Promesa fatídica
- raulgr98
- 3 oct
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Se dice que en la naturaleza del todopoderoso Zeus no está la capacidad de amar; que todos los actos que comete los hace en busca de saciar sus ambiciones, su orgullo herido, o el placer de sus bajos instintos. Pero hay algo dentro de él que es casi humano, pero solo aflora en extraños momentos, pues no hay nada que tema más que mostrarse vulnerable frente a sus celosos hermanos.
Rara vez se le vio al rey del Olimpo llorar, pero los que mejor lo conocen juran que vieron lágrimas el día que Semele le pidió que cumpliera su promesa. Al día de hoy, se niega a responder por qué quedó prendado de aquella muchacha: es cierto que era hija del gran héroe Cadmo, y que su madre era Harmonía, la bella hija de Ares y Afrodita, pero no fue su sangre semi divina la que llamó su atención. También es verdad que era de rostro amable y forma bien dotada, pero no fue simple lujuria lo que movió al dios a buscarla. Y aunque Seleme era rica e influyente, y más de un príncipe ambicionaba su mano, al grado de orillarla a entregar su vida al sacerdocio ¿qué puede significar el poder terrenal, en comparación con el del señor de los cielos? No, Zeus ya había quedado prendado mucho antes de la primera vez que habló con ella, mientras se bañaba en el río, pues con los meses de verla dirigir el servicio en su templo se obsesionó con su dulce risa, su ingenio agudo y su abnegación en el trato al desfavorecido.
Tanto le llamó la atención la princesa, que no intentó engañarla con otra apariencia, ni la tomó a la fuerza, ni siquiera intentó comprar su favor con dones u obsequios. Se presentó con la forma más parecida a la suya que un mortal podía soportar, le dijo su nombre verdadero y no pidió nada más que una conversación. Largo fue el cortejo, pues Semele al principio tuvo dudas que aquel gallardo extraño fuera quien decía ser, y como prueba de paciencia, retrasó el compartir el lecho con él hasta estar segura que había algo más que el deseo del cuerpo en el intención de su pretendiente.
Fueron los días más felices de la vida de la princesa, y ni siquiera el día en que asumió el trono fue tan dichoso para Zeus como aquel en el que Semele le anunció que estaba esperando un hijo. Tanta era su emoción, que pronunció unas palabras de las que se arrepentiría el resto de su inmortal existencia:
—Me has hecho un gran regalo, y corresponderé en consecuencia. Pídeme lo que desees, cualquier cosa, y lo tendrás. ¡Juro por el río Estige que así será!
La hija de Cadmo quedó sin palabras, no podía creer ese grado de devoción, y a la vez, no tenía idea alguna de que pedir. ¿Qué la elevara al Olimpo? Sin duda lo haría, pero ella no se había enamorado de él por el poder o los privilegios, sino por las atenciones que tenía por ella, y la inteligencia de su conversación. ¿Qué convirtiera a su hijo nonato en heredero? No expondría a su hijo a las intrigas de los dioses. Por un momento, consideró pedir que Zeus renunciara a su trono y pasara los años con ella, como un mortal, pero había una parte de ella que no estaba segura que su amante pudiera cumplir tal promesa, y había leído lo suficiente para saber que ni los dioses podían violar un juramento por al Estige y salir indemne. Se limitó a besar al guapo ser, y darle las gracias por un obsequio tan grande, pero pidió tiempo para pensar.
La princesa era tan feliz, tan satisfecha estaba con las bondades de la vida, que se volvió ingenua e ignoró las señales que antes habrían despertado su suspicacia. Cuando una anciana lavandera, que nunca antes había visto, entró a su servicio dos días después de la conversación con Zeus, no sospechó nada, y tampoco despertó alarmas el que día a día la vieja se ganara su confianza, ni que de alguna manera supiera siempre hacer las preguntas correctas hasta que logró hacerla confesar su romance secreto.
