapata, al fiero Orozco y al temible Victoriano, al viejo Porfirio y al taimado Carranza. Tan sólo el bandolero de Villa permanecía dando problemas. Ese, y el trío de advenedizos de Sonora, que ahora reclamaban su cabeza. Tras más de seis años fuera de México, pensaba que ya se habían olvidado de él, pero estaba equivocado.


Por tentativa de homicidio lo habían arrestado los guatemaltecos, sacándolo de una cantina de mala muerte cuando apenas se podía sostener en pie. Que dizque había pagado para que asesinaran al marido de su querida. "El tal Garavito apenas tiene unas cuantas cortadas" le había dicho al juez "apenas y cuenta como un sustituto".


—Además —dijo tocándose el pecho, dónde en un bolsillo interior de la camisa guardaba el único tesoro que le quedaba— Si yo hubiera querido chingarme al fulano ese, ya estaría del otro lado. Vidas más importantes he quitado.


Por si las dudas, le dejó a los amables señores de la corte cinco mil pesotes, y en cuanto un compadre pasado de copas le había dicho que eran los mexicanos quienes habían pedido el arresto, se peló a Las Vacas.


Era ahí dónde lo habían encontrado los militares, en el lupanar donde se gastaba en trago y mujer los pocos pesos que le quedaban. El oficial al mando, un tal teniente Pérez, lo amarró a una mula para que caminara detrás de la tropa, ante las burlas de todos esos imberbes recién enlistados, para sustituir a los hombres de verdad que la Revolución se había cobrado. Lo habían reconocido, ninguno de sus otros nombres le serviría, pero hizo un intento desesperado por clamar inocencia.


—No me quieras ver la cara de pendejo —le dijo el teniente— En México te esperan tu mujer y tus siete hijos ¿por qué te largaste sin despedirte, y en años no has sido ni para mandar una carta, si no eres culpable?


Fue la última vez que alguien le había hablado en días, pues el crecidito de Pérez había ordenado que no se congeniaran con asesinos. En vano intentó varias veces ofrecer un dinero que no tenía, la tropa o era muy honesta, o no eran tan tontos como se veían, y sabían que les pagarían más si llevaban vivo al que fue el asesino más notable de la prensa en su momento. Sin embargo, se acercaban a la capital, y la curiosidad crecía en uno de los escoltas, Julián Cázares, sobre todo por que en los descansos aprovechaba el tiempo escribiendo.


— ¿Es una carta a su familia, mayor? —le preguntó, ignorando los cargos que Huerta le había dado el año que sirvió bajo sus órdenes presidenciales.


— ¡Que va a ser! Esos ni sé donde están. Es un diario, donde cuento la meritita verdad de lo que pasó allá, atrás de Lecumberri.


— Me estás cuenteando hombre, todo el mundo sabe lo que le pasó a Don Panchito ¿o a poco tienes secretitos?


El prisionero no contestó, se limitó a poner la mano sobre el pecho, palpando su tesoro, tratando de no pensar en el otro objeto que no habían encontrado cuando lo registraron, escondido en la bota. A la mañana siguiente, mientras entraban a la ciudad, el soldado volvió con sus preguntas.


—Dicen que cuando seguías en México, le presumías a quien tuvieras enfrente que aún conservabas la bala con la que lo hiciste, ¿es verdad?


De nuevo, el prisionero no contestó, pero con una sonrisa desdentada nuevamente se llevó la mano a la camisa. Entonces vio que llegaban a la Plaza de Armas, y se preguntó si harían un espectáculo con él mientras conseguían el permiso de sacarlo del país. Tal vez no era su destino ser un superviviente como siempre había creído, pero tampoco iba a permitir que lo humillaran. Mientras se llevaba la mano a la bota, supo que sólo tendría tiempo de disparar dos veces, y repasó los rostros, pensando en quién se llevaría consigo, quizá al crecidito del teniente. Fue entonces cuando escuchó una risa burlona:


— ¿Y está seguro que este es el correcto, teniente? Si no me contesta es porque es un loco o no sabe nada. ¿O a poco creen que este peladito fue el que mató a....?


La bala atravesó la nuca de Julián Cázares antes de que pudiera terminar su mofa. Si algo le molestaba al cautivo era que pusieran en tela de juicio su gran hazaña. Antes de que el resto pudiera reaccionar, sacó del bolsillo el pequeño pedazo de metal que llevaba siete años guardando, desde que la extrajo de un cadáver en la oscuridad, y la colocó en la pistola que había sacado de su bota. Pero no mató al teniente, ni a ningún soldado, sino que para sorpresa de todos, el magnicida dirigió el arma a su propia boca.


Así, separados por una frontera, una guerra y los años más famosos de la historia de México, dos prisioneros; Francisco I. Madero y su asesino, Francisco Cárdenas, murieron por la misma bala.

¡Bienvenidos pasajeros! Este breve relato es, sí se quiere ver de esa manera, una continuación de una serie extraoficial de los asesinos de los revolucionarios (los magnicidios de Obregón y Zapata pueden verse en este espacio), con el final de la vida del asesino material de Francisco I. Madero. Sin embargo, y pese a que estamos en una semana de deconstrucción, no quise explicar sus motivaciones como en el caso de Toral, ni explorar su naturaleza como con Guajardo, sino simplemente satisfacer una curiosidad personal, pues este ejecutor es quizá de los más olvidados por la historia, pese a que el asesinato que cometió este matón a sueldo desencadenó casi diez años más de guerra.



Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío





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