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Retratos presidenciales

Ciudad de México, 12 de febrero de 1913


Mondragón había insistido en llevar a la Ciudadela retratos presidenciales; no por afición a ninguno de ellos, sino para darle visos de institucionalidad al golpe. Sosteniendo un candil, Félix Díaz salió de la habitación donde había pasado las últimas noches y se dirigió en la oscuridad al salón donde habían colgado los dos más grandes, pues aunque odiaba a los dos hombres representados, imaginarse junto a ellos era lo que lo impulsaba en los momentos previos al alba.


Sólo dos hijos de Oaxaca habían ocupado alguna vez la presidencia de México, pero viendo sus retratos, Félix Díaz sabía que su destino era convertirse en el tercero. Haber colgado a Juárez y a Porfirio no era casualidad: como el primero, en la Ciudadela se llevaba a cabo una resistencia patriótica, como el segundo, su objetivo era restaurar el orden nacional. O al menos, eso es lo que diría la Historia si ganaban. El general rebelde se encontraba a la sombra de gigantes, pero en esos momentos se sentía tan alto como ellos.


Amparado por la soledad de la madrugada, el general estuvo tentado por un instante a escupir sobre el retrato de Juárez, pues aunque nunca lo había conocido, él era el causante de sus desgracias. Félix apenas había cumplido los cuatro años cuando se enteró de la ejecución de su padre, pero era lo bastante mayor para entender que había marchado a la guerra para combatir la tiranía del presidente, y nunca había regresado a casa. Ya en el colegio militar, muchos años después, se habría de enterar de los detalles: cómo lo habían atrapado en una emboscada, el juicio sumario, la tortura para que entregara a los otros rebeldes de La Noria y cómo, para mandarle un mensaje a su hermano, lo habían castrado antes de ejecutarlo.


Sí, era cierto que ni comida, educación o dinero le habían faltado bajo la tutela de su tío Porfirio, pero siempre se preguntaría si acaso su falta de fortuna se debía a crecer sin amor paterno. Y al hermano de su padre fue a quien se dirigió después, iluminando el rostro severo inmortalizado en óleo tan de cerca que un paso en falso podría prenderle fuego.


— ¿Ya estás satisfecho anciano? —le preguntó— Ves cómo si tengo capacidad.


Félix Díaz era demasiado cobarde para llorar, ni siquiera solo; pero aún no perdonaba a su tío por una conversación que había escuchado a escondidas veinticinco años atrás, cuando era un cadete en el colegio militar


“Félix no es como su padre. Lo ascenderán por el apellido que tiene, pero no llegará muy lejos por sus propios medios. Sé que la política le interesa, pero hay que mantenerlo al margen. No tiene la capacidad.”


Y desde aquel día, todos los regalos de su tío, Félix los había visto con desconfianza, como una muestra de su condescendencia. Sí, durante la presidencia de su tío había llegado a general, pero no se le había dado más responsabilidad que la de inspector de policía. Don Porfirio lo habia nombrado diputado, pero sabía que él también fue el responsable de que el partido lo mantuviera al margen de toda decisión importante, y siempre le pareció sospechoso que su nombramiento como cónsul en Chile se le ocurriera a su tío días después de que Félix había manifestado su interés por competir con la gubernatura de Oaxaca.


—Pero sobreviví —le contestó al retrato— tú y todos tus favoritos languidecen en el exilio, y yo estoy aquí haciendo historia. Y pese a todas tus trabas, al final sí conseguí ser gobernador.


—Interino, por un mes—pareció contestarle el retrato de Don Porfirio.


—Antes de perder la elección contra mi hijo —complementó a su lado el de Juárez.


—No importa lo que digan. Seré presidente, así lo hemos acordado. Yo inicié esta rebelión.


Pero una parte de él sabía la verdad, que esa rebelión se había perdido, y que otros tuvieron que sacarlo de prisión. Y también sabía que, la única razón por la que seguía vivo, era porque el presidente de la Suprema Corte era amigo de su tío, y había conmutado la pena de muerte por cadena perpetua, argumentando que, puesto que el acusado había renunciado al ejército tras la elección de Madero, no se le podía juzgar en una corte marcial.


Félix Díaz escuchó actividad en los otros cuartos, y se alistó para la reunión de los oficiales. Aún era de noche, pero si esperaba asegurar su futuro debía asegurarse de tener el control de la conversación. Por eso, en cuanto todos estuvieron reunidos, alzó la voz para ser el primero en hablar.