—Mi señora, me da mucha vergüenza decirlo, sobre todo porque la veo tan feliz; pero ese hombre no me inspira confianza. Él dice que es Zeus, pero ¿le ha dado pruebas de su naturaleza distinta?
—No, ha preferido que nuestra relación sea tan normal y pura como sea posible, pero yo le creo. Es noble, y atento, la perfección encarnada.
—Disculpe que insista señora, pero eso es lo que me preocupa. Incluso cuando era niña, escuchaba rumores de cómo era Zeus con sus amantes. Sí, era fuerte y hermoso, pero también prepotente e impulsivo. Las engañó a todas, y a más de una la raptó. E incluso cuando se portaba amable con las infortunadas muchachas, las mantenía escondidas, para no despertar la ira de su celosa esposa. ¿Su enamorado ha sugerido precaución, o mostrado un comportamiento que no fuera otro que gentil?
Y Sémele pensó y pensó. No quería creer en las palabras de la anciana, pero era cierto que el Zeus que ella conocía no era como el de las historias, y lo que más perpleja la dejaba era el darse cuenta que en ningún momento le exigió ocultar la relación, pese a que los celos de Hera eran conocidos en toda Grecia. ”¿Y qué tiene que no sea Zeus? Le recriminaré su engaño, pero es un hombre atento y bondadoso, mejor de lo que muchas mujeres reciben, no necesito que sea un dios para ser feliz a su lado”, pensó, pero entonces la criatura que llevaba en su vientre pateó, y el terror inundó a la princesa. No era tonta, sabía que en cuanto más se acercara el alumbramiento, más dudas, intrigas y problemas suscitaría, pero no le preocupaba, pues nadie se atrevería a atentar contra el hijo del señor del Olimpo, aunque fuera ilegítimo, pero si su hijo era bastardo de un mortal…
—Estoy en serios problemas, buena mujer, que se ha revelado como una verdadera amiga. Quiero creer en él, pero si acaso mintió, no será mi vida la única arruinada, y mi obligación es pensar en mi hijo primero, más que en mi felicidad presente ¿Qué puedo hacer sabia anciana?
—Su prudencia la honra, princesa, y yo sé de una solución. Los dioses son seres crueles y astutos, capaces de tomar muchas formas, pero todos ellos tienen una naturaleza divina, única a ellos, que es imposible de replicar por cualquier artificio que monstruo, mortal o incluso otros inmortales puedan replicar. Pero le advierto, princesa, que no quede satisfecha con relámpagos o nubes de tormenta, pues si alguien es tan osado como para suplantar al mismo Zeus, se habrá asegurado de aprender con malas artes a invocar mediante conjuros a las fuerzas de la tempestad.
Sémele no pudo dormir por tres días, esperando el día en que su amante había prometido regresar. Cuando entró a su alcoba, lo vio más viril que nunca antes, pero también perdidamente enamorado, y una voz en su interior susurró “confía en él”, pero el miedo y la duda ya la habían hecho su prisionera.
— ¿De verdad eres Zeus? No eres como las historias que escuché de niña.
— ¿Por qué dudas ahora cuando por fin había logrado convencerte? Nunca te he mentido Sémele, porque me importas más que cualquier mujer que hubiera conocido antes.
— ¿Es por tus sentimientos que nunca mostraste tu gran poder, como dijiste, o es porque eres un embustero incapaz de tales habilidades? Mesurado no es una palabra que se suela usar para el rey de los dioses.
—Hasta los dioses pueden cambiar, por mujeres como tú. Intenté que te enamoraras de mí, no de todo lo que viene conmigo, pero si tan grande es tu duda, en este momento puedo invocar al relámpago y el trueno, sólo para complacerte.
—No bastará —dijo recordando la advertencia de la vieja— puede que seas un hechicero. Sólo hay una forma en la que nunca más vuelva a dudar de ti…
—No, no puedo.
— ¡Mentiroso! ¡Traidor!
—No, Sémele no entiendes…es peligroso…los mortales no pueden…
— ¡Te creí! ¡Me entregué a ti! ¡Cargo dentro de mí a tu hijo!
