Primer fracaso
- raulgr98
- 4 may 2023
- 4 Min. de lectura
¡Bienvenidos pasajeros! Les traigo la siguiente parte de la historia de Heracles, esperando que lo disfruten.
Primer fracaso
Tirinto, unos días después
Viendo la escena en el palacio real, a Yolao no le quedaba ninguna duda que el destino se había equivocado. Su tío se erguía imponente con una piel dorada de león a las espalda, y del rey a quien servía sólo se alcanzaba a ver el cabello, pues al ver el pellejo del monstruo se había zambullido de puro terror en una enorme tinaja de bronce al pie del trono. A ojos de su sobrino, recién llegado a visitarlo, Heracles había recuperado ya la energía anterior a la tragedia, y aparentaba más ser monarca que cualquiera de los presentes. Negándose a arrodillarse, exigió su siguiente labor.
—Deberás caminar al este, hasta el pantano de Lerma, y acabar con una criatura a la que llaman la hidra —contestó el fondo de la vasija.
Deseoso de probar que era digno de pertenecer a la misma familia que el héroe de Tebas, el joven compró caballos y se ofreció a guiar a su tía hasta la Ciénega. Llegaron de noche, así que tuvieron que empapar cañas de brea para prenderles fuego, en espera del monstruo. En el camino, el joven instruido había compartido toda la información que había escuchado entre los músicos y mercaderes sobre el próximo desafío, pero no era mucho: nueve cabezas, una de ellas inmortal.
Demasiado tarde se dio cuenta que ninguna cantidad de información lo prepararía para el horror que los esperaba en Lerna: incluso con medio cuerpo sumergido en las fétidas aguas, la bestia era imponente, cubierta de oscuras escamas. Cuatro garras le permitían arrastrar su sinuoso cuerpo, pero lo que más lo paralizó fueron los ojos: nueve pares brillantes, inyectados en sangre y odio, pegados a colmillos que chorreaban veneno.
Heracles no lo dudó, y su sobrino contempló atónito, con la vista nublada por el hedor del veneno, como cargaba a la pelea. Protegido por su capa mágica, contra la que los dientes no tenían efecto alguno, tardó pocos instantes en segar ocho de los cuellos. Tío y sobrino sonrieron orgullosos, hasta que el cuerpo comenzó a temblar.
—Imposible —exclamó Yolao, pero sus ojos no lo engañaban. De cada muñón, una burbuja de fango y sangre surgía, creciendo cada vez. Cuando rebasaba el metro de altura, se partía en dos y explotaba para revelar la monstruosidad que escondía: dos nuevas cabezas surgían de cada cuello. Heracles volvió a cargar furioso, decapitando a diestra y siniestra, convencido que si encontraba la cabeza inmortal el monstruo colapsaría, pero lo único que provocó fue, al cabo de una hora, tener que enfrentarse a docenas de bocas hambrientas.
Presa del pánico, Yolao retrocedió lentamente, pero tropezó con un objeto inmenso, de color rojo enfermizo. Cuando la cosa se movió, girándose para observarlo con ojos negros, el muchacho reconoció su forma: era un cangrejo inmenso, que echaba espuma por la boca. Las pinzas se acercaron a su cara y gritó.
Pero la muerte no llegó. Yolao se atrevió a abrir los ojos y contempló a su tío sobre el cadáver del animal, cuyo caparazón había aplastado de un solo pisotón. Lo tomó del brazo para levantarlo, pero no había amor en su mirada.
—¡No debiste venir! ¡Suficiente carga es este trabajo para cuidar peso muerto!
Dándole la espalda, volvió a la lucha y Yolao se quedó quieto, avergonzado, al borde de las lágrimas. Era cierto, no tenía la fuerza o la destreza de su tío, pero al menos él podía darse cuenta que la pelea estaba perdida. A menos que...
Reuniendo un coraje que no sabía que tenía, tomó una de las antorchas con las que se habían guiado y, justo cuando un cuello recién cercenado comenzaba a borbotear, se acercó y le prendió fuego. Espero un instante, luego dos, y después tres, pero nada había cambiado. El muñón, ahora humeante y cubierto de ceniza, seguía siendo sólo un muñón. La idea de Yolao había funcionado.
Intercambió con su tío sólo una mirada y un gesto, pero no necesitaron más. Tardaron horas en cortar y quemar los cuellos que casi alcanzaban ya el centenar, pero para el amanecer la última boca se retorcía en el suelo siseando: habían encontrado la cabeza inmortal, y el monstruo yacía muerto en las aguas verdes. Antes de que el cadáver se hundiera, mientras Heracles recogía y guardaba algunas cabezas para llevarlas como prueba y trofeo, Yolao tomó el carcaj de su tío y mojó meticulosamente cada una de las flechas en los charcos de ponzoña que el monstruo había escupido durante la lucha.
—Ten tío. El veneno de la hidra es mortífero. Te serán útiles en los viajes que te esperan.
—Tenía razón sobrino, no sirves para la lucha. Pero eso no significa que carezcas de valor, tienes un ingenio muy veloz Yolao. Me recuerdas a tu padre.
Se abrazaron, y sintiéndose por primera vez en meses como una familia, cabalgaron juntos hasta Tirinto, donde presentaron al rey lo obtenido.
—¡Mi sobrino será un gran héroe! —presumía el fuerte Heracles— quemó con arrojo los cuellos del monstruo, uno por uno. ¡Fue idea del muchacho!
El rey sonreía.
—¿Así que el chico te ayudó? ¿No fueron los dioses claros en que estas tareas eran tuyas para soportar, y sólo tuyas? Mucho me temo que has fallado, primo. El oráculo me ha nombrado juez de tus resultados y declaro que esta prueba no fue completada con éxito, tendrás que realizar una extra. Regresa mañana a recibir mis órdenes.
Heracles no se derrumbó, pero Yolao sabía como se sentía. Había tenido éxito, pero a la vez había fracasado, algo que nunca había experimentado. Prometiéndole que se reunirían cuando su servicio estuviera acabado, Yolao salió de la ciudad y de la historia, pues sabía que largas pruebas le esperaban a su tío, y que tendría que enfrentarlas solo.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
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