— ¡El bombardeo se reanudará a las seis de la mañana, no les daremos un minuto de calma! He marcado en el mapa las zonas que deben atacarse.


— ¿Dónde conseguiste esta información? —preguntó alguien.


—Tengo talento para el análisis estratégico, no por nada llegué a general —fue su única respuesta, pues temía que la verdad dañara sus aspiraciones políticas.


Al menos por el momento, nadie debía saber que había comido en El Globo con Victoriano el día anterior, y que juntos habían pactado las zonas donde las fuerzas leales a Madero serían despachadas en misiones suicidas. Las bajas entre el enemigo eran enormes, y Félix sabía que ganaría más si las atribuía a su propio genio militar, y no a los informes de un traidor que, temía incluso pensarlo, lo superaba en rango.


—También soltaremos hoy todas las granadas que nos quedan. Nuestro objetivo es el daño estructural, pero un par de bajas civiles escandalosas beneficiarían la causa. Las guerras también se ganan con propaganda.


Todos asintieron, pero aún quedaba una orden que dar antes del amanecer.


—Por último, hay que reorientar un par de cañones. Hoy dispararemos contra el colegio de Belén.


Todos rieron ante el chiste. El objetivo era un antiguo convento, que Juárez había expropiado y Don Porfirio convertido en cárcel. Su reputación era sabida por toda la ciudad: era un lugar de depravación y perdición, con condiciones inhumanas incluso cuando era el reclusorio principal, antes de la apertura de Lecumberri. Ahora que no albergaba grandes celebridades, parecía una ciudad dentro de la capital, en la que los presos se gobernaban a ellos mismos, eligiendo a sus propios presidentes, comerciando con los civiles que se acercaban a las puertas para comprar alcohol y marihuana. La expresión popular que corría por la ciudad era que quien entraba inocente a Belén salía criminal profesional, pues la comunidad ahí enseñaba como perfeccionar las técnicas para robar, secuestrar y asesinar, de ahí el mote.


Algunos de los oficiales parecían próximos a protestar, pero Félix Díaz los silenció con un gesto. Ninguno entendía lo que estaba en juego. Sí, tenían armas y municiones, pero había menos rebeldes de los que había esperado. Volar las puertas de la prisión ayudaría a que algunos de los liberados se les unieran, pero él los prefería en las calles, violando y matando. Si los alzados por el orden pretendían ganar, debían sembrar tanto caos como fuera posible, era la única manera de forzar a los gringos a intervenir. Madero no podría combatir una invasión extranjera y una rebelión interna a la vez, debía rendirse. Y ese día, Féliz Díaz se aseguraría de decirle al embajador norteamericano la buena opción que él sería para ocupar la carga de la presidencia en momentos tan convulsos.


Mientras iniciaba el bombardeo, el general Félix Díaz volvió al salón de los retratos presidenciales, a confrontar por última vez el rostro de su tío, que parecía juzgarlo pese a estar a un océano de distancia. Sabía que si algo había odiado Don Porfirio, era a los norteamericanos, pero por esa falta de visión era por lo que lo habían derrocado. A veces los pactos con el diablo eran inevitables, y mejor hacerlo uno que el enemigo.


Pero lo que el retrato del veterano militar no lo miraba con furia, sino con sorna, y quizá un poco de lástima.


“¿De verdad eres tan ingenuo, Félix?” parecía decirle burlón “La primera vez en tu vida que comandaste hombre fue en tu rebelión, la que perdiste, contra un Madero sin amigos ni dinero. Eres un incompetente, sobrino, sigues sin tener lo que se necesita para ser presidente”.


— ¡Deja de burlarte de mí, viejo necio! Tú ya no eres nada, el futuro es mío. Nunca más dudará nadie de mis capacidades, así que contéstame, tío ¿ya estás orgulloso de mí?


Pero el retrato no contestó, y Félix Díaz, escuchando los cañones rugir entre los retratos de dos gigantes, se sintió más pequeño que nunca.

¡Bienvenidos pasajeros! Creo que el relato de hoy quedó un poco más corto que los anteriores, pero espero que aún así lo hayan disfrutado. Siempre me pregunté por qué Félix Díaz no tuvo grandes posiciones políticas después del golpe, su notoria incompetencia puede ser la principal explicación.





Hasta el próximo encuentro…


Navegante del Clío

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