—Quisiera poder, de verdad, pero…
Y entonces Sémele, con la cara enrojecida del dolor, la decepción y el miedo, dijo con voz fría:
—Hiciste una promesa.
—Cualquier otra cosa, te lo ruego…
—No. Sin condiciones, dijiste, y lo juraste por el Estigio. Este es mi deseo, “Zeus”, si en serio eres él. ¡Quiero ver tu forma divina!
El rey de los dioses quiso negociar, incluso suplicar, pero en su corazón sabía que no había nada que hacer, pues incluso él, que se creía todopoderoso, estaba atado a fuerzas mayores que él, las del cruel destino, y la petición ya había sido lanzada. Con lágrimas en los ojos, sin atreverse a mirar a Sémele, pues sabía lo que estaba a punto de pasar, asumió una forma de luz y poder puro, que sólo los seres divinos pueden soportar.
No escuchó a su enamorada gritar, supo que la desdichada mujer no debió tener siquiera tiempo de hacerlo, pues la maravilla y el horror, en una mortal danza, duraron sólo un instante. Cuando Zeus se atrevió a volver a mirar al lecho, sólo encontró sobre él un montículo de ceniza, y la sombra de la que fue la única mujer que logró conquistar no sólo su deseo, sino su corazón.
Presa de un dolor indescriptible, quiso gritar, traer devastación al mundo entero, pero dos ruidos lo distrajeron de pensamientos tan oscuros. El primero fue una risa apenas perceptible en el marco de la puerta, y con incredulidad se percató que una anciana, vestida de lavandera, había presenciado la tragedia. ¿Cómo era posible que una mujer tan mundana hubiera sobrevivido a la visión de su verdadera naturaleza? Sólo cuando se concentró en el odio de sus ojos, y la vio desvanecerse en la noche, fue que comprendió que, tan prendado como estaba de la princesa, había olvidado su usual cautela. Y si por meses Hera no actuó como lo había hecho contra sus anteriores amantes, era porque estaba planeando una venganza en verdad cruel, obligándolo a asesinar a aquella a quien decía amar.
Pero el segundo ruido fue el más desconcertante, pues había algo vivo en los restos de lo que fue la hija de Cadmo. Desesperado, aferrándose a una esperanza que sabía vana, revolvió con premura la ceniza y lo que encontró fue a un bebé, a mitad de su desarrollo, sollozando con los ojos cerrados. Era tan pequeño y débil, que era un milagro que no hubiera sido destruido también, pero su madre estaba aún muy lejos del parto, y si lo abandonaba ahí, ni tener un padre divino salvaría su vida.
Zeus tomó entonces su decisión, lo más cercano que jamás estaría de la redención. En su existencia, sólo conservaba dos cicatrices: una en el pecho, producto de la guerra de los titanes, y otra en la sien, el lugar de nacimiento de su hija predilecta. Y ahora, por Sémele, y en castigo de lo que había provocado el mismo, por hacer promesas imprudentes, se haría una tercera. Invocó el relámpago y lo cargó con todo su poder, para poder penetrar su divina piel. Aguantando el dolor, desgarró su muslo y estiró los tendones con las manos, hasta que la herida se abriera lo suficiente para colocar ahí a la criatura.
“Te cargaré hasta que estés listo para nacer otra vez”, le prometió “y haré que tu madre viva por siempre a través de ti. Ningún hijo de mortal llegará tan alto como tú”.
¡Bienvenidos pasajeros! Y Zeus cumplió, pues aquel joven semidiós, que cargó en su propio cuerpo, se convirtió en un héroe, rey y aventurero. No fue el único de su progenie que alcanzó después la inmortalidad, pero sí el único al que se le concedió un trono en el Olimpo, en posición igual a la de sus hijos de madre divina. Tal es la tragedia que derivó en el nacimiento del dos veces nacido, un dios conocido como Dionisio.
Hasta el próximo encuentro…
Navegante del Clío